martes, 12 de octubre de 2010

Alhambra, por Borges

Grata la voz del agua
a quien abrumaron negras arenas,
grato a la mano cóncava
el mármol circular de la columna,
gratos los finos laberintos del agua
entre los limoneros,
grata la música del zéjel,
grato el amor y grata la plegaria
dirigida a un Dios que está solo,
grato el jazmín.

Vano el alfanje
ante las largas lanzas de los muchos,
vano ser el mejor.
Grato sentir o presentir, rey doliente,
que tus dulzuras son adioses,
que te será negada la llave,
que la cruz del infiel borrará la luna,
que la tarde que miras es la última.

Jorge Luis Borges (Argentina)

miércoles, 6 de octubre de 2010

Cicerón y la conversión de San Agustín

Notas de un artículo de Biviana Unger

A la edad de diecinueve años, mientras adelantaba sus estudios de retórica en la ciudad de Cartago, Agustín se encuentra con una obra que marcará el curso de su desarrollo intelectual y espiritual: el Hortensio de Cicerón. “Este libro cambió mi visión de la vida y también cambió mis súplicas hacia ti ¡oh Señor!, y me proveyó de una esperanza y aspiraciones nuevas”. Nos encontramos aquí frente a un Agustín nuevo para nosotros, pues se plantea el problema del conocimiento, que para él es el problema fundamental de la vida misma. Hasta el momento sus intereses habían sido literarios y lo que lo apasionaba eran sin duda los contenidos fantásticos, las pasiones, las emociones y la belleza formal de los libros que habían llegado a sus manos. Con el Hortensio fue distinto, pues aunque reconocía la grandeza estilística de Cicerón, lo que de esta obra llamó su atención fue la exhortación al amor a la sabiduría, es decir, a la filosofía. Por otra parte, tanto Pellegrino como O’Donnell coinciden en afirmar que la influencia del Hortensio pudo haber aportado un elemento de índole moral: el rechazo de las cosas de la carne y las riquezas. A propósito de lo anterior, resulta significativo el testimonio del libro VI de las Confesiones donde se recuerda que gracias al encuentro con Cicerón a la edad de dieciocho años, se produjo el ansia de encontrar la verdad y la sabiduría, las cuales una vez halladas alejarían todas las fútiles ambiciones de su vida. También en los Soliloquios encontramos referencia a este acontecimiento cuando Agustín afirma que fue suficiente un libro de Cicerón para persuadirlo de que las riquezas no se deben desear, pero en caso de que lleguen se deben administrar con la máxima cautela. Por último, hay que considerar que gracias al Hortensio Agustín también se vio impelido a ver con ojos críticos su ansia de honor y de los placeres de la carne, así le llevara años una superación efectiva de los mismos; en efecto, en este punto la obra de Cicerón está retomando un concepto platónico según el cual aquellos bienes aparentes solo llevan al mal y son incompatibles con la filosofía.

Así pues, con el Hortensio se da un cambio en la vida de nuestro pensador, el cual ardiendo en amor hacia la sabiduría, se volcó en una desenfrenada búsqueda de la misma.“Lo que sólo me deleitaba, excitaba y encendía en él era el amar, buscar y abrazar con fuerza no esta o aquella secta, sino la sabiduría misma, cualquiera que fuere”. Luego de la presentación del cambio producido por la lectura de la obra ciceroniana nos encontramos frente a un elemento muy llamativo, a saber, la actitud de Agustín frente a la ausencia del nombre de Cristo en la obra que lo había cautivado. ¿Por qué no se da la misma reacción ante las obras anteriormente leídas y estudiadas? La respuesta nos la da él mismo, cuando afirma que lo que lo cautivó del Hortensio fue su contenido. Es posible que en una obra que trata acerca de la búsqueda de la verdad como fuente de felicidad, se haya sentido la necesidad de encontrar el nombre de Cristo como Verdad, el nombre del Cristo del que le había hablado su madre desde su nacimiento y que nunca había estado del todo ausente en su vida.

De este modo, siguiendo la tríada ciceroniana del enseñar (docere), deleitar (delectare) y persuadir (flectere), podemos afirmar que el Hortensio cumple estas tres funciones.

Agustín de Hipona y el Hortensio de Cicerón

En el 373, Agustín pasó por una crisis existencial: después de conocer la obra del persa Mani (215-276), se convirtió al maniqueísmo. El mismo Agustín nos dice que se sintió seducido por las promesas de una filosofía libre sin ataduras a la fe; por los alardes de los maniqueos, que afirmaban haber descubierto contradicciones en la Sagrada Escritura; y, sobre todo, por la esperanza de encontrar en su doctrina una explicación científica de la naturaleza y sus más misteriosos fenómenos. A la mente inquisitiva de Agustín le entusiasmaban las ciencias naturales, y los maniqueos declaraban que la naturaleza no guardaba secretos. Además, Agustín se sentía atormentado por el problema del origen del mal y al no resolverlo, reconoció dos principios opuestos (el Bien y el Mal). Este mismo año (373 d.C.), después de leer el "Hortensio" de Cicerón, de donde absorbió ese amor a la sabiduría que Cicerón elogia tan elocuentemente, se manifestó en su vida una inclinación totalmente nueva para él. A partir de entonces, Agustín consideró la retórica únicamente como una profesión; la filosofía le había ganado el corazón. En este escenario más amplio, su talento resplandeció aún más y alcanzó plena madurez.

