miércoles, 21 de diciembre de 2011

ARTE POÉTICA, por Jorge Luis Borges

Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,

ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.

Jorge Luis Borges (Argentina, 1899-1986)

domingo, 18 de diciembre de 2011

TANIA ES PELIRROJA, por Carlos Serrano

Cuchillo para postres, cuchillo para carnes, cuchillo con filo aserrado, cuchillo con doble filo para descamar pescados. No. Ninguno es.

- Sandra, ¿por qué estás revolviendo ese cajón?
- Mami, ¿dónde está el cuchillo con rueda, con el que haces las galletas? No lo encuentro.
- ¿Para qué lo quieres? ¿Vas a cocinar acaso?
- Ajá.
- Debiste decirme en lugar de desordenar la cocina. ¿Le vas a hacer galletas a tu compañera? Ya debería haber llegado. ¿Cómo se llama?
- Tania.
- Ni siquiera has empezado a preparar la masa y te pones a perder el tiempo buscando el cuchillo. Mira, en este cajón de arriba. ¿Sabes dónde está la harina?
- Ajá.
- Bueno, te dejo para que no pierdas tiempo. Esa niña ya debe de estar llegando.
Cuando termines pon todo como estaba. No quiero que me dejes este desorden. ¿También va a venir Rodrigo?
- No, a él no lo invité.
- ¿Por qué? Tú siempre quieres jugar con él.
Sandra mira el cajón de los cubiertos y lo cierra.
- Hoy no tuve ganas.
- Como quieras. Me voy a cambiar. Me da curiosidad conocer a esa niña... ¿Tania?
- Ajá.
- Todo el mundo me dice que tiene un cabello precioso. ¿A ti te parece bonita?
- Mmm, sí. Es pelirroja.
- Ah, habrá que verla. Voy a estar en mi cuarto. Cuando llegue, avísame.

Sandra se queda quieta hasta que oye cerrarse la puerta. Corre hasta su cuarto, entra sin hacer ruido y pone el seguro. Mira a Tania.

Le ha puesto una mordaza y le ha amarrado las manos y los pies con cordones de zapatos. La niña pelirroja mira temblorosa a Sandra, quien tiene en las manos un cuchillo de pastelería.

Sandra le recoge todo el cabello en un moño y lo sujeta con una mano. Con la otra, con mucho cuidado, toma el cuchillo con rueda y empieza a cortar por la línea de la frente, sin salirse del borde, doblando por la sien hacia abajo, dando la vuelta por encima de la oreja, rodeando la nuca y volviendo por el otro lado hasta la frente. Ha hecho un corte profundo y la cabeza de la niña no para de sangrar.

Luego mete los dedos por la herida de la frente y haciendo fuerza empieza a arrancar el cuero cabelludo, desprendiendo la piel del músculo, enrollándola hacia atrás, hasta que sale toda.

Ya está. Rodrigo nunca volverá a mirar a Tania.

Carlos Arturo Serrano Gómez (Colombia)

viernes, 16 de diciembre de 2011

EL SENDERO SIN FIN, por Luis Fernando Campos

Y el tiempo pasó y nadie sabía quién se acercaba,
Ni cómo, ni dónde, ni para qué.
Sólo sabíamos que alguien acechaba
En ese oscuro camino.

Un camino por el que todos pasábamos
Sin reconocernos a nosotros mismos,
Caminando solos.

Y es que este sendero no tenía fin.
Y, dudosamente, algún comienzo.

Solo había un rey, que lo sabía todo
Y nos acompañaba en el sendero.

Guiados éramos en la sombra.
Nos refugiábamos,
Nos escabullíamos, nos creíamos amparados
Aún por quien nos había desamparado.
Nos creíamos salvados,
Nos creíamos protegidos por él.
(Nunca supimos quién era,
Ni cómo era, ni de dónde venía, ni para qué).

Recordábamos los tiempos
En los que creíamos
Que en el fuego no nos quemábamos.
Ahora nos quemábamos,
Nos asábamos por dentro,
Comidos por la tentación y las ganas de vivir
El hoy sin importar el mañana.

Luis Fernando Campos Vargas (Colombia, 1998). Escritor y compositor. Lidera la banda de rock “Crossbowmen”. De su producción musical destacan “The Desert Valley” y “Forgive Me”. Es coautor de “Sincronicidad y Causalidad Circular” (2010).

miércoles, 14 de diciembre de 2011

BOND POEMS (Homenaje a Ian Fleming), por David Campos

BOND POEMS

A Maryam D’Abo (Kara Milovy, The Living Daylights)

Bella Maryam,
Era sólo un niño cuando te miraba
Tocando el chelo y manejando un Hércules,
Cabalgando entre las dunas…
¡Oh, mi heroína radiante!
Era sólo un niño cuando en ti pensaba,
Mientras hacía las tareas y esperaba
La llegada del bus haciendo versos.
¿Sabes?
Sigo siendo ese niño,
Y tú sigues siendo esa Kara
Cuyos ojos busco entre los astros,
Cuya sonrisa evoco en mis mejores sueños.

Maryam, es decir, Kara, mi dulce musa,
Sigo siendo aquél que envidia a Dalton
Y desea estar en ese palco, escuchándote,
Devorándote toda,
Disfrutando
Ese rostro de chica buena y dispuesta
A ser aún mejor a la hora del romance,
Esas manos tejedoras de música y destino.
Sigo siendo aquél que te amaba
Tan en secreto que sólo ahora te escribe
Con gratitud inmensa.

Dulce, hermosa Kara,
Te prolongas en cada saludo, en cada guiño,
En cada abrazo, en cada beso,
En cada femenino gesto que me halaga.


Sean Connery

El primero, el padre, el tótem
La esperanza del Bien, en su lucha
Contra el Tánatos, el Mal, la Oscuridad amenazante…
Sigue siendo el modelo, la referencia, el ícono;
Sigue haciendo de las suyas.


Roger Moore

Elegante caballero, jamás quijote
Espía socarrón, nunca ordinario
Don Juan y Santo
Astronauta, espadachín, bombero,
Piloto, jugador, tarotista,
Domador de cocodrilos y serpientes,
Versátil seductor
Astuto/acrobático.
El Bond de siempre, el héroe, el mago.


Timothy Dalton

Sólo alguien que conoce bien a Shakespeare
Puede hacer de Hamlet vestido de esmoquin.
Sólo tú, Tim, vengador apasionado,
Oscuro, felino…
Te veo aún en el camión aquél
Avanzando a ritmo de La Bamba
Esquivando el proyectil de la bazuca
Y persiguiendo al arquetipo del mafioso
Que ensangrentó a mi patria.

Mi corazón se emociona todavía
Como cuando tenía nueve años
Y tú luchabas contra el carcelero:
Me encanta que la inteligencia
Supere a la fuerza bruta.

Mi alma todavía se estremece
Cuando te lanzas al vacío, colgado de una antena
En la hermosa Tanger de mis sueños.
Comparto tu ira al encontrar a Félix
Destrozado y moribundo.

¿Hay guerra justa?
Sí, Tim: esa Licencia
Venía del mismo Cielo.


Pierce Brosnan

Fantástico Pierce, siempre fuiste
El hombre encantador e implacable
Que vencía sin perder la compostura.
Representaste
Al espía aplicado y honorable
Que conoce bien al Mundo
Y entiende sus paradojas.


Daniel Craig

Brutal intérprete
De las barrocas fantasías de Fleming:
Tu estilo hace parte de una época.
Vivirás para siempre
En la velocidad arrolladora.


David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

Poema al Niño Jesús, por J.M. Londoño

Vino para los hombres la paz de las alturas,

y en el mezquino establo, corona de un alcor,

tras angustiosa noche de maternas torturas,

Jesús cayó en la tierra, débil como una flor.

Música de las cosas alegró las oscuras

bóvedas del pesebre, y en un himno de amor

adoraron al niño las humildes criaturas:

un asno con su aliento, con su flauta un pastor.

Después, los adivinos de comarcas remotas

ofrendárosle mirra, y en sus lenguas ignotas

al pequeño llamaron Príncipe de Salem.

Mientras en el Oriente con pestañeos vagos

dulcemente brillaba la estrella de los magos,

los corderos miraban hacia Jerusalén.


Víctor M. Londoño (1870 - 1936)

Los Zapatos Viejos

Noble rincón de mis abuelos: nada
como evocar, cruzando callejuelas,
los tiempos de la cruz y la espada,
del ahumado candil y las pajuelas...

Pues ya pasó, ciudad amurallada,
tu edad de folletín... Las carabelas
se fueron para siempre de tu rada...
¡Ya no viene el aceite en botijuelas!

Fuiste heroica en los tiempos coloniales,
cuando tus hijos, águilas caudales,
no eran una caterva de vencejos.

Mas hoy, plena de rancio desaliño,
bien puedes inspirar ese cariño
que uno le tiene a sus zapatos viejos...

Luis Carlos López (Colombia, 1879-1950)

lunes, 5 de diciembre de 2011

Ultimo discurso de Marco Fidel Suárez

SAN FRANCISCO DE ASIS

La desproporción que suele notarse entre la conducta de algunos hombres, y su suerte, es un enigma que atormenta la razón.

¿Por qué hay buenos que viven y mueren abatidos, mientras que muchos malos somos o
parecemos dichosos? Algunos pensadores tratan de responder a esta pregunta con reflexiones filosóficas; pero la verdad es que sus esfuerzos no logran
aquietar el corazón en presencia de aquella desigualdad, tan ordinaria como
incomprensible.

Sin embargo, aunque las cavilaciones carecen de lámpara para iluminar
completamente aquel arcano, la historia sí ofrece un dato capaz de ilustrarlo
y de podarle su ramaje de desconsuelo y de sombras; porque el más grande
de los acontecimientos que ha presenciado el mundo es precisamente un
caso de aquella desproporción entre los merecimientos de la persona que lo
realizó y las consecuencias inmediatas del tal suceso, en el campo de lo que
llamamos prosperidad o infortunio aparentes.

Quiero decir –y perdonad, señores, mi osadía– que la Encarnación o
humanación del Verbo Eterno, consustancial con Dios y unido a nuestra naturaleza para salvarnos, es un hecho soberano e infinito. Quiero decir que los
fieles cristianos lo reconocemos así, al confesar nuestra fe y al disfrutar los
bienes que de ese hecho resultan. Y también me atrevo a pensar que en cierto
modo lo reconocen algunos historiadores racionalistas cuando notan que el
nacimiento de un niño, el año 42 del reinado de Augusto, en un establo de
Judea, en suma pobreza y en las circunstancias más humildes, alteró la carrera del género humano y transformó su historia. Esos autores reconocen, en efecto, que aquel hecho modificó las aspiraciones espirituales de los hombres, exaltando los fines de su actividad, infundiéndoles nuevos gérmenes de virtud y trocando el sistema de la justicia. Sí; de esa manera lo observan algunos católicos en forma tan imparcial y tan exigida por la evidencia, que al apuntar el caso, hasta se abstienen, como avergonzados, de analizar la historia del Héroe Divino

De manera que la venida de Dios y su unión con nuestra naturaleza es el
acontecimiento de los acontecimientos y el hecho que colma, a los ojos de la
Iglesia y de todos los que tienen buena vista y buena fe, los senos del tiempo
y la extensión del mundo.

Nuestro Señor Jesucristo, sujeto de aquel acto soberano, al nacer, vivir,
morir, resucitar y triunfar, pudo salvarnos con el valor infinito de una sola de
sus lágrimas o del menor de sus sufrimientos, en el océano de ellos que formó su existencia terrenal; pero también dicen algunos que hubiera podido
revestirse de grandeza humana, siempre que ésta fuera compatible con la
virtud y la inocencia.

Pudo ostentar, por ejemplo, el denuedo de aquel rey de Hungría, deudo de
Santa Isabel, que desnudando su espada delante de un ejército rebelde, y preguntando con estentóreo grito quién osaba resistirle, y penetrando solo por entre
numerosas filas, llegó hasta la tienda del tirano y le aplicó ejemplar castigo.
Habría podido también su Omnipotencia hallar un mundo nuevo y soportar que unos ingratos le impidieran desembarcar en la mejor de sus islas, para
pagarles luego esa injusticia con advertirles que no emprendieran una próxima navegación porque se anegaría sin falta, como sucedió para castigo de
los culpados. Y pudo hacer eso, como lo hizo el gran cristiano que sabemos,
y soportar en seguida una tempestad de sesenta días, entre las centellas que
alumbraban el horizonte y entre las congojas de los marinos abandonados de
toda esperanza.

Asimismo habría sido capaz el Santo de los santos, al igual de un hombre
muy sabio y muy bueno de estos tiempos, de acometer con tenacidad y desinterés la empresa de librar muchas playas de la tierra de las pestes y contagios
que las cubrían de cadáveres. Y pudo coronar esa obra rompiendo la guada-
ña gigantesca de la muerte con el poder de la vida invisible, descubierta y
cultivada por el genio y la virtud, a quienes servían un microscopio y un
sueldo de pocos francos.

En el círculo, pues, de aquello que llamamos gloria y grandeza los mortales, alucinándonos con brillos fugaces y deleznables dimensiones, Cristo Dios
pudo situarse en el plano de Andrés II, de Cristóbal Colón o de Luis Pasteur,
como dueño de ciencia, caridad y valentía acrisoladas, aunque meramente
naturales. Pero no lo hizo así, porque la porción que escogió como Hombre
Dios fue precisamente opuesta a aquellas hazañas, una vez que lo que se
apropió fue la riqueza en la pobreza, el bienestar en el sufrimiento y la gloria
en la humillación, según la palabra de Bossuet.
Cristo en efecto, no tuvo una piedra para reclinar su cabeza; no poseyó
otros bienes que el vestido que le tejió su Madre y que le despedazaron sus
verdugos; en su vida preparatoria vivió del trabajo de sus manos, y en su
vida pública la beneficencia proveyó a su sustento cuando El reemplazó aquel
ejercicio con el de médico divino y celestial maestro; y en sus discursos, en
sus parábolas, en los brotes de su energía divina, la codicia era el blanco de
sus anatemas, y la abnegación del objeto de sus enseñanzas.
Su compañía fue el dolor, asociado a sin igual paciencia; de sus manos
brotaba la salud, y de sus labios el perdón; generoso, perseguido y calumniado, recibió en recompensa de sus beneficios los azotes y la cruz que los
romanos habían aprendido para los esclavos en las leyes de Cartago; en su
vida se labraron todas las penas, y su muerte fue tan valerosa y tan humilde,
que arrancó a Juan Jacobo la confesión de su divinidad al compararla con la
muerte del filósofo que ha personificado las humanas vanaglorias. Ninguna
muerte puede aparearse con la suya, colmada de dolor y al mismo tiempo de
amor, y capaz por eso de oscurecer el cielo y conmover los montes.
También halló Jesucristo su gloria en el abatimiento, abrazándose con la cruz
y sobrellevándola obediente, sin cobardía ni jactancia, como ejemplo de magnanimidad sobrehumana. En medio de su humildad, el perdón y el amor fueron
resumen de su doctrina y testamento en que se fundieron su Evangelio y su
Eucaristía: Su Evangelio, oráculo que resuena para siempre sobre el mundo; su
Eucaristía que perpetúa su habitación en la tierra, alimentando a los hombres con
la substancia de Dios y reemplazando los holocaustos de la ley cansada.
Veamos, pues, señores, cómo es cierto, con certeza irrefragable que aquel
nacimiento acaecido en tiempo de Augusto, es el más grande de los hechos
Históricos y reconozcamos en él un soberano ejemplo de desigualdad entre
el mérito y el éxito inmediato, lo cual resuelve el problema que apuntamos al
principio.

Un grande orador, que ha embelesado al pueblo cristiano de nuestros tiempos, nos ha dejado de la obra expiatoria del Redentor un cuadro tan tierno como exacto, en esta forma: “Excepto los sufrimientos que resultan del desenfreno de las pasiones, Jesucristo sufrió todos los dolores posibles, segúnsanto Tomás. Le hicieron sufrir, dice este santo, los gentiles y los judíos, los hombres y las mujeres; le hicieron sufrir los príncipes, los grandes y el pueblo; le hicieron sufrir los tumultos y los individuos; sus discípulos y todos los que le conocían; padeció en su reputación a causa de las blasfemias que se proferían contra El; padeció en su honor, por las afrentas de que era objeto;en sus bienes, viéndose despojado hasta de sus vestiduras; en su alma, por la tristeza y el tedio que experimentó. Sufrió en el cuerpo con las heridas y los golpes; en su cabeza, por la corona de espinas; en sus pies y manos por los clavos que le traspasaron; en su rostro por las bofetadas que le dieron. Padecieron también todos sus sentidos: el tacto con los azotes, el gusto con la hiel
y vinagre, el olfato por el ambiente del lugar en que fue crucificado, el oído
con los insultos de los verdugos, la vista con el espectáculo de la madre y del
discípulo”

Este cuadro concuerda con el que trazó siglos antes Isaías profeta, al decir: “Lo hemos visto, y nada hay que atraiga nuestros ojos hacia El. Vímosle
despreciado y convertido en el ludibrio de los hombres. Varón de dolores, se
reservó todo lo que es padecer. El mismo tomó sobre sí nuestras penas y
cargó nuestros infortunios. Por nuestra causa fue llagado, y despedazado por
nuestras maldades; nuestro castigo recayó sobre El y con sus cardenales fuimos curados. Fue sacrificado y no abrió la boca para quejarse. Conducirlo
han a la muerte sin resistencia suya, como la oveja al matadero, y guardará
silencio ante sus verdugos como cordero que permanece mudo cuando lo
esquilan”

La vida de nuestro Salvador, anunciada, realizada, sellada con el martirio,
glorificada por la resurrección y dilatada en bendiciones en los días que precedieron a su tránsito, no presenta, pues, un ápice de grandeza terrena, por justa
e inocente que ésta pudiera ser, sino que por modo contrario es un contraste
seguido respecto de las aspiraciones y bienandanzas del mundo. Pero cabalmente por eso forma ante nuestros ojos y ante nuestras necesidades una gloria
más clara que la luz de los cielos y más sólida que el firmamento.
En cuanto puede pensarlo una hormiga dotada de ser espiritual, aunque
animada de corazón insano, el lote de nuestro Salvador, su parte y su cáliz,
estuvo bien que fueran el cáliz más amargo, la porción más humilde y la
herencia más pobre, para que así viniera en pos de esas tres cosas, la reacción
de una gloria que ha vencido al mundo. Después de todos esos padecimientos, humillaciones y privaciones, procede muy bien y en la forma más ordenada y más bella, la victoria de la humildad, de la mortificación y de la pobreza,
entre los destellos de un Tabor que ilumina perpetuamente al mundo, entre
los fulgores de una Ascensión perenne, que inspira la musa de los artistas y
colma la dicha de los santos.

Sobre el monte en que rindió su vida, clavadas sus manos a la cruz de su
amor; sobre la altura en que brilló su gloria, dominando con su majestad el
universo, Cristo recibe de sus fieles efusiones de amor y de esperanza. ¡Oh
Señor! ¡Oh Dios soberano y justo! ¿Qué nombre te daremos desde este valle
oscuro y lacrimoso? Eres nuestro Padre y al mismo tiempo nuestro Hermano
como Dios y como Hombre; eres nuestro Rey y el dueño de nuestro porvenir; eres nuestro Libertador y el amparo de nuestros hijos inocentes y de
nuestra patria imperecedera, cuyas ramas guarecen a la posteridad, aunque
sus hojas, que son sus ciudadanos, se marchiten y caigan incesantemente. Y
dilatando los corazones para que abarquen a los demás hombres, todos debemos hallar en el tuyo sacrosanto la sangre que nos vivifica, que impulsa
nuestras palpitaciones y que ha de sellar nuestro destino!
Obra como ésta, de tamaño infinito y de capacidad inmensa, la consumó
ya el Señor; pero al mismo tiempo la prosigue por medio de una facultad
propia de su Omnipotencia y que consiste en ir suscitando sin cesar imitadores
suyos. Los humanos se llevan al sepulcro su genio, su esfuerzo y todo lo
personal de su existencia; sus proezas se desvanecen así, su gloria se trueca
literalmente en puñados de ceniza y todo su poder viene a caber en una
estrecha fosa. A nadie sino a la muerte pasa la gloria mundana, aunque ésta
trate de sobornar a la memoria para que la proteja; a ninguno sino a los gusanos se trasmite el legado de los llamados inmortales, cuyas obras de inteligencia y valor se convierten en alimento de aquellas larvas. Pero Dios Hombre
si tiene la virtud de que sus atributos, sus obras, sus milagros, su Evangelio
de verdad y de justicia, eso no se eclipsa, ni se destiñe, ni se desvanece, ni
pasa a ser posesión de la muerte, ni se asocia al interés, ni se confedera con la
ignorancia y la pasión, sino que forma un patrimonio inmarcesible en manos
de Jesús y en las obras de sus discípulos. Ellos, al cabo de siglos, hacen
resonar el órgano de la redención con voces que nunca se amortiguan, con
armonías que jamás se apagan, a los pies de la santidad personificada, y ante
los ojos que envuelven en luz el universo.

Así lo prueba esta festividad centenaria que alboroza hoy al pueblo cristiano en todas las partes del mundo. La pobreza, la mortificación y la humildad de San Francisco de Asís, después de reformar la sociedad en los confines de los siglos doce y trece, presenta el más ilustre argumento de la imitación de Jesucristo efectuada por los santos, y forma la clave que nos pone
ante los ojos la fecundidad del Evangelio.

La hazaña de San Francisco consistió en realizar, imitando a Jesús, el
oráculo de San Pablo: “Si hay alguno que parezca prudente según el siglo,
hágase loco a fin de ser verdadero prudente”; porque en verdad locura es la
Cruz del Redentor y locura su vida y su muerte, como lo dicen las Sagradas
Letras. Locura fue fundar la riqueza en la pobreza, la felicidad en el sufrimiento y la gloria en la humillación. Esta norma, seguida por los imitadores
de Cristo, realiza la locura de la Cruz, y la realizó especialmente en la época
de San Francisco, cuando la mayor parte de los hombres verificaba aquella
otra palabra del Apóstol: “Llamándose y considerándose sabios, se hicieron
necios”

Cuando nació San Francisco las agitaciones de la Edad Media se habían
embravecido más que nunca en las repúblicas y principados de Italia, poseí-
dos de discordia, desenfreno y codicia. Entonces la Iglesia, nave fundada
sobre la promesa del Verbo y armada sobre el Vaticano por los Apóstoles
Pedro y Pablo, tenía también que defenderse, empleando las armas que el
tiempo requería y valiéndose de la guerra, la política y la riqueza, porque así
lo exigían los medios empleados por sus agresores. Pero simultáneamente
velaba por la fe, resguardaba la doctrina, buscaba la morigeración y promovía las expediciones Cruzadas como vínculo de concordia entre los príncipes
cristianos y como incentivo de patriotismo y de fe.
Empero, los excesos eran tan pujantes, que absorbían la vida social y
presentaban casos nunca vistos, principalmente de crueldad y discordia. Fue
en esos tiempos cuando el emperador de Alemania, Federico II, rey también
de Nápoles y de Sicilia, y el tirano Ezzelino, régulo desenfrenado de aquel
tiempo, ocuparon puesto entre los cinco principales verdugos de la especie
humana, que han sido ellos dos, junto con Nerón, Mahomet II y Atahualpa.
Además los bandos eran entonces especial azote, que debilitaba los vínculos naturales de la sociedad, reemplazándolos con luchas entre gobiernos
y pueblos, entre los pueblos unos con otros, entre los gremios, entre los municipios, entre las familias, y hasta entre los individuos de una misma casa.

La Historia pontifical refiere que esas agrupaciones producían con sus discordias un tejido de revueltas que extinguían casi las tradiciones y los dictados naturales del bien común. Las facciones guerreaban por dondequiera, a
veces sin pretexto y sin saberse por qué, divisadas con sus colores y señales
diferenciadas por usos y caprichos, hasta en la forma del manjar y del beber,
tanto que, según Blondo, alguna vez sobrevino una gran matanza, sólo por
la diversidad en la manera de partir unos rábanos.

Pero no sólo era la crueldad de soberanos y magnates y la venganza de
súbditos y menores lo que atormentaba a aquellas sociededes, sino la impiedad y la codicia. Señal de riñas y asesinatos públicos llegó a ser la elevación
de la Hostia en la misa. La hidropesía de oro, junto con usuras ilimitadas
fueron tales, que Dante dice en uno de sus poemas, que todo el oro que podía
hallarse bajo el cerco de la luna no bastaba a saciar la codicia de algunos
potentados, como en los tiempos de los judíos coetáneos de Cristo, la pobreza se consideraba infamia; los desvalidos, mendigos y leprosos no eran personas; la riqueza prevalecía sobre la justicia; la impunidad andaba de brazo
con el oro; eran mercancía los oficios públicos y los derechos de toda clase;
el hombre valía tanto como poseía, y de esta manera el poderoso era obedecido como ídolo impecable y el desválido era menos que cero, porque el
vulgo y los amos no le reconocían derechos.

Odio y crueldad, avaricia é interés, lujo y desenfreno eran el ambiente de
aquella época; y para reformar todo eso suscitó Dios a San Francisco.
A la mujer de Pedro Bernardone, comerciante de Asís en Umbría, le facilitó el cielo que alumbrase sobre la paja de un establo, por lo cual el hijo que
allí nació, comenzó desde entonces a imitar a Cristo. Conversando este con
otros que iban a la tienda de su padre, aprendió de ellos muy bien la lengua
francesa, lo que le hizo llamar Francesco en vez de Juan Bernardone.

Al principio era alegre, atrevido y buen poeta; se vestía muy bien y le
gustaba divertirse con sus camaradas, aunque sin ceder un punto a la disolución y abrigando siempre afectos de caridad y misericordia. Alguna vez sus
compañeros le hablaron de matrimonio, a lo cual respondió que quería casarse con una señora que fuera para él esposa, hermana y madre, por ser la más
hermosa y buena del mundo, pensando desde entonces en la pobreza. Convertido a los veinticinco años, después de la prisión a que lo llevó un encuentro entre ciertos bandos, y a causa también de una enfermedad, vendió sus
bienes y presentó el dinero a un sacerdote, el cual se negó a recibirlo, aunque
Francisco se lo echó por la ventana. Para efectuar algunas obras pías vendió
piezas de paño que su padre le había entregado, y entonces éste, que era muy
guardoso, lo denunció al obispo y obtuvo interdicción judicial; pero desnudándose luego Francisco y quedando sólo con el cilicio que llevaba, el prelado lo cubrió con su manto. Después de huir de su padre y de recibir severos
castigos, Juan se hizo adoptar de un mendigo y comenzó a predicar caridad
y pobreza en forma tan humilde y afanosa, que al principio no sólo su padre
sino las gentes lo tuvieron por loco.

Abriendo al acaso el Evangelio, leyó estas palabras: “Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes y dalo a los pobres”. Abrió otra vez y leyó: “Al
viajar no lleves oro, ni plata, ni bordón, ni alforja, ni calzado, ni dos túnicas”;
con lo cual entendió los designios del Cielo sobre su conducta.

Fue Francisco consiguiendo una docena de asociados, en la cual los primeros fueron Bernardo, ciudadano de Asís, el canónigo Pedro de Catania, a
quien más adelante entregó la dirección de la Orden Franciscana, y el beato
Gil o Egidio, que fue su constante compañero. Con este apostolado abrazó
ruda penitencia y absoluta pobreza. Los benedictinos le cedieron una capilla
ruinosa en el llano de Asís, puesta sobre un cortijo llamado la Porciúncula,
como quien dice la chacra o estancita, donde zanjó los cimientos de su orden
debajo del patrocinio de la Virgen de los Angeles, y donde estuvo el foco de
su apostolado y demás portentos.