¿Quién fue Hortensio?

Quinto Hortensio Hórtalo (114 a. C. - 50 a. C.), fue un político y cónsul romano, abogado de profesión y espléndido orador.

A la edad de diecinueve años, hizo su primer discurso en un tribunal y poco después defendió a Nicomedes IV de Bitinia, uno de los aliados de Roma en el Este, que fue privado del trono por su hermano. Gracias a esto creció su reputación como abogado. Como yerno de Quinto Lutacio Catulo César (merced a un matrimonio con Lutacia, hija de Catulo y Servilia) se unió a la facción conservadora del Senado, los optimates.
Muchos de sus clientes eran gobernadores de provincia que eran acusados de corrupción u otros cargos. Tales hombres estaban seguros de encontrar la manera de ser absueltos de estos cargos contando con la habilidad oratoria de Hortensio.

Sirvió en el ejército romano durante la Guerra Social (91–88 a. C.). Obtuvo el cargo de cuestor en 81 a. C., fue elegido edil en en 75 a. C., pretor en 72 a. C. y obtuvo el cargo de cónsul en el año 69 a. C. con Quinto Cecilio Metelo Caprario Crético. En el año anterior a su consulado entró en conflicto con Marco Tulio Cicerón por el caso de Cayo Verres, y desde ese momento perdió su supremacía en los tribunales (aunque Cicerón lo opacó, nunca dejó de apreciarlo y admirar su estilo).

Tras su consulado en 63 a. C., Cicerón y Hortensio (ambos brillantes abogados) tendieron a tomar el mismo camino (defensas de Cayo Rabirio, Lucio Licinio Murena, Publio Cornelio Sila, Tito Anio Papiano Milón). En el año 50 a. C., el año de su muerte, defendió exitosamente a Apio Claudio Pulcro, que estaba acusado de corrupción y traición.

No nos han llegado discursos de Hortensio. Según Cicerón su oratoria seguía el estilo asiático, una clase muy vistosa de retórica, más bonita de ver que de escuchar. Tenía una memoria prodigiosa (pudiendo acordarse de cada punto de la argumentación de su oponente en el tribunal según cuenta Cicerón). Sus acciones eran todas premeditadas, y su manera de plegar la toga se parecía a la de los trágicos actores de hoy en día. Poseía una melodiosa voz, a la que manejaba con gran habilidad. La enorme riqueza que acumuló la gastó en espléndidas villas, parques y costosos entretenimientos. Introdujo el pavo real como manjar en la sociedad romana. Fue un gran comprador de vino y obras de arte. Escribió un tratado de oratoria, poemas eróticos y los Anales, que ganaron una importante reputación a lo largo de la historia

viernes, 1 de octubre de 2010

Poesía de Edoardo Sanguinetti

Con los ojos cálidos, aquí, del doctor Spensley (si pongo juntas prehistoria
protohistoria e historia), un siglo futbolístico me escruta: (está medio abandonado,
las piernas cruzadas: pasa por alto un volumen, abierto allí, a su lado, para mirarme,
y todos los otros libros, en formación allá, en los estantes, apretados: y se sostiene la cabeza,
con una mano, taciturno ya):
la vieja esfera gira siempre, entre nuestros pies,
inquieta, acariciada por los vientos marinos: (y, bajo nuestros pies, rueda todavía
la esfera del planeta):
fotografías supervivientes (llenas de tiempo, pobladas de muertos
notos e ignotos) señalan, durante fragmentos relampagueantes, esta larga leyenda:
es roja, es azul.

*

Si me separo de ti, me desgarro:
pero lo mejor de mí (o lo peor de mí)
se te queda pegado, pegajoso, como una miel, un pegamento, un aceite denso:
vuelvo en mí, cuando vuelvo a ti: (y vuelvo a encontrar mis pulgares y mis pulmones):
dentro de poco aterrizaré en Madrid:
(aquí, en la cola del avión, seleccionados mis connacionales,
hombres de negocio, dicen números y números, mientras beben y fuman, excitados,
riendo agitadamente):
todavía vivo para ti, si es que vivo todavía.

*

Escríbanlo en grandes letras, mis lectores testamentarios (y le hablo a mis escolares,
a los hipócritas de mis hijos, a los filoproletarios que tanto se me parecen, innumerables,
ya, como los granos de arena de mi vacuo desierto), estas palabras, sobre mi tumba,
con la saliva, mojando un dedo en la boca: (como yo lo mojo ahora,
entre los excesivos abscesos de mil álgidas encías):
yo, mi vida, la gocé.