Hizo entera dejación de su voluntad, considerando que lo que es el hombre delante de Dios, eso es y nada más. Su oración durante noches enteras
era: “¡Oh Dios mío y todas las cosas!”, como para expresar que la posesión
del bien supremo debe dar abasto a todos los deseos, de manera que al revés
del avaro que anhela para absorber bienes y más bienes, el pobre de Cristo,
teniendo a Cristo, irradia de sí todas las riquezas. En cuanto a la caridad, el
Seráfico ardía tanto en ella, que le sobró amor para hermanarse con todas las
criaturas, con lo cual sublimó e infundió el espíritu de concordia, que era lo
que hacía más falta.

En la floresta invitaba a las avecillas a festejar al Creador llamándolas
hermanas; a sus hermanas las golondrinas les rogaba que callasen mientras él
predicaba; y extendía la misma hermandad a la ceniza y a las cigarras. Reprendía a la hermana hormiga su desmedida solicitud por el mañana; aparta
del camino al gusano para que no lo huellen; vende el hábito para rescatar
una oveja del carnicero; en el invierno lleva miel a las hermanas abejas, y en
nochebuena procura que reciban mejor pienso el asno y el buey. Tiernos
excesos de caridad que contrastaban, a la vista de los pueblos, los ejemplos
de crueldad y persecución.

Otra manifestación de su caridad era la poesía, sin recuerdos clásicos, en
forma popular y llevada sobre los primeros vagidos de la lengua toscana,
pero que después de setecientos años es comentada por grandes hijos de
Apolo, como Carducci y D’Anunzio, como Monti y Leopardi, porque ella
saltaba de los afectos más santos que ha abrigado un corazón de puro hombre, y la acaloraba un fuego tan fino como las aspiraciones de Francisco, a
quien pertenecen los siguientes versos:

“Amor, amor, Jesús, yo busco el puerto,
amor, amor, Jesús, ven a mi lado.
Amor, amor, Jesús, mírame muerto.
Amor, Jesús, estoy enajenado”.

Suyo también es el Cántico que hizo imitando un salmo de David, y en
que pasa revista a las principales criaturas para invitarlas a alabar al Señor,
empezando con el hermano sol, y señalando a cada una sus atributos por
medio de toques tan sencillos como sublimes. El canto del sol es a un tiempo
un himno religioso y uno de los monumentos de la literatura medioeval

Viendo Francisco cómo crecía el número de sus hermanos, pensó en darles una regla, y ella se redujo a tres palabras, con declarar que consistía en
observar el Evangelio, viviendo en obediencia, sin poseer nada propio y
guardando castidad; terno que, como puede notarse en la exposición de todo
su sistema y de toda su vida, corresponde a los dolores, humildad y pobreza
de Cristo, contrapuestos a las tres pasiones que enumeró San Juan cuando
dijo que en el mundo todo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de
los ojos, y soberbia de la vida.

Los hermanos se llamaron Menores o más pequeños que todos. El que
sabía un oficio podía ejercerlo en provecho común, y el que no, practicaba la
cuestura o limosna ostiaria, de especies y no de dinero. Los desterrados,
mendigos y leprosos eran especial objeto de la caridad franciscana; y cabalmente uno de los primeros actos en que resplandeció su misericordia, cuando empezó a bullir en el pecho de Francisco la caridad más heroica, fue desmontarse del caballo para abrazar a un leproso y besarlo muchas veces, venciendo la repugnancia que al verlo había sentido; cosa que después hacía frecuentemente, por ser esos enfermos objeto preferido de su amor, como lo fueron de la predilección de Jesús. La pobreza, en uno con la caridad, le valió el nombre de Pobrecito, así como al fin recibió de todos el de Seráfico, cuando brillaron con mayor esplendor las manifestaciones de su unión con el Redentor divino.

Tocó a los Pontífices Inocencio III y Honorio III aprobar y confirmar la
Orden de los Menores. El primero vaciló en un principio, por creer que la
regla franciscana era superior a las fuerzas del hombre tal como la formulaba
el fundador; pero después, soñando que veía estremecerse el principal templo de la cristiandad, y que dos sujetos, uno español y otro italiano, le metían
el hombro para que no cayese, entendió aquello de Santo Domingo y San
Francisco, y aprobó sus respectivas religiones. A los cuatro años los Menores eran cinco mil, y con el progreso del tiempo han pasado a veces de un
centenar de millares, formando así una república universal en el mundo.

En Roma debía tener la orden Franciscana un ministro general, asistido
de su consejo; pero aunque tocó al Santo en un principio ejercer este cargo,
él se dio forma de mantenerse en sujeción por medio de una consulta seguida, y de perseverar en desprecio propio, sometiéndose a prácticas de humildad increíbles, y ordenando que en él y contra él se efectuasen pruebas
inauditas de abatimiento. Además, después de algún tiempo renunció el cargo en Fray Pedro de Catania, antiguo canónigo de la catedral de Asís, como
queda dicho. Estos extremos celestiales, corrían parejas con la forma de su
predicación. Al pronunciar el nombre de Jesús se lamía los labios como gustando inefable dulzura, y en el sermón del pesebre balaba como corderito;
sin que por esto dejaran de notarse sus sermones por una manera de inspiración divina, en que se juntaban la sencillez, la profundidad y una ciencia no
aprendida, que era admiración de superiores y letrados. Entre éstos se contaba el Soberano Pontífice, quien escuchaba llorando, desde el principio hasta
el fin, los sermones del Apóstol de la humanidad y la pobreza.

Los frutos de sus enseñanzas y ejemplos no se hicieron esperar. Aquel
pobre, cubierto de un hábito remendado, ceñido con un cordel, alimentado
de suerte que usaba la ceniza como salsa, con una piedra por almohada,
cursando a pie largos caminos, sin resguardarse del frío ni del calor, con el
rostro visiblemente encendido por el amor de Jesús, anhelando sin cesar por
la concordia y la salvación de todos, aquel religioso transformó de una año
para otro la sociedad, y la levantó del profundo abismo en que yacía. Ella,
desenfrenada y perdida, se sintió de repente conmovida y espantada; sus
entrañas saturadas de concupiscencia, sus músculos dilatados de codicia, sus
huesos petrificados por la soberbia, se estremecieron en presencia de Francisco, pobre, manso y penitente. Entonces aquellas turbas, aquellos magnates y aquellos poderosos hicieron un torcido a las sendas de sensualidad,
avaricia y orgullo, para abrirse paso por el camino de la conversión. Semejante mudanza fue como el portento de un gran brazo de mar, azotado ayer
tarde por aquilón furioso y acariciado esta mañana por blandos alisios. Hombres y mujeres; niños, jóvenes y ancianos; sacerdotes y laicos, capitaneados
por sus respectivos mayores y jefes, todos escuchan, miran, recapacitan, y
luego despiden en pos del Pobrecito y siguen los pasos del Seráfico. ¡Númen
del cielo! ¡Trasunto de Cristo! !Inspiración de Dios! ¡Cuánto poder has recibido de Aquél que te escogió como delegado suyo, para reformar siglos y
salvar naciones!

Los pueblos recibían a Francisco y a sus Menores con palmas y repiques
de campanas, y era tal el empeño con que individuos y asociaciones abrazaban la reforma, que hubo necesidad de fundar una Orden Tercera, que sirviese como filtración y atenuada copia de las Ordenes principales de hombres y
de mujeres. De esta suerte las comunidades encontraron en la Tercera el
medio de abrazar nuevos métodos de cristiandad y penitencia y de poder
seguir viviendo en la familia y en el siglo. Porque también es de recordar,
acerca de las tres Ordenes, que Santa Clara, noble señora de Asís, había
fundado ya la segunda para monjas, que observan en la debida proporción la
regla trazada por San Francisco.

En la vida de nuestro Santo sobresalieron algunos hechos, tales como su
peregrinación a Berbería y Egipto cuando los cruzados fatigaban a Damieta,
donde procuró hallar el martirio, hablando con singular denuedo al califa
Malik Kamel. De ese modo esperaba sacar de paciencia a aquel hombre;
pero no lo consiguió, porque los atractivos de su virtud neutralizaron lo áspero de su predicación, de modo que el califa lo despidió abrazándolo y encomendándose a él.

En los últimos años de su vida, que se consumió a los
cuarenta y cinco, en toda su plenitud como las de otros escogidos, recibió en
sus manos, pies y costado los estigmas de la Pasión, de forma que sobre su
cuerpo copió la imagen de Jesús, así como su vida fue trasunto e imitación
del Evangelio.

“Caminad –decía a sus hermanos– de dos en dos, en silencio y orando al
señor. Dondequiera estamos en nuestra celda, la cual es nuestro hermano el
cuerpo, donde habita nuestra alma como un ermitaño. Anunciad a todos la
paz, pero teniéndola primero en el corazón. Con vuestra mansedumbre buscad la concordia, porque muchos que pueden pareceros miembros del diablo, serán en su día discípulos de Cristo”.

Sus títulos principales han sido el de Pobrecito, como esposo, hijo y hermano de la santa pobreza; y el de Seráfico como genio de amor que recibió
del Crucificado celestial los dardos de su inspiración y de su omnipotencia.
A su vida se han referido autores tan grandes como Dante Alighieri, que en
su poema del Paraíso dejó para siempre trazadas las nupcias de San Francisco con su Santa esposa: como Kémpis, el otro imitador de Jesucristo, no sólo
en su persona sino en su libro sobrehumano, donde cita al Serafín llamándole “el humilde San Francisco”, entre los cinco únicos nombres propios que
allí figuran: como San Buenaventura, cardenal y hermano también de los
Menores, que trazó su historia: como el historiador Cantú, de quien hemos
tomado algunas de las noticias anteriores; y como varios soberanos Pontífices, entre ellos la santidad del que reina actualmente, y a quien pertenece la
Encíclica sobre el presente centenario, digna de su autor excelso y de su
objeto celestial.

La reforma llevada a cabo por San Francisco corresponde en su objeto a
dos fines equidistantes y colocados de siete en siete siglos, antes y después
de la venida del Santo. Vivió él al empezar el siglo trece, y ahora, en el
comienzo de nuestro siglo veinte, la sociedad universal está presentando des-
órdenes, extravíos e infortunios comparables con aquellos que presentó entonces la Edad Media. La trilogía condenada por Cristo, señalada por San
Juan y combatida por san Francisco de Asís, aflige hoy a las naciones en
forma abrumadora, empezando particularmente con la codicia o concupiscencia de los ojos.

El culto de las riquezas inicuas, maldecido en el Evangelio, ha producido
como fruto monstruoso la guerra grande de las naciones, que costó millares
de millones de moneda. La economía del mundo y las relaciones de lo que
venía llamándose cultura, han perdido en gran parte las conexiones de orden
espiritual, para reemplazarla casi con el solo eje de los intereses monetarios.
En otros siglos se luchaba por dominación y gloria; en éste el objeto de los
conflictos tiende a ser comercial; pues el dinero se sobrepone a todos los
objetos de la antigua grandeza épica.

Lo cual ha dado cumplimiento a quello que dice Isaías, cuando pregunta
a la Estrella de la mañana cómo cayó en el mar con singular estruendo; y al
mar han caído en realidad estrellas que ostentaban ayer esplendor imperturbable y han descendido conmoviendo el piélago y produciendo olas que se
cruzan y que baten todas las playas de la tierra, sin aquietarse ni parar. La
locura de esas ambiciones y crueldades ha mezclado, en su desesperación,
amarguras con placeres, y alterando categorías que parecían inconmovibles,
ha convertido en sirvientes a los hijos de los príncipes. Esto que pasa en las
esferas superiores, trasciende a las otras mudando las aspiraciones comunes,
agravando los problemas y peligros sociales, y borrando de los ánimos la
diferencia entre lo justo y lo injusto, para no dejar en su lugar sino lo que se
denomina “posición pecuniaria” respecto de sociedades e individuos.

Cosa semejante sucedió también, no siete siglos después sino siete siglos
antes de San Francisco, cuando cayeron los vándalos sobre el Imperio Romano, al empezar la centuria quinta de nuestra era, y en tiempo de San Jeró-
nimo. Este sacerdote y gran padre de la Iglesia abandonó a Roma para
trasladarse a Siria, cerca de la cuna y del sepulcro del Redentor con el fin de
fomentar en esos lugares la pureza de la vida cristiana, lejos del general cataclismo, y con el objeto de hallar la verdad acendrada en el texto de las Sagradas Escrituras para bien de la Iglesia Católica. Su inmensa ilustración y sus
virtudes fueron aplicadas a esa misión providencial acompañándolo otras
personas, que buscaban la paz en la austeridad y en el silencio. Entre ellas
estaban algunas damas de la nobleza de Roma, que cooperaron en las fundaciones piadosas y en las tareas que exigían aquellos estudios, y a quienes el
gran Doctor dedicó algunos de sus trabajos.

Especialmente Santa Paula y su hija Eustoquia ofrecieron a San Jerónimo
una cooperación de virtudes y de estudio, que dejó honda huella en la historia del cristianismo. A los monasterios y hospicios fundados en Siria para
dirigir las almas y socorrer los cuerpos, acudieron entonces muchas gentes
de Roma, en éxodos desesperados, en que se mezclaban los terrores de la
fuga con el vértigo de los devaneos; y al llegar a Siria esos perseguidos, las
hijas de los senadores y de los cónsules se reducían a servir, como ha sucedido también ahora, en la guerra grande de las naciones. Paula, Eustoquia y las
otras señoras que acompañaban a Jerónimo, desempeñaban obra heroica de
piedad y de misericordia al recibir a esos fugitivos y al proveer a la salud de
sus almas y al sustento de sus cuerpos. Y cuando la muerte llegó para la
primera de aquéllas santas, el gran sabio y anacoreta la sepultó en una gruta
de piedra cerca de la cuna del Redentor, y le consagró este epitafio: “La
mujer que yace aquí en el sueño de Dios, era nieta de Escipión, de Paulo
Emilio y de los Gracos por parte de madre, y de Agamenón por parte de su
padre; se llamó Paula para conservar el nombre de su familia; fue madre de
Eustoquia y la primera matrona del senado Romano; después de abrazar la
pobreza de Cristo había venido a vivir en estos campos de Belén”

Suscita pues de aquella manera la Providencia reformas correspondientes
a las mayores caídas en el curso de las edades; de suerte que la milagrosa
misión del Patriarca de Asís se presenta encerrada entre las dos crisis que
señalamos, una en la agonía del Imperio, otra en la edad presente. ¿Pero cuál
será el remedio de la segunda? ¿Cómo hará la sociedad del siglo veinte para
salvarse a la manera de la sociedad del siglo trece? Cómo infundir en estos
tiempos el espíritu franciscano que regeneró al mundo hace setecientos años?
La piedad y la morigeración, restablecidas entonces, tal vez no puedan
renacer en ese mismo grado en la edad que corre hoy, porque su altura es
inaccesible acaso a los complicados esfuerzos de la humanidad presente.
Pero la Orden Tercera de San Francisco sí puede cumplir ese menester, difundiéndose hasta el sumo posible como filtración abreviada del espíritu y de
la obra del milagroso patriarca.

La regla de la Tercera Orden es abreviación de la primera regla franciscana,
y extendida a los varios sexos, estados, clases, edades, profesiones y oficios
de la comunidad social, puede restablecer en ella tal espíritu cristiano, que
debilite el neopaganismo y produzca una como sociología católica, capaz de
salvarnos.

Ante todas cosas, la Orden Tercera, puede moderar con la devoción la
distracción que padecemos, proveniente del torbellino que producen los
afanes, estrépitos, ofuscaciones, lujos, devaneos, especulaciones y codicias en que vivimos, y que nos apartan de nuestro fin principal que es la
comunicación con Dios. En lugar de esa “distracción” o diversión que nos
“alejan” habitualmente del fin verdadero, debemos cultivar la propensión
contraria, que es la piedad o “devoción”, la cual nos acerca y “consagra” al
objeto principal, no como ejercicio baladí, sino como el hábito más racional de la vida, por cuanto es la unión del alma con su centro. La devoción
es la piedad practicada pública y discretamente, sin desdeñar por eso el
trabajo asiduo ni las recreaciones moderadas. Es escuela de buen ejemplo
e higiene contra los vicios.

En segundo lugar, la Tercera Orden puede ayudarnos a cumplir una promesa tan sagrada y tan antigua como la que hicimos al Creador al comenzar
a vivir, cuando renunciamos solemnemente a Satán y a sus obras y vanidades. Esta promesa nos causa obligaciones gravísimas, que nos agobiarán al
fin, si no las cumplimos como hombres de bien y de honor.

Viene luego un artículo muy importarte de la Orden Tercera, cual es trabajar por la concordia. De aquí puede resultar nada menos que la mejor política, mediante la caridad que ahoga divisiones y bandos, que extingue odios,
que promueve reconciliaciones y que cultiva la armonía social. La Tercera
puede poner una pica en el Flandes del Cielo ayudando a la autoridad, atajando la ambición insana y ajustando sobre la doctrina de Cristo la administración de la república. Puede mitigar las prácticas escépticas y utilitarias,
que se detestaban ayer en teoría y que se exaltan hoy en la práctica; y puede
infundir sinceridad y amor patrio entre los grupos, para que no se presenten
en estado de vértigo y frenesí.

En cuanto a obras físicas de caridad y amor patrio, la regla Tercera podría,
a imitación de su maestro desvelarse por el mejor estar y salud de los hermanos leprosos, visitándolos y tratándolos, en lugar de mirarlos con horror. Por
ejemplo, cuando bajamos al río Magdalena en busca de baño y de calor, al
pasar por Tocaima podríamos dar por la carretera un paso a Agua de Dios, a
fin de saludar y socorrer a nuestros amigos, y de recrearnos a la vez con las
“bellísimas”, con los árboles florecidos y con las cascadas del acueducto,
cuyos cristales sacan verdadero su nombre.

La Orden Tercera, que es la más social y que debe ser la más extensa de
las instituciones que fundó Fray Francisco, puede ayudar eficazmente en
el negocio de los carboneros. ¿Qué negocio será ese? Una clase es la de
aquellos que creemos con fe de carbonero en la Iglesia, sin comprender en
todo su fondo la voz de sus pastores, pero sabiendo que la tribuna de éstos
tiene por detrás una ventana que se abre de día sobre el cielo azul tachonado de blancas nubes, que son las pruebas de la fe; y de noche sobre el cielo
estrellado, donde brilla la vía láctea de la tradición: estos carboneros creemos en nuestra Iglesia porque estamos seguros de que ella puede demostrar y demuestra sus enseñanzas. Los otros tienen también fe ciega en su
Iglesia, pero ésta no posee ventana abierta hacia ninguna parte, por estar en
la condición de aquella esclava de Séneca el Filósofo, que habiéndose vuelto
ciega, incurrió en la manía de explicarse sus tinieblas, no por carecer de
vista, sino por estar encerrada en una oscura cárcel: era a la vez ciega, loca
y esclava. Estas dos clases de carboneros, que porfían por dominar a los
hombres, aliada la una de Jesucristo y la otra de sus adversarios, pueden
dar campo para que la Orden Tercera intervenga como escuela de caridad
y de doctrina.

Grandes tienen que ser asimismo los influjos de San Francisco, por medio
de la orden que recordamos para resolver los problemas sociales respecto del
capital, del trabajo y de la distribución de sus frutos. La Tercera franciscana
puede escoger precisamente como norma suya acerca de este asunto, que es
uno de sus principales capítulos, el panegírico del Pobrecito predicado por
Bossuet, oración que es la suma más acabada de la doctrina cristiana sobre
esta materia. “Vive Dios –dice en compendio el orador– vive Dios, que no
quiere que los ricos olviden a los pobres al usar de sus riquezas, porque los
pobres tienen derecho a participar en los bienes de los ricos. Vive Dios, que
no quiere que los pobres empleen la violencia para reclamar ese derecho. De
lo cual se sigue que las dos espadas que dice la Escritura, esto es el Estado y
la Iglesia, tienen obligación de interponerse unidas entre los unos y los otros.
Para organizar en sistema de beneficencia, no destinada a enriquecer a los
necesitados, pero sí a educarlos y mejorarlos, a fin de ponerlos en el camino
del bienestar”. Esa es la doctrina de nuestro padre Bossuet en el panegírico
de aquel que combatió la codicia de la Edad Media; doctrina que puede
compararse con una bomba aspirante e impelente, cuya actividad sabe allegar riquezas y también distribuirlas.

Finalmente, el tercer instituto que fundó el Santo de Asís está llamado
también a enseñarnos a morir, porque la muerte es el caso principal de la
existencia; porque la muerte natural en realidad no duele por más que duela
la vida; y porque aquélla debe ser racional y ordenada. Racional, pues siendo recuerdo de toda nuestra actividad y contemplación de toda nuestra carrera, debe asociarse al pesar de todos nuestros desórdenes y a la necesidad de
descargar ese pesar en un corazón amigo, que nos auxilie para llegar al puerto. No moriremos como murió San Francisco, en el colmo de la humildad,
tendido en el suelo, con los brazos abiertos, y recibiendo un hábito viejo y un
cordel que el guardián le entregaba diciendo: “Te doy de limosna este hábito
como a un pobre, recíbelo por obediencia”. Pero sí podemos, Dios mediante,
morir invocando a Cristo y al más perfecto imitador de Cristo, y recordando
sus últimas palabras: “Libra, Señor, mi alma de esta prisión, a fin de que
confiese tu nombre para siempre”.

He dicho.

Marco Fidel Suárez (Colombia, 1855-1927)

viernes, 11 de noviembre de 2011

LA HISTORIA DE ÁLVARO GÓMEZ HURTADO Y SU MUERTE, EL CRIMEN QUE MANTUVO A COLOMBIA EN EL SUBDESARROLLO

Por David Alberto Campos Vargas

I

Preliminares y advertencias

El asesinato de Álvaro Gómez Hurtado se está esclareciendo. Pese a todos los intentos de parte de los autores (intelectuales y materiales) del crimen, de desviar las investigaciones y mantener el caso en la impunidad, poco a poco se ha ido develando la verdad.

Primeramente, informo a los lectores que la mayoría de testimonios y fuentes consultadas son de libre acceso a la opinión pública, muchos de ellos divulgados en los medios masivos de comunicación colombianos y algunos recopilados en los libros ¿Por qué lo Mataron? publicado hace poco por Enrique Gómez, Mi confesión atribuido al paramilitar Carlos Castaño, y textos y entrevistas de la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt, el ex ministro de Defensa Fernando Botero Zea, el ex Tesorero de la campaña “Samper Presidente”, Santiago Medina, así como confesiones de algunos paramilitares y narcotraficantes y artículos periodísticos varios (en los que destaca el arduo trabajo investigativo del periodista Mauricio Vargas, de Semana, y del equipo de la revista Cambio). Unos pocos son referencias de particulares, en especial los testimonios de ex alumnos del doctor Gómez. Así que, el que quiera leer, que lea. Hay mucho, pese a la maquinaria desplegada para el encubrimiento.

En segundo lugar, confío en que este trabajo sea visto en su verdadera esencia: como una investigación histórica. En este momento del país, superada ya la violencia bipartidista y conformado un nuevo orden de partidos políticos y alianzas políticas (en el que los otrora poderosos partidos han perdido mucho protagonismo), no tiene ya importancia política de peso un escrito como este. De hecho, el Movimiento de Salvación Nacional, creado y liderado por Álvaro Gómez, ya ni siquiera representa una fuerza política relevante. El Partido Conservador (al que estuvo afiliado el doctor Gómez toda su vida) sólo sobrevive gracias a la astuta unión con el uribismo orquestada por Carlos Holguín Sardi a inicios del presente siglo (de hecho, el propio Holguín fue Ministro del Interior de Álvaro Uribe Vélez, Presidente de la República entre 2002 y 2010) y no tiene ya, ideológicamente, ningún elemento alvarista (progresismo, desarrollismo, énfasis en la planeación, revolución educativa).

En tercer lugar, aclaro que las conclusiones aquí expuestas no tienen validez jurídica. Reitero: la finalidad del presente artículo no es la de perturbar a los presuntos autores intelectuales y materiales del crimen, que serán (o no serán, si la Justicia colombiana continúa infiltrada por elementos de oscuridad y corrupción) juzgados por otras instancias (podría vaticinarse que seguirán siendo encubiertos por ellas, de continuar vigente el “Régimen”), independientemente de lo que se escriba. Por ende, lo expresado aquí no es en modo alguno material probatorio ni elemento forense alguno. Los simpatizantes (si es que les quedan) de dichos políticos y burócratas pueden, para su tranquilidad, tomar esto como una obra de ficción histórica si así lo desean. De otro lado, dichos autores intelectuales del homicidio de Alvaro Gómez se acercan a su ocaso político. En cierta medida, los escándalos por corrupción y por nexos con los carteles de la droga configuraron su desprestigio, así como el desgaste de su popularidad inherente a la caducidad de las ideas a las que adhirieron en las décadas de 1980 y 1990 -neoliberalismo y aperturismo económico no planificado-, y las consecuencias, para la opinión pública, de lo que logró destaparse (y taparse, pero no esconderse a la ciudadanía, que es cada vez menos ingenua), en el proceso 8000 y otras investigaciones, a los miembros de la campaña "Samper Presidente" de 1994.

Lo importante aquí es la claridad opuesta a la impunidad, al desconocimiento y a la ignorancia. Puede incluso que en Colombia este artículo no tenga repercusión alguna (pues los medios masivos de comunicación están más pendientes de la farándula y los chismorreos que de la investigación histórica), pero sí me interesa que en el extranjero los lectores tengan una visión más precisa de los acontecimientos que, en mi opinión, significaron la pérdida de uno de los mayores estadistas que ha tenido mi país. Y espero que en Colombia, años más tarde, los historiadores y las futuras generaciones puedan leer un resumen de lo que pasó, de lo que nos perdimos como nación, y sacar sus propias conclusiones con respecto a los autores del asesinato.

Mi formación me permite opinar libremente sobre los hechos. Soy un republicano convencido, creo en el Estado de bienestar y en la democracia social y no pertenezco a las corrientes de derecha y centro-derecha que aún admiran a Gómez Hurtado (aunque en honor a la verdad, he de aclarar que él siempre fue un derechista atípico, progresista y desarrollista y no oligárquico). Tampoco pertenezco al “Nuevo Liberalismo” de hace dos décadas (movimiento político en declive, del que se avergüenzan hasta sus antiguos adherentes). Ni al Polo Democrático ni otras fuerzas afines. Así que no hay ningún beneficiado directo, en términos electorales, excepto la Verdad, esa gran amiga de la Historia. La misma Verdad que prevalece aún sobre las crónicas sesgadas de los que escriben sólo para ocultar los defectos de sus amigos o favoritos, o para atacar a sus adversarios. La misma Verdad que desnuda también el lado oscuro de la familia Gómez, pues no se atiene a parcialismos.
 

Sé que en Colombia se asesina aún, para continuar con la impunidad y el encubrimiento, a quienes se encuentran en contra del "Régimen" que siempre denunció el propio Álvaro Gómez Hurtado. De hecho, dicho "Régimen", que él se empeñaba en desenmascarar (y que lo terminó asesinando) era ese entramado de mafia, corrupción, fuerzas policiales y judiciales compradas por los carteles del narcotráfico, políticos y burócratas mañosamente aliados con la mafia, “servidores públicos” corruptos. Esa misma red de personas que no hacen política de buena fe sino buscando lucrarse a costa del pueblo, que perpetúan una larga cadena de ladrones del Tesoro Público. Y también sé que en Colombia se asesina también a quien escribe, así escriba por puro interés investigativo. Por eso denuncio de antemano que, de ocurrir algún evento o lesión que vulnere mi integridad física, ya sabrán todos que sólo pudo provenir de las mismas fuerzas oscuras que en el artículo se están señalando. Agradezco de antemano a mis colegas y lectores de "Pensamiento y Literatura" su colaboración y apoyo. Ellos están listos para denunciar y mostrar públicamente a quienes intenten agredirme, calumniarme o mancillarme por publicar este texto. Ellos mismos, conocedores de mi afición a la Historia, fueron quienes me solicitaron esta reseña (que, insisto, puede ser tomada como ficción histórica si así lo desea el lector que simpatice con los victimarios de Gómez) para esta fecha, en la que se cumplen 16 años del magnicidio.
 
II

¿Quién fue Álvaro Gómez Hurtado?

Álvaro Gómez Hurtado (1919 – 1995) era un periodista, abogado e intelectual muy involucrado en la política colombiana desde la segunda mitad del siglo XX.

Escribió, a la sazón, “Influencias del Estoicismo en el Derecho Romano”, múltiples artículos (incluidas columnas literarias y de crítica de arte, notas necrológicas y artículos de variedades) en la “Revista Colombiana” y en el periódico “El Siglo”, columnas de opinión y editoriales en el periódico “El Nuevo Siglo”, y los libros “La revolución en América”, “La calidad de vida” y “Soy libre”. Además existe una compilación de sus principales conferencias como catedrático (“Compilación de conferencias dictadas en la Universidad Sergio Arboleda”).

Como docente, muchos de sus antiguos estudiantes con los que he hablado (la mayoría abogados) señalan que era un apasionado del Derecho Constitucional y de la Sociología. También me han dicho que, a diferencia de su padre (el ex Presidente Laureano Gómez Castro) no era violento ni vehemente al exponer o defender sus ideas, tenía un estilo sobrio y elegante, y estaba muy interesado en temas de cultura ciudadana.

Como mecenas, según me han relatado varios de sus ex alumnos y colegas, fue un hombre espléndido, colaborando de hecho en la fundación, construcción y consolidación de la Universidad Sergio Arboleda, apoyando a estudiantes de escasos recursos y realizando obras sociales de toda índole.

Realizó también trabajos como caricaturista y dibujante. Tuve la oportunidad de conocer buena parte de sus pinturas de caballos, que fueron expuestas en la Universidad Sergio Arboleda a propósito de los 15 años de su (aún impune) homicidio. Opino que, aunque no son de mi entero gusto, tampoco les falta calidad ni valor; llama la atención, en todos ellos, el vigor de su trazo y la fuerza de su contenido. Eso fue él, en últimas: un “caballo” simbólico, leal pero altivo, brioso hasta en su ancianidad, noble y apasionado, fuerte (moralmente, fortísimo: intachable, inamovible).

Como periodista, además de colaborar en los periódicos de su padre y su hermano Enrique, escribió en varias revistas, semanarios y diarios del país. Varios de los mejores periodistas de la actualidad han señalado su importancia en este ámbito, así como sus ocurrencias y apuntes, llenos de humor, sobre dicho oficio (recuerdo, en el momento, una de ellas: “Las encuestas son como las morcillas, muy sabrosas hasta que uno sabe cómo las hacen”). También fundó la revista “Síntesis Económica” y un noticiero de TV que sería, por muchos años, el más importante del país: “Noticiero 24 Horas”.

Fue también una figura descollante de la política colombiana, durante más de cuatro décadas. Sus posturas, a veces críticas y a veces conciliadoras, siempre fueron producto de la reflexión y la elaboración intelectual. Gómez encarnaba, de hecho, el arquetipo del “hombre sabio”, del humanista, del erudito que está pendiente de todo. Las urnas no le fueron muy favorables (pues tenía un estilo –estudioso y analítico- no muy del gusto de sus contemporáneos, bastante amigos de la politiquería vociferante, de la retórica y las actitudes casi fanáticas), pero incluso los que no votaban por él estaban de acuerdo en reconocer su calidad moral y su elevada inteligencia. Él mismo, como intelectual, no le tuvo miedo a la evolución política, pasando del conservatismo al suprapartidismo sin problemas, y finalizando, mártir, en una oposición franca al samperismo, al pastranismo y al manzanillismo de mediados de 1990.

III

El pensamiento político de Gómez Hurtado

Inició su carrera política desde muy joven, a la sombra de su padre. Fue concejal de Bogotá, Embajador en Suiza, Italia, Estados Unidos y Francia, Representante a la Cámara, Senador de la República, Embajador ante la Organización de Naciones Unidas y Ministro Plenipotenciario. Es interesante que un hombre que gozó en vida de pertenecer a la clase oligárquica colombiana y que hizo parte la burocracia, luchara tan ardorosamente por reducir el tamaño del aparato burocrático del país (cuya ineficiencia y lentitud paquidérmica, además de lo sesgado y corrupto de su constitución –pues los nombramientos se siguen haciendo más por simpatías políticas que por méritos propios- han demostrado, como siempre señaló Gómez, ser perjudiciales).

No tengo muy claro si el liderazgo de Gómez fue innato o producto de su sistema familiar. Es posible que ambas fuerzas (tanto la social como la temperamental) forjaran su derrotero. Lo cierto es que, por lo que he leído y escuchado, se desempeñó impecablemente. Nunca se vio involucrado en escándalos de corrupción y se desempeñaba en política decorosamente. Ocupó prácticamente todos los cargos de gobierno, excepto el de la Presidencia de la República (a la que fue candidato en 1974, 1986 y 1990), aunque sí fue Designado a la Presidencia dadas sus reconocidas dotes de estadista.

En una época en la que todavía hacían carrera los discursos en plaza pública, llenos de vehemencia e histrionismo, Álvaro Gómez se caracterizó por su sobriedad y el énfasis ideológico de sus discursos. Los elementos más destacados, en lo que he podido leer, escuchar y observar (hay bastantes videos de sus discursos, aunque no son sino una pequeña muestra, por desgracia…ojalá se pueda ofrecer al público, algún día, el corpus completo de sus intervenciones oratorias, al menos las de las décadas de 1980 y 1990, pues sospecho que de sus arengas de décadas anteriores la mayor parte se ha perdido), y que configuran el pensamiento alvarista, pueden resumirse así: a) reducción del tamaño del Estado y agilización del aparato burocrático, b) planeación (pensando en obras públicas de calidad y duraderas, y centradas en las necesidades fundamentales de los ciudadanos), c) depuración y claridad en el manejo de asuntos de gobierno, d) énfasis en la necesidad de honradez y probidad en los líderes políticos, e) preocupación social centrada en el campesinado, f) “desarrollismo” económico y educativo, g) conservadurismo inicial, pensamiento socialdemócrata a finales de los años 80 y franco eclecticismo a partir de 1990, hasta llegar a un ardoroso y gallardo no-convencionalismo (que lo sitúa como verdadero outsider político) y a una franca oposición al narco-gobierno de Samper Pizano (que encarnaba lo que Gómez denominaba “el Régimen”, h) nacionalismo moderado (en el que referencias a “la raza” para referirse a “la colombianidad” son casi anacrónicas, a diferencia de otros conceptos suyos, bastante futuristas), i)énfasis en la educación, en particular en la educación a distancia y en la necesidad de programas educativos para el campesinado, j) conciliación y cordialidad en las relaciones internacionales, k) creencia en la capacidad de los gobiernos y los gobernantes para proveer calidad de vida a los ciudadanos (excesivamente optimista, tal vez, en un país en el que las clases dominantes y los emporios económicos sólo permiten medidas “focalizadas” y reducidas, y que nunca le han apostado a la verdadera inclusión social de las capas menos favorecidas).

Es de anotar, además, una cualidad de visionario en su concepción de Colombia, América Latina y el mundo. Creía posible tener al país dentro del Primer Mundo. Y, por lo expresado en sus artículos de opinión y editoriales, tenía idea de cómo hacerlo: educación, desarrollo humano, organización, planificación. En uno de sus discursos, haciendo gala de espíritu conciliador de fuerzas de izquierda y derecha, proclamó: “Mi revolución es el Desarrollo”.

Tal vez en el único aspecto en el que coincidieron plenamente con su copartidario (y en varias ocasiones adversario) Misael Pastrana Borrero fue en la preocupación de ambos por temas de medio ambiente y naturaleza: Gómez hablaba ya de Ecología y Desarrollo Sostenible mucho antes (décadas antes) que Al Gore y otros políticos pusieran dicho tópico en sus agendas.

En cuanto a su ideario económico, prevalecen conceptos desarrollistas, ecos de progresismo ilustrado y una mescolanza de aperturismo económico, proteccionismo moderado y búsqueda de acercamiento a las grandes potencias mundiales. Es decir, Gómez Hurtado tenía el afán de hacer de Colombia un país “desarrollado”. Quería que dejáramos de ser “Tercer Mundo” o “país en vía de desarrollo” (eufemismo muy usado por los políticos de Latinoamérica, que buscan así disimular el grave subdesarrollo aparejado a la corrupción, la inequidad, la pobre inversión en cultura y educación, y el abandono negligente en que ellos mismos han tenido sumergidos a sus pueblos).

Dos conceptos sobresalen en el corpus de su pensamiento político: “lo Fundamental” y “el Régimen”. Gómez pretendía, de hecho, realizar un “acuerdo sobre lo fundamental” con la ciudadanía, en caso de llegar a la Presidencia. Como nunca le permitieron ser Presidente, no pudo probarse si el asunto se quedaba en buenas intenciones o si, por el contrario, configuraba la revolución social pacífica y sostenida, integrada a la institucionalidad, con la que soñaba el estadista. Por “fundamento” entendía Gómez todo lo que, lejos de ser arandelas o asuntos secundarios, atañía claramente al ciudadano de a pie, lo que estaba en “la base” que permitiría el desarrollo ulterior de la nación, las necesidades básicas: canasta familiar completa (no olvidemos que Colombia vivió en aquellos días una inflación nada despreciable, que encareció los productos básicos, y que la migración exagerada del campo a la ciudad aceleró más aún la subida de los alimentos), buena calidad en salud y educación, seguridad (no entendida como Estado gendarme ni represivo, como se llegó durante la era Uribe, sino como clima político estable y entendimiento y coexistencia pacíficos entre los distintos actores políticos). Lo fundamental permitiría, para Gómez, consolidar el trampolín hacia la investigación científica, la industrialización, el progreso económico (tanto a nivel macro como a nivel micro) y el salto al Primer Mundo (el “Desarrollo”, término también extensamente utilizado en sus discursos). Y “el Régimen”, la mescolanza de corrupción y podredumbre social que ha sido uno de los tradicionales azotes de Colombia desde finales de la década de 1970: actores violentos, traficantes de drogas ilícitas y armas, políticos deshonestos, jueces y policías sobornados y al servicio del hampa. Cuando Gómez hablaba de “tumbar al Régimen” no pretendía un golpe de Estado, como muchos llegaron a pensar (cuando Pensamiento y Literatura dedicó en 2008 un espacio para rememorar los principales magnicidios de la Historia reciente de Colombia, aún estaba en boga dicha hipótesis), sino una renovación “desde adentro”, una limpieza profunda de las instituciones, una salida de la maraña de entuertos y tapujos que todavía hoy nos tiene en el subdesarrollo. Él no perteneció nunca al grupo de los llamados “conspiretas” que deseaban un golpe de Estado (y había militares muy dispuestos a hacerlo, o por lo menos a permitirlo…militares que incluso, al poco tiempo, se meterían abiertamente en política, como el caso del general Harold Bedoya, candidato a la Presidencia en 1998). Que el alto gobierno de Samper y los miembros del cartel de Cali y de otros carteles del Norte del Valle creyeran que Gómez tenía la intención de protagonizar un golpe fue una cosa bien funesta, pues terminó significando (acostumbrados, como están, a actuar antes de pensar, a “disparar y después preguntar”) que tenían que inmolarlo. Y, obviamente, lo hicieron.

Y con su muerte sentenciaron que Colombia continuara siendo (como lo es, por desgracia) un país tercermundista, dominado por “el Régimen” que tanto disgustaba a Gómez, con instituciones corrompidas y paquidérmicas, atrasado económica y socialmente, envuelto en una espiral de violencia, a merced de grupos criminales de todo tipo, y manejado –mal- por los mismos millonarios, latifundistas y oligarcas que han denunciado nuestros intelectuales toda la vida (e incluso algunos connotados líderes políticos, como Luis Carlos Galán y Jorge Eliécer Gaitán).

IV

¿Qué quería Alvaro Gómez del gobierno de Ernesto Samper?

Es interesante señalar que las relaciones entre estos dos políticos eran cordiales. He visto fotos en las que Samper mira y escucha con curiosidad y algo de admiración a Gómez, como un alumno que está atento en clase. Samper debía tenerle además algún afecto, dado que ofreció a algunos políticos cercanos al Movimiento de Salvación Nacional (encabezado por Gómez cuando fue candidato a la Presidencia en 1990) puestos dentro de su gobierno (algunos analistas me han sugerido que hizo esto no por afecto, sino por maquiavelismo puro: el “divide y reinarás” aplicado con eficacia, para fracturar al Partido Conservador y a la oposición). También considero que tuvo una deferencia con Gómez al darle la embajada de Colombia en París (pero, de nuevo, he de anotar que inclusive personas cercanas al ex presidente Samper me han insinuado que lo hizo tácticamente, para tenerlo alejado y, en cierto sentido, controlado).

También es de advertir que a Samper pudo haberle interesado ganarse las simpatías de Gómez, dado que Gómez no había apoyado abiertamente a su rival en la campaña de 1994, Andrés Pastrana Arango. De hecho, Gómez siempre estuvo envuelto en una telaraña de antipatías y animadversiones entre estos dos bloques del Conservatismo (Gómez vs Ospina/Pastrana) que se remontaba hasta los años cuarenta del siglo XX, pues era (y no podía negarlo, como hubiesen querido algunos de sus simpatizantes, que así me lo han confesado) hijo de Laureano Gómez Castro.
A propósito de la actitud de Alvaro Gómez en la primera campaña presidencial de Pastrana Arango (“Andrés Presidente”) la cosa fue así: a finales de 1993, un grupo de líderes del Partido Conservador (entre los que estaban Alvaro Gómez Hurtado y su amigo fiel, el también profesor universitario Gabriel Melo Guevara), al que bautizaron “Los Quíntuples”, intentó impedir la campaña de Pastrana Arango como candidato único del partido. Al final (ya en 1994 y a poco de celebrarse las votaciones) “Los Quíntuples” cerraron filas, esperanzados en una victoria del Conservatismo, a favor de Andrés Pastrana, pero ya el daño estaba hecho. Y, para rematar, varios cientos de millones, provenientes del narcotráfico, entraron a la campaña “Samper Presidente”. La derrota de Pastrana en 1994 (aunque consiguió llegar a una reñida segunda vuelta) fue inevitable.

Y ese interés de Samper por Gómez pudo haber aumentado en la medida en que se iban destapando los nexos de la campaña “Samper Presidente”, los Pastrana asumían una actitud querulante (Misael insistía en la inhabilidad moral de Samper para ejercer su cargo; Andrés arremetía contra el Presidente electo y fustigaba con una expresión que se hizo típica suya: “¡Que renuncie!”; Juan Carlos, que manejaba los hilos del periódico “La Prensa”, hacía fuertes críticas al narco-gobierno samperista) y se iban sucediendo los escándalos: si alguien de la relevancia política de Gómez lograba mantenerse quieto (aunque fuera eso: neutral), Samper y su gobierno podrían maniobrar más fácilmente, sin tanta presión.

Pero no fue así. Los documentos encontrados a Guillermo Palomari, las confesiones de Santiago Medina (ex tesorero de la campaña “Samper Presidente”), las investigaciones a Eduardo Mestre, Alberto Santofimio (también involucrado en la autoría intelectual de otro magnicidio que nos sentenció a lo que se vino después, el de Luis Carlos Galán, en 1989, cuando era candidato a la Presidencia), David Turbay y otros políticos samperistas ligados con las mafias (incluidos 9 congresistas), el descontento popular y las protestas (había huelgas y paros por doquier) hacían crecer, vertiginosamente, la crisis de gobierno. En 1995 la cosa se había puesto tan difícil para el gobierno de Samper que buena parte de la sociedad civil empezó a marchar y exigir su renuncia. Y Gómez, neutral al principio, fue pasándose a la oposición.

Los escándalos, que crecían como una bola de nieve desde el mismo día en que se dieron a conocer las grabaciones que evidenciaban cómo habían ingresado cuantiosas sumas de dinero de la mafia a las arcas de “Samper Presidente” (los famosos “narco-casettes”), hacían la situación cada vez más insostenible para el ya frágil gobierno. Varios embajadores renunciaron a sus cargos y, como siempre pasa cuando un dirigente está cayendo en desgracia, todos los que alguna vez habían tenido amistad con Ernesto Samper le fueron dando la espalda. Gómez no esperó a renunciar de último: dejó su embajada en Francia y volvió a Colombia, retomando sus actividades periodísticas y docentes. Andrés Pastrana siguió con sus denuncias aunque, para desgracia del país, buena parte de la población colombiana descalificó de antemano las pruebas que aportaba. A algunos les molestaba el tono histérico con que reclamaba lo que consideraba “su botín robado” (más dramático aún que el de Al Gore, también víctima del fraude electoral, en las presidenciales de Estados Unidos en 2000); a otros les parecía un niño rico que además era un mal perdedor; unos pocos le aconsejaban aceptar su derrota y postularse nuevamente en 1998 (cosa que efectivamente hizo, logrando la Presidencia).

En ese mare magnum de opositores, descontentos, potenciales conspiradores y confundidos fue emergiendo la figura de Gómez Hurtado. Nadie como él para unificar las distintas voces que pedían a gritos el final del narco-gobierno de Samper. Ninguno como él para ejercer un liderazgo prudente y pensante de la Oposición (pues algunos, como Ingrid Betancourt, eran demasiado apasionados y hasta imprudentes en sus declaraciones; otros, como Antanas Mockus Sivickas, preferían las elucubraciones teóricas a las soluciones pragmáticas; y el resto se enfilaba hacia la postura machacona e irreconciliable del candidato derrotado, Andrés Pastrana Arango). Como años después ha declarado Fernando Botero Zea, a la sazón Ministro del Presidente Samper, el gobierno buscó por todos los medios acercarse a Gómez: llamadas (que no se contestaron y no se devolvieron), múltiples emisarios (varios de ellos verdaderos criminales, otros, “ladrones de cuello blanco” dispuestos a sobornarlo) y convocatorias a reuniones a las que el anciano estadista, entendiendo la situación y aferrándose a sus principios, no asistió.

Llegamos así a octubre de 1995. A los reclamos de la sociedad civil se sumaba un ambiente enrarecido en la cúpula militar del país. La idea de un golpe, puede suponerse, podría estarse fraguando. Los sindicatos, los grupos de presión y varios gremios se sumaban a la Oposición. Por supuesto, seguía la perorata de Andrés Pastrana (es de aplaudir el esfuerzo físico de su padre, Misael Pastrana Borrero, quien pese a su delicado estado de salud –tenía ya el cáncer de laringe que lo llevaría a la tumba en 1997- se le apuntó a una brava tarea de movilización social en contra de Samper) y su deseo de revancha tomaba un cariz de reivindicación. Gómez instaba a Samper, desde su trinchera periodística, a abandonar el poder de manera “decorosa”, como otros presidentes que, a lo largo de la historia de Colombia, habían preferido dejar su cargo ante el descontento popular o la dificultad para gobernar, para evitar derramamientos de sangre o remezones mayores: Simón Bolívar (aunque al principio, de manera neurótica, buscó afirmarse en una dictadura), Rafael Reyes, Alfonso López Pumarejo, etcétera.

Samper sabía que renunciar era volverse vulnerable jurídicamente, y que estaba bien “untado” (sus nexos con los carteles de la droga eran fehacientes). Sabía que, siendo Presidente, podría sobornar, amenazar, coaccionar, comprar y mover sus fichas de manera grandiosa, como en efecto lo hizo (el Congreso terminó absolviéndolo…la Historia, no). Así que no se movió. Además, como han señalado periodistas y politólogos, Samper esperaba hacer tiempo y dejar que se “enfriaran” las cosas; con su agudo instinto político, esperaba sortear la crisis de gobernabilidad distrayendo la opinión pública (y en eso de dar “pan y circo” son expertos los políticos latinoamericanos), echando a otros la culpa de la narco-financiación de su campaña presidencial (su ex ministro Botero Zea ha señalado que Samper es experto “echando a los lobos” a sus antiguos camaradas, traicionándolos y ensuciándolos, con tal de salir él ileso, como ha logrado hasta ahora), tildando a opositores de “conspiretas”, moviéndose de manera acrobática para ganar tiempo. Al terminar octubre empezó a salpicar a todos sus antiguos colaboradores (exceptuando a Horacio Serpa, su fiel Ministro del Interior) aduciendo que todo fue “a sus espaldas”. Estaba francamente asustado.

Según han dicho varios de sus allegados, a Samper le fue dando una especie de “Síndrome de Tiberio”: al igual que el emperador romano, empezó a desconfiar hasta de su propia sombra, a sospechar que detrás de cualquier adulador había un potencial asesino (o golpista…en América Latina, viene a ser casi siempre lo mismo). Contrariado por la imposibilidad de volver a traer a Gómez (y su caudal de seguidores y lectores) a su lado, angustiado por los editoriales punzantes, la postura crítica y abiertamente desafiante de Gómez en El nuevo Siglo, buscó (y no está muy claro si tuvo él la idea, o Serpa, pero el caso es que la orden vino de él) deshacerse de Gómez.

Otro factor que configuró también el homicidio de Gómez, en medio de la paranoia del “Régimen”, fue la creencia de que, en caso de que el gobierno de Samper cayera y se realizara un golpe de Estado que decantaría en una Presidencia interina de Gómez, el anciano (y moralmente íntegro) líder le daría luz verde a la extradición de muchos narcotraficantes a los Estados Unidos. Sustentaban dicha hipótesis, además de la animadversión que siempre sintió Álvaro Gómez hacia las drogas ilícitas y sus carteles, su antecedente de haber sido embajador de Colombia ante Estados Unidos, y el hecho de que, ya sin Samper en el poder, las mafias quedarían sin protección política. Como señala Enrique Gómez Hurtado, que un grupo de mafiosos (muy bien tratados por el gobierno samperista, que les debía el triunfo electoral) aterrorizados ante la idea de una potencial extradición en masa (pues algunos simpatizantes y algunos miembros el gobierno de Samper, aparte de dádivas y favores de índole jurídica, como espectaculares –y descaradas- rebajas de penas, los protegían de manera encubierta) tergiversaran y malinterpretaran las palabras de Alvaro Gómez Hurtado (en ese momento, el líder político más sobresaliente de la Oposición, y, por ende, el más “amenazante”) significó, a la postre, su sacrificio. Pocas veces se ha pagado tan caro la ambigüedad en la expresión lingüística: por “tumbar al Régimen”, sus asesinos entendieron “tumbar al gobierno de Samper”, y actuaron implacablemente, ametrallándolo, el 2 de noviembre de 1995.

V

Los Gómez y los Pastrana dentro del Conservatismo

Entendiendo la dinámica de las relaciones entre estos dos sistemas familiares se logra comprender buena parte de los acontecimientos que definieron la política colombiana de la segunda mitad del siglo XX.

A propósito de la animadversión histórica entre estas dos familias “dominantes” dentro del Partido Conservador Colombiano (los Gómez y los Pastrana), lo que he leído me permite concluir que nace de desencuentros (tanto íntimos como políticos) entre Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez Castro: ambos derechistas, católicos y proteccionistas ideológicamente; Ospina un poco más inclinado hacia las aristocracias urbanas y Gómez hacia el campesinado raso; Ospina, más discreto y elegante en sus intervenciones, Gómez, en ocasiones un completo verborreico.

Cuando Ospina fue Presidente de la República (1946-1950), Gómez fungió de lugarteniente y sucesor, ocupando la cartera de Relaciones Exteriores y organizando la reunión que terminaría siendo el primordio de la Organización de Estados Americanos (un pedacito del gran ideario de Simón Bolívar, al fin hecho realidad). Pero Gómez –o, al menos, así lo sintió Ospina- no salió abiertamente en su defensa cuando tuvo que sortear una gran crisis de gobierno desatada por el asesinato (orquestado por las mismas clases oligárquicas y terratenientes, y, al parecer, con el apoyo de la misma CIA y de otras fuerzas subrepticias) del líder popular y malogrado candidato a la Presidencia Jorge Eliécer Gaitán. Algunos han sostenido que algunas fuerzas ultraizquierdistas (y no deja de ser inquietante, aunque muy seguramente circunstancial, la participación del mismísimo Fidel Castro en los desórdenes y la violencia que constituyeron, en 1948, “El Bogotazo”), deseosas de ambientar una situación favorable a una revolución, pudieron también estar detrás del homicidio del caudillo liberal: cabe pensarlo como hipótesis histórica, pero no le encuentro asidero. Debían estar muy mal informados, pues –como se demostró- Colombia, lejos de tomar el camino de la revolución socialista, y lejos aún de darle un golpe de Estado a Ospina Pérez, terminó configurándose como el país de derechas (por valores, por idiosincrasia y por cultura) que es ahora.

Asesinado Gaitán (9 de abril de 1948) los estratos populares del Partido Liberal quedaron huérfanos (los miembros de la burguesía liberal y las clases altas del Partido tenían más simpatía hacia el doctor Gabriel Turbay, un hombre más moderado, menos recalcitrante que el doctor Gaitán) y la ira del pueblo se hizo sentir. Claro que hubo elementos desestabilizadores y terroristas, y criminales puros –sin ninguna orientación política- que hicieron de las suyas en “El Bogotazo”: muchas tiendas y centros comerciales fueron flagrantemente saqueados e incendiados, muchos ciudadanos sufrieron daños de todo tipo por la turba enfurecida, y en medio de los desmanes, hasta algunos grupos económicos aprovecharon la ocasión para “eliminar a la competencia”, como fue el caso de los dueños de buses y busetas de Bogotá, que destrozaron el clásico Tranvía de la capital colombiana. En medio de la asonada, miembros del ala más combativa y fanática del Liberalismo empezaron a azuzar al populacho contra las dos instituciones “enemigas”: la Iglesia Católica y el gobierno (confesional, por cierto) de Ospina. El resultado: lesiones y persecución (a veces, asesinato) de sacerdotes, monjas y religiosos, en todo el país (la ola de violencia desatada por “El Bogotazo” no tardó en trascender las fronteras de Bogotá y hacerse sentir en todos los municipios de Colombia, especialmente en la Región Andina y los Llanos Orientales). Y un presidente Ospina casi solo, muerto de miedo pero intentando conservar el aplomo, viendo cómo el país se le salía de las manos. En esos momentos de crisis, la actitud de Gómez fue interpretada como ambivalente por los simpatizantes del ospinismo.

La respuesta de los ospinistas no se hizo esperar. Al final de su gobierno, que tambaleó por “la Violencia” bipartidista, Mariano Ospina se distanció de Laureano Gómez. Es bien conocida la animadversión que sintió siempre Bertha, la esposa de Ospina, por los Gómez, animadversión que heredaron los “pupilos” políticos de ambos bandos.

Hacia 1950, el Tánatos era lo que realmente gobernaba a Colombia. Eran días aciagos: tanto en las ciudades como en los campos, se sucedían homicidios y vejaciones entre los católicos-conservadores y los liberales. La llamada “Violencia” fue en realidad una guerra civil (de nuevo, el eufemismo de los políticos le puso otro nombre, pero no logra, a la luz de la Historia, disimular sus horrores) absurda, sin norte alguno (es lastimoso que mientras en los clubes elegantes los líderes de los Partidos Liberal y Conservador se saludaban y compartían licores finos y comidas suntuosas, en el resto del país los “conservadores” y “liberales”, sumidos en la ignorancia e inyectados con odio por parte de esos mismos líderes, se asesinaban entre ellos), agresión despiadada y fanatismo político-religioso. Se cometieron atrocidades sin fin, crímenes de lesa humanidad, asesinato inmisericorde de niños y familias enteras, infanticidio e incluso parricidio (si padre e hijo discrepaban en su filiación política). Y Ospina, casi en solitario, hizo lo que pudo, pero no le perdonó a Gómez que a costa de su desprestigio y pobre gobernabilidad hiciera su propia campaña presidencial (aprovechando la ocasión para presentarse como una especie de redentor de la República).
Laureano Gómez, efectivamente, llegó a la Presidencia en 1950. Me parece triste que su hijo, Alvaro, cargó siempre (injustamente, además) con sus culpas (uso abusivo de la autoridad, persecución a liberales y disidentes, discurso belicoso e intolerante, dogmatismo ideológico) y con sus enemistades: el desdén que sentían hacia él muchos copartidarios simpatizantes del ospinismo, fue el mismo que heredaron los simpatizantes del pastranismo.

¿Cómo el pastranismo tomó las banderas del ospinismo (y, de paso, heredó la animadversión hacia la familia Gómez, animadversión que siempre le restó votos a Alvaro Gómez Hurtado dentro de su mismo Partido)? La clave está en entender la afectuosa relación que se forjó entre Mariano Ospina Pérez y Misael Pastrana Borrero. Este último se formó políticamente y encontró apadrinamiento en el veterano ex presidente. Se tenían mucho afecto. Los buenos modales de Ospina encontraron –al fin- un receptor carismático y siempre sonriente. Aún más, doña Bertha Hernández de Ospina, ex primera dama y congresista, se encargó de “presentar en sociedad” a Misael, y de enseñarle las sutilezas del manejo del poder. Misael Pastrana, agradecido, fue siempre fiel al ospinismo. Y esto implicó, en algún grado, hacerle oposición al laureanismo y, obviamente, al alvarismo.

De todas maneras, cabe aclarar que Bertha Hernández dejó de lado sus desavenencias con los Gómez en 1974 (ya había participado en el golpe de Estado a Laureano Gómez en 1953, golpe que terminó con la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla), y apoyó decididamente la campaña presidencial de Alvaro Gómez Hurtado (como también lo hizo durante su precandidatura en 1982, pues no era muy afín con Belisario Betancur Cuartas).

Misael Pastrana siempre fue ambivalente con respecto a Alvaro Gómez: nunca lo apoyó abiertamente, y movió los hilos sutilmente para restarle poder a su movimiento dentro del Partido Conservador. Se les vio juntos en la campaña presidencial de 1982, a favor de Betancur (que terminaría ganando la Presidencia ante un Partido Liberal dividido), pero no fue decidido su acompañamiento al alvarismo en la campaña de 1986. Es más: en 1990, cuando Gómez lo intentó por última vez, a la cabeza de un movimiento suprapartidista (al que llamó Movimiento de Salvación Nacional, nombre algo mesiánico en apariencia, pero en realidad profético, porque de hecho, era la única alternativa al fracaso de Colombia en la década de los 90’s…fracaso al que se vio, en efecto, abocada, pues la mayoría prefirió elegir a César Gaviria Trujillo…cuya elección sentaría las bases para la victoria de Ernesto Samper Pizano más adelante…cuyos escándalos configurarían, a su vez, la llegada al poder de Andrés Pastrana Arango, determinándose así la peor tripleta de Presidentes en la Historia de Colombia), Misael Pastrana tuvo la cachaza de lanzarse también a la Presidencia, con el único objetivo de restarle votos (no le quitó muchos, pues su gobierno 1970-1974 fue, en términos generales, regular –aunque pasó por bueno al ser comparado con el nefasto gobierno de su hijo, Andrés, dos décadas después-). Y maniobró para que el Conservatismo tuviera otro candidato “oficial”, Rodrigo Lloreda.

El colofón de dicha relación ambivalente fueron las palabras de Misael a propósito del magnicidio de Gómez Hurtado: casi sonriendo, el ex presidente no gastó tantas palabras en elogiar al acribillado líder, sino en señalar la gran frustración de su vida (el no haber sido nunca Presidente, pese a haberse “preparado” para ello). Al respecto, cabe señalar que fueron mucho más generosas y amables las palabras del hijo de Misael, Andrés Pastrana, que con entereza habló bien del veterano que intentó frenar su candidatura en 1994. No me parece exagerado decir que, con dicha intervención, Pastrana se “reencauchó” e inició una serie de movimientos oportunos para rearmar su imagen y lograr su elección en 1998 (cuando ya los dos “pesos pesados” de la oposición a Samper, Alvaro Gómez y su padre Misael, estaban muertos).

VI

¿Por qué Alvaro Gómez nunca alcanzó la Presidencia?

La respuesta a este interrogante varía con cada una de sus candidaturas: fueron diferentes los motivos que entorpecieron sus aspiraciones presidenciales, aunque algunos (en especial, la resistencia a elegir “al hijo de Laureano” de buena parte de la ciudadanía) fueron una constante en 1974, 1986 y 1990.

Los motivos de su derrota en 1974 fueron claros: había una imagen muy desfavorable de su padre, Laureano Gómez Castro (iracundo y demoledor senador y presidente de la República, moralista recalcitrante y peligroso agitador de masas en una época en la que los antagonismos políticos desangraban a Colombia), y muchos colombianos creían (erróneamente) que Alvaro Gómez había intervenido en la eufemísticamente llamada “Violencia” (que, insisto, fue realmente una guerra civil soterrada, en la que la ignorancia y la barbarie se dieron la mano y en la que se llegó a “justificar” el asesinato por las meras antipatías políticas). Además, su rival (el liberal Alfonso López Michelsen, a la postre vencedor) contaba con una maquinaria muy bien aceitada, era un buen orador, un hombre carismático (se le podría catalogar como Liberal-Socialista, muy al estilo de su padre, Alfonso López Pumarejo), experto en relaciones públicas (y sablazos e intrigas de todo tipo), curtido en política, dotado de ingenio y agudos instintos. Para rematar, algo había de culpa en el inconsciente colectivo de los colombianos, a propósito de la renuncia de López Pumarejo a la Presidencia, hacía cuatro décadas (pues, como genio incomprendido que era, se afligía mucho por la enorme distancia que había entre sus deseos reformistas y la lentitud en la concreción de los mismos): votar por el hijo fue, en cierto sentido, honrar al padre. Situación muy distinta a la de Gómez Hurtado: no votar por el hijo fue, simbólicamente, “vengarse” del padre.

No obstante, Alvaro Gómez prosiguió su carrera de manera impecable. Sabía que, tarde o temprano, volvería a estar en la lid. En 1978 el claro poderío del Partido Liberal (que terminó coronando al favorito de López Michelsen, Julio César Turbay Ayala) mantuvo a raya su deseo, pero en 1982 (cuando sucedió el cisma en el Liberalismo: un joven y aguerrido Luis Carlos Galán Sarmiento tomaba las banderas del brillante Carlos Lleras Restrepo y se oponía a la reelección de Alfonso López Michelsen) vio clara su oportunidad. Para desgracia suya, y del país, el estilo gustador y camaleónico de Belisario Betancur Cuartas (mediocre escritor pero buen orador, un personaje que daba discursos demócrata-cristianos cuando sus oyentes eran conservadores, social-demócratas cuando sus oyentes eran liberales y marxista-leninistas cuando se trataba de un público de izquierdas) opacó su discurso más sobrio y argumentativo. En las primarias, Betancur convenció más. Gómez tuvo la nobleza de aceptar su derrota y sumar sus esfuerzos a la campaña de Betancur. El resultado: victoria de los conservadores después de 12 años de ostracismo.

Con su Partido en el gobierno, Gómez Hurtado pudo concretar algunas de sus ideas, en especial las relacionadas con la educación a distancia y otras medidas encaminadas a mejorar la calidad de vida del campesinado colombiano. No tardó en convertirse en el brazo derecho de Belisario Betancur: a ambos los unía la pasión por la literatura y cierto tinte socialista (pese a ser conservadores, es decir, de centro-derecha); los dos líderes congeniaron y, sin celos ni mezquindades, se dieron el uno al otro lo que mejor pudieron. Gómez fue Designado a la Presidencia y pudo poner en marcha, al final del mandato de Betancur, algo de “desarrollismo” en los Planes Nacionales.

Dos fatídicos hechos empañaron la Presidencia de Belisario Betancur Cuartas (1982-1986): la toma del Palacio de Justicia por parte de un grupo guerrillero asociado con el narcotráfico (buena parte de los expedientes de los grandes capos y sus secuaces fueron incinerados por los subversivos: una traba más para su potencial extradición) y la erupción del volcán nevado del Ruiz (que produjo, a su vez, una gran avalancha, que arrasó un municipio entero –Armero- y causó daños de todo tipo en la región).

En ambas situaciones, Betancur quedó a la luz pública como un mandatario débil, irresoluto, casi pusilánime. Ante la toma del Palacio por parte del grupo terrorista M-19 (que había iniciado, a diferencia de otras guerrillas colombianas, con un sustrato urbano, de militantes que en su mayoría eran estudiantes universitarios y personas de nivel económico medio-alto, y que se había vuelto ya una guerrilla como las otras, inaugurando de hecho la triste, censurable e inhumana práctica del secuestro, que pronto imitaron otros grupos subversivos), el Presidente prácticamente “dejó hacer” a las fuerzas militares. Estas, sin una estrategia clara, sin considerar el alto número de civiles (entre ellos los magistrados que murieron en la retoma del Palacio, abogados, funcionarios y personal administrativo), sin atenerse a un uso táctico de la fuerza y usando hasta tanques de guerra, volvieron peor el problema. La retoma fue más sangrienta que la toma. Se usaron hasta tanques de guerra y hay testimonios que indican que algunos de los magistrados muertos perecieron bajo el bombardeo del propio Ejército colombiano. También hubo desaparecidos (gente que, al parecer, fue también torturada) por órdenes de los oficiales encargados de la retoma del Palacio. Y Betancur, mostrando inexperiencia en este tipo de situaciones, se limitó a observar. Algunos han “excusado” a Betancur insinuando que hubo un “mini-golpe” de Estado de facto, observando que las Fuerzas Militares no le permitieron negociar con el M-19 y lo obligaron a permanecer sentado y a la expectativa. De hecho, casi tres décadas después, varios oficiales relacionados con la retoma y con la desaparición de varios sobrevivientes están en prisión y Betancur, en concordancia con lo anteriormente expuesto, ha sido absuelto.

Alvaro Gómez, como lugarteniente de Betancur, se vio afectado por los reveses del llamado “noviembre negro” de 1985. Los 109 muertos en la toma y retoma del Palacio de Justicia (entre ellos, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía) y los 25.000 muertos en el desastre natural de Armero calaron en la opinión pública. De nuevo, por culpas ajenas, se menoscabó su imagen. Empero, Gómez confió en que el poder de sus ideas bastaría para darle la victoria en 1986. Se enfrentó con Virgilio Barco Vargas, miembro de la oligarquía colombiana y a la sazón un liberal veterano (ya con signos tempranos de demencia) con uncurriculum vitae atípico (más propio de un gerente de una multinacional que de un Presidente de la República). Y, nuevamente, perdió. Barco, conciente de su inferioridad intelectual, rehuyó los debates y esquivó la confrontación directa de ideas con Gómez; el Liberalismo lo apoyó firmemente; los grupos empresariales y la prensa hicieron otro tanto. Así, en 1986, Colombia dejó escapar la oportunidad de ser dirigida por un estadista de altura intelectual semejante a la de Carlos Lleras Restrepo (el último Presidente realmente bueno que había tenido).

A inicios de 1988 era poco probable que Gómez lo intentara otra vez. Paradójicamente, un revés lo catapultó de nuevo. El 29 de mayo fue secuestrado por el M-19, que intentaba de esta forma presionar al gobierno de Barco a una negociación. Su escolta, Juan de Dios Hidalgo, cayó asesinado, y Gómez estuvo dos meses en cautiverio. De sus secuestradores Gómez nunca habló mal, pero lo cierto es que ningún secuestro es agradable: no sólo es una agresión franca contra la libertad y otros derechos fundamentales, sino una arriesgada situación en la que la salud del secuestrado (máxime si se trata de un anciano de 68 años) se pone en juego. Después de varios tires y aflojes con Barco, y gracias a la atinada intervención de Felio Andrade Manrique (político huilense, amigo personal de Alvaro Gómez) el grupo guerrillero lo liberó, el 20 de julio de 1988. El apoyo de todo el país se hizo sentir. Llovieron voces de aliento y de felicidad por su retorno a casa. Dos libros (uno escrito por Andrade –Ricardo, Rolando está en camino - y el otro por Gómez – Soy Libre -) se publicaron, los medios de comunicación volvieron a encumbrar a Gómez y, ante la ausencia de otros líderes conservadores de envergadura, el nombre del añoso líder entró una vez más al ruedo.

Me atrevo a decir que Gómez vaticinaba su derrota. Se enfrentaba al rival más carismático y vigoroso que había enfrentado en su carrera: Luis Carlos Galán Sarmiento. Galán era inmensamente más joven, más atractivo y más elocuente que Gómez; era atlético, vestía de camiseta y “se untaba de pueblo” a gusto (como el mismo Gómez en 1974, cuando aún era joven); su discurso era sabroso, frenético, efervescente: las masas vibraban; sus ideas, claras, lúcidas y bien definidas. Si los colombianos no lo habían elegido en 1986, cuando competía con Barco, ¿cómo iban a elegirlo en 1990, enfrentando a Galán? Aunque este razonamiento es mío, la conducta (incluidos sus gestos, su porte, su actitud) de Gómez Hurtado, si se analizan con detenimiento sus apariciones durante dicha campaña, parecía estar en concordancia. Y es de suponerse imposible que un hombre tan inteligente como Gómez no supiera escuchar el corazón del pueblo, y presagiar lo que venía.

De todos modos, el estoico Alvaro Gómez decidió optar por el bel morir político más llamativo del momento, sólo comparable al del escritor Mario Vargas Llosa en su fallido intento de llegar a la Presidencia del Perú. En vez de dejarse abrumar por las encuestas, en vez de tirar la toalla como algunos llegaron a sugerirle (los consabidos “manzanillos” que, con tal de quedarse con un trozo de la torta, buscaban afanosamente un “gobierno de coalición”), se ingenió una propuesta que iba más allá de lo que el elector común estaba acostumbrado: el Movimiento de Salvación Nacional. Así, tal vez imitando a Betancur, pretendía dar cabida a otras fuerzas no relacionadas con el Conservatismo: liberales moderados, indigenistas, grupos demócrata-cristianos, apáticos, estudiantes universitarios, pastranistas arrepentidos, izquierdistas no alineados con la Unión Patriótica (el brazo político de las FARC, brutalmente exterminado por el paramilitarismo y otras oscuras fuerzas de ultraderecha, aún activas en el país), campesinos sin partido político, indecisos. El invento fue genial: Gómez pasó de ser un “godo” (sobrenombre con el que desdeñosamente se llama a los conservadores en Colombia) a ser un candidato de nueva generación, pluralista, mucho más abierto.

En la que resultó ser la contienda presidencial más trágica en la Historia de Colombia, Gómez se salvó (en términos de integridad física) providencialmente. Dos líderes de izquierda, Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo, fueron abatidos por sicarios pagados por fuerzas paramilitares y mafiosas. El carismático Galán, blanco del cartel de Medellín (una organización narco-terrorista con más de una década de funcionamiento y una estructura “estilo siciliano”, dirigida por Pablo Escobar), fue acribillado en una tarima cuando se disponía a dar un discurso en el municipio de Soacha. César Gaviria Trujillo, el designado por los familiares de Galán para sucederle en la campaña, se salvó de otro atentado del cartel de Medellín: un cambio a última hora en su itinerario le permitió no estar en el avión que estalló en pleno vuelo de Bogotá a Cartagena.

¿Sentían alguna estima los narcotraficantes por Gómez? En modo alguno. De hecho, el consorcio entre la mafia y el gobierno samperista sería su victimario. Creo que la razón fue otra: Gómez, simplemente, no estaba en los planes de nadie. Su derrota se daba por inevitable. Además, su look de anciano melancólico, de lengua perezosa y ademanes graves, del que tanto se mofaron caricaturistas, humoristas y personas del común, en nada ayudaba a subir su popularidad. Es harto probable que, en caso de ser asesinado Gaviria, el designado para reemplazarle también hubiera vencido a Gómez.

Los comicios, el 27 de marzo de 1990, dieron una cómoda victoria a César Gaviria Trujillo, quien con el 47,8% de los votos superó ampliamente a Gómez (23,7%). Sobre si Gaviria mereció o no el haber sido designado por Juan Manuel Galán (hijo del candidato que, con toda seguridad, iba a ser el Presidente) se ha dicho bastante. Es difícil dar una opinión al respecto. Gaviria era el jefe de debate de la campaña de Galán y era allegado a él. Había otros dirigentes liberales con más caudal electoral, como Hernando Durán, Ernesto Samper, William Jaramillo, Jaime Castro o el propio Alberto Santofimio Botero (uno de los autores intelectuales del homicidio de Galán, a quien envidiaba y detestaba, y, como tristemente suele suceder en la política colombiana, amigo íntimo del narcotraficante Pablo Escobar), pero a Gaviria, de 41 años, le tocó. Así, con la imagen de Galán al fondo en su propaganda, el joven dirigente arrasó al veterano Gómez.

Además de las ya señaladas, otras causas de la derrota del Movimiento de Salvación Nacional fueron: la candidatura de Rodrigo Lloreda Caicedo (también miembro del Partido Conservador, y apoyado por el pastranismo para debilitar la candidatura de Gómez), la irrupción de Antonio Navarro Wolff como opción para los simpatizantes de la izquierda (aglutinando votos que pudieron haber ido a parar a la campaña de Gómez Hurtado, pues, paradójicamente si se tienen en cuenta sus orígenes y su talante conservador, el discurso de Gómez era afín con el de los otros líderes de orientación socialista del momento, Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro, todos ellos asesinados antes de las elecciones) y un estado de salud quebrantado (aunque lo disimulaba bien) de Gómez. Con respecto a este último dato, el lector puede notar signos sutiles de afección cardiaca en los videos que se conservan de las apariciones del candidato, en los que se percibe cómo la fatiga afectaba su performance, y leer sobre las afecciones cardiovasculares del veterano líder (que incluso tuvo algunos síncopes y requirió la instalación de un marcapasos). Eso sí, aclaro que pese a dichas dolencias la energía y el vigor de Gómez eran enormes. Él mismo, a propósito de la instalación de su marcapasos, bromeó con la prensa minimizando la afección: “un pequeño defecto del corazón que había que remediar a tiempo”, y prosiguió, como si nada, sus labores habituales, señalando: “siempre hay que hacer política”.

En la siguiente campaña, Gómez fue un espectador activo (algo resentido con la oposición del pastranismo a su candidatura de 1990, por lo que al principio se opuso a la del delfín de Misael, su hijo Andrés Pastrana Arango). Su mente y su prestigio, incólumes, habían sido (¡al fin!) premiados en las elecciones de los representantes a la Asamblea Nacional Constituyente convocada por el Presidente César Gaviria, Asamblea que presidió Gómez Hurtado y que dio a luz la Constitución Nacional actual (1991). En dicha Carta Magna había ecos del pensamiento alvarista, llamados a la tolerancia y a la participación ciudadana. La consagración de Gómez en la elaboración y redacción final de dicho documento fue reconocida incluso por sus detractores. Es algo irónico que, aquella ocasión, Gómez haya trabajado hombro a hombro con uno de sus asesinos cuatro años más tarde, Horacio Serpa Uribe (Ministro de Ernesto Samper Pizano, el otro instigador del crimen, como recientemente -2011- ha atestiguado Luis Hernando Gómez Bustamante, alias “Rasguño”).

VII

El homicidio de Gómez Hurtado

Como se destapa en las declaraciones de algunos jefes paramilitares y narcotraficantes (los que no han podido callar aún los autores intelectuales del magnicidio de Gómez, que acostumbran silenciar así a potenciales testigos), así como en los retazos de verdad dados por los protagonistas políticos de aquella época, recopilados por varios periodistas serios en Colombia, y presentados, por primera vez, de forma coherente en el libro ¿Por qué lo mataron? del hermano del asesinado Alvaro Gómez, Enrique, las evidencias apuntan a estos tres instigadores del homicidio:“el Gordo” (Ernesto Samper, a la sazón Presidente de la República) y “la Gorda” (José Ignacio Londoño Zabala, enlace de Samper con los grupos mafiosos del Valle del Cauca y al parecer quien les transmitió “la orden” del gobierno), además de Horacio Serpa. Un triángulo de malhechores “de cuello blanco” que Fernando Botero ha denunciado también, aunque de manera menos explícita que alias “Rasguño”.

El abogado Enrique Gómez Martínez ha pedido públicamente que el ex Presidente Samper sea llamado a juicio por el asesinato de Alvaro Gómez. Samper, como de costumbre (igual que en el “proceso 8000”, igual que en las numerosas ocasiones en las que la evidencia misma lo ha puesto al descubierto), se ha dedicado a negarlo todo, incurriendo ya en sutiles contradicciones. ¿Miente? No es menester mío decirlo. Lo cierto es que todos los caminos, una vez se ha empezado a desmantelar la maraña de encubridores (muchos de ellos afamados burócratas, como Ramiro Bejarano, ex Director del DAS, o los ex Fiscales Generales Alfonso Gómez Méndez y Guillermo Ignacio Mendoza Diago, o el ex Procurador General de la Nación, Jaime Bernal Cuéllar, también envuelto en otros escándalos de corrupción, como sus asesorías jurídicas a “DMG”, donde se “lavaba” dinero del narcotráfico), de oficinistas y empelados públicos negligentes (algunos también encubridores), investigadores sesgados (algunos engañados, en su buena fe, por sus directores; otros sobornados), policías corruptos y periodistas despistados, conducen al trinomio Serpa-Samper-Londoño. Obviamente, las amenazas contra Gómez Martínez no se han hecho esperar.

Lo cierto es que el 2 de noviembre de 1995 la atmósfera estaba bastante enrarecida. Hostigado por las declaraciones y los editoriales de Alvaro Gómez, el (tambaleante) Ernesto Samper y su escudero, Horacio Serpa, han dado ya la orden de aniquilar al anciano, que ya se había convertido en una “piedra en el zapato” para los dos, y en líder de la Oposición. La orden ha sido transmitida a través de Ignacio Londoño Zabala a los capos del Cartel del Norte del Valle. Los sicarios ya han sido contratados. Gómez no ignora el peligro que corre, pero (de eso estoy seguro) lo ha asumido decididamente.

Es jueves. En el resto del mundo, Clinton intenta poner de acuerdo a serbios, bosnios y croatas. En Colombia, la prensa pro-gobiernista intenta distraer la opinión pública con bobadas de farándula (que incluían ridiculeces como al vetusto ex presidente López Michelsen -¿cortina de humo?-opinando a propósito del “Reinado Nacional de la Belleza”) y la prensa anti-gobiernista multiplica los gritos que piden la renuncia de Ernesto Samper (y, obviamente, las famosas y malinterpretadas palabras de Gómez: “hay que tumbar al Régimen”). El anciano ha terminado su clase y, contrario a su costumbre, permanece un cuarto de hora dentro del Alma Mater que él mismo ha fundado y cuidado por tantos años.

Los sicarios llegan a las inmediaciones de la Universidad Sergio Arboleda. Gómez habla con unos estudiantes y se detiene a intercambiar ideas con su amigo y ex compañero de luchas, Gabriel Melo Guevara. Saluda a su escolta y sube a su auto, un Mercedes Benz sin blindaje, elegante pero viejo, fiel reflejo de su dueño. No ha terminado de subir cuando los disparos empiezan a sonar. Son disparos de metralla. Gabriel Melo arroja a una estudiante al suelo y hace él lo mismo, intentando protegerse. El fiel escolta de Gómez, que se ha recibido de abogado gracias a su patrocinio, se abalanza sobre su cuerpo buscando ser escudo humano. Otro escolta baja del auto, trata de hacer frente a los sicarios y grita al chofer que arranque. Cuando cae, herido, es ayudado por uno de los vigilantes de la Universidad.
Se escucha otra ráfaga de metralla y los asesinos empiezan a dispersarse, en distintas direcciones. Una estudiante empieza a gritar “¡Yo los vi, yo los vi!” mientras su amiga le pide que se calle. A toda velocidad, el chofer de Gómez trata de llegar a la Clínica del Country. Cuando es atendido por el personal médico, el estadista aún tiene signos vitales. Pero una herida en el tórax ha dado ya su sentencia. Morirá, y con él, otra oportunidad para el país. Colombia seguirá siendo dominada por el “Régimen”.

VIII

Mi vivencia de los hechos

Siendo niño, lo vi por TV en varias ocasiones. Me parecía, en aquél entonces, un hombre aburrido (acostumbrado como estaba a personajes como Timothy Dalton, el “James Bond” de la época), demasiado adusto. Su notoria cifosis, su rostro poco agraciado (de mandíbula prominente, pelo escaso en la frente y grandes e inquisidores ojos) y su propia voz (muy baja, casi de barítono) le conferían aún más gravedad y solemnidad a su discurso. Hasta en esto el estilo de Álvaro Gómez contrastaba con el de su padre Laureano, un orador efervescente, cuya atronadora voz se hizo sentir en el Senado y en el propio Palacio de Nariño (no siempre para bien, en mi opinión, dado su carácter resentido y belicoso: sus ataques demoledores y sus combativas arengas caldearon los ya turbulentos ánimos de la gente que terminó matándose en la famosa época de “La Violencia”…también fue el hombre que se ensañó contra el pobre gramático y escritor Marco Fidel Suárez, Presidente de Colombia para desgracia suya, víctima de los embates de Laureano).

Sólo una vez pude verlo personalmente, en Bogotá. De nuevo, su andar pesado aunque lleno de fuerza, su rostro grave, sus buenos modales y la nobleza de su corazón me llamaron la atención. Ya por esa época había sido derrotado en tres campañas presidenciales y era un veterano con un aura de respetabilidad enorme. Ya a esa edad, pude apreciar mejor la claridad –y lucidez- de su pensamiento. No importaba la distancia entre él y Tim Dalton en cuanto a la apariencia. Él era más grande. Se enfrentaba a mayores peligros. Era más valiente.

A los 12 años leí un libro suyo. También como escritor, Álvaro Gómez me pareció ecuánime. Creo que aún sus más sentidas críticas (como las que hizo al gobierno de Ernesto Samper Pizano, una vez se destapó lo relacionado que estaba con el narcotráfico) llevaron su sello de elegancia y decoro. Recuerdo que su estilo narrativo se asemejaba mucho a la manera en la que hablaba. Sus intervenciones, noble y gallardas, en las que insistía en los principios, la necesidad de planeación, lo urgente de una mejor educación y una reconstrucción moral para el país, parecían plasmadas en el papel. El escritor y el político eran un mismo hombre. Había coherencia. Era un hombre consecuente.

Todavía recuerdo la congoja con la que mis padres recibieron la noticia de su muerte. Íbamos a ver el noticiero del mediodía y el “extra” los sacudió. Abaleado Álvaro Gómez. Salía de la Universidad Sergio Arboleda y, recién acomodado en el asiento trasero de su auto, había sido acribillado por unos sicarios. Papá y mamá sintieron un dolor por la patria que sólo hasta ahora entiendo en toda su dimensión: no solamente era una muerte infame y canallesca, un ataque brutal a un hombre erudito cuyo único pecado fue pensar siempre en Colombia, y que ya, en su ancianidad (tenía 75 años), era el único político cien por ciento íntegro que nos quedaba. Era un adiós al “Desarrollo”, en todo el sentido de la palabra.

Una hora después, papá recibió una llamada de un amigo, que lo invitaba a una misa por el doctor Gómez, en la catedral de Neiva, en la tarde. Actos y homenajes similares a ése fueron hechos en casi todos los municipios del país, y el cadáver fue velado en cámara ardiente en el Senado de la República, donde muchos bogotanos fueron a despedirlo.

IX

Palabras finales

El homicidio de Gómez fue una manifestación de fuerza bruta y paranoia. Ahora que el gobierno de Santos celebra que el Senado de Estados Unidos ha aprobado el Tratado de Libre Comercio con Colombia (un TLC desfavorable para el país, tan poco equitativo con los nuestros que hasta el presidente norteamericano, Barack Obama, estaba reticente a firmarlo), entiendo que es una desgracia, económica y social, ser una nación subdesarrollada. Entiendo también que es sumamente desdichado que tengamos instituciones tan corruptas.

La Constitución de 1991, acaso el logro más contundente de Gómez, ha sido y es muy criticada. Es bastante posible que la cambien, a mediano plazo. Sobra decir que no es cambiando parágrafos ni artículos que se transforma la nación. Es educándola.

Medellín, 11 de noviembre de 2011

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)