lunes, 26 de julio de 2010

Sobre la crisis colombo-venezolana

Las Letras son para la Unión

Algunos dicen que los poetas no opinamos de política. Se equivocan. Así como Byron dio hasta su vida por la independencia griega, así como Neruda fue interlocutor del pueblo en su canto, muchos de los que escribimos y pensamos en verso somos tan de carne y hueso que no nos damos el lujo de ignorar la situación social, económica y política del mundo en el que vivimos. Por eso quiero opinar. Y a tiempo. Antes que la sangre inunde la ilusión, antes que el odio sepulte la concordia.

Soy colombiano, y de esos millones de colombianos que tenemos amigos venezolanos, colegas venezolanos, compañeros venezolanos. Y creo que la crisis entre nuestros gobiernos (que parece cada vez más complicada) no puede debilitar la vieja amistad entre nosotros. Somos hermanos, somos una misma raza, una misma lengua que ama y piensa y crea y jamás se envilece con el furor político o la soberbia de los poderosos.

Las naciones son superiores a sus dirigentes; si a ellos los ciega la ira, la superioridad moral del pueblo pacífico y noble, del pueblo trabajador y franco, tiene que hacerlos recapacitar. Devolverles la visión clara y objetiva de las cosas. Mostrarles que el diálogo y la buena voluntad no son frases de cajón sino realidades posibles. Que es mejor tender la mano que mostrar los fusiles.

¿Es que no hemos aprendido los hombres, después de tantas tragedias, que la paz es el más bello de los ideales? ¿Seguimos ignorando los millares de cadáveres apiñados a lo largo de la Historia? Me cuesta creerlo. Al contrario, creo en la Humanidad y en su sentido común. Creo en las personas que irradian amor y tolerancia, en las que dedican canciones y abrazan sin timidez, en las que entienden que el amor a la patria es incompatible con el desprecio a los demás países. El que ama a sus conciudadanos debe amar a todos los seres humanos del orbe, porque somos una misma especie. Somos hermanos. Nada menos.

Y por eso hay que actuar, ahora. Los que creemos en la paz y en la cooperación entre los pueblos tenemos que movernos, esforzarnos, rellenar con dulzura y gestos de bondad esas grietas que se han ido haciendo en ese gran puente racial y cultural que une a nuestros países. Y no se necesita ser banqueros, ni estadistas. Nosotros, los escritores, también podemos cambiar el mundo. Esas son las Letras de la Unión. Literatura para unir, para intercambiar magia y fantasía, para forjar la paz.

En ese orden de ideas, nuestra literatura debe ser una literatura comprometida, firme, vehemente: si señalamos a tiempo el abismo al que, irracionalmente, quieren llevarnos unos pocos, es posible que logremos conjurar ese desenlace tan terrible. Llamemos a la cordura. Llamemos a la grandeza del espíritu, ajena a los chauvinismos, ajena a la xenofobia, infinitamente superior a la barbarie.

Amo a Venezuela. Recuerdo con nostalgia los días pasados en Caracas, ciudad viva, ciudad de color y movimiento, ciudad en la que anduve extasiado haciendo mi propia romería bolivariana, tras los pasos del Libertador, y de otros libertadores grandes, nobles, dignos, como José Martí, el poeta-cordero. Quiero volver a andar por las espirituosas calles de Choroní, en las que el Tiempo se ha detenido y hasta el más mundano se hace filósofo. Quiero bañarme de nuevo en esas aguas cálidas, generosas, fecundas del Caribe, volver a ser un estudiante y reencontrarme con esas venezolanas hermosas y sonrientes que me acompañaron en las playas de Puerto Colombia. Quiero reencontrarme con Mérida, señorial, dinámica, imponente. Quiero comer de nuevo fresas y recorrer los helvéticos paisajes de Colonia Tovar. Pasar de nuevo por Maracay y bailar hasta consumir la noche, disfrutar de Valencia y su gente buena, gozar los amaneceres de Barinas.
Amo a Venezuela. Y la simple idea de una guerra con esta nación hermana me llena de horror y tristeza. Todas las guerras son infames, crueles e injustas…¿qué decir de las guerras fratricidas? Llevan la mancha de Caín. Por eso insisto en la necesidad de hacernos escuchar: los escritores, los intelectuales, los académicos, tenemos que vencer, en nombre del Amor, a los que idolatran a la Muerte. Insisto: letras de paz, letras de unión. Por eso es tan digna de elogio la iniciativa de Jorge Gómez: Letralia, ahora más que nunca, debe hacer testigos a todos los latinoamericanos pensantes, a todas las personas de bien, del cariño que venezolanos y colombianos nos profesamos. De nuestro deseo de superar los obstáculos y marchar unidos y felices. De nuestra intención de disminuir las tensiones surgidas por obra y gracia de nuestros gobernantes, y de fuerzas oscuras, tenebrosas, que ni el mismo Freud entendió a cabalidad, pero que sacan lo peor de nosotros.

Por supuesto que amo a Colombia, a ella me debo, en ella nací, en ella vivo y viviré. Y entre más la quiero, más quiero a Venezuela. Sí. Porque nuestros países comparten mucho más de lo que creen los economistas. Porque como colombiano, sentí en Venezuela el abrazo cálido de sus habitantes, que sonreían al ofrecerme sus comidas típicas o al acompañarme desinteresadamente en la playa. Porque encontré siempre personas dispuestas a allanar mi camino y hacer más feliz mi viaje (harto difícil para un joven turista-aventurero con un morral a cuestas y más ganas que dinero en los bolsillos). Porque comprobé, en cada conversación, en cada intercambio, que somos mucho más parecidos de lo que pretenden hacernos creer los extremistas.

Sé que son momentos difíciles. Pero como psicoterapeuta he visto que muchas parejas que otros colegas daban por perdidas pueden reconciliarse. Colombia y Venezuela, que tanto se quieren, podrán hacerlo, sin duda. Y estoy seguro de ello, porque creo en la bondad de las personas. Venezolanos y colombianos, envueltos en el sublime manto de la paz, guiados por la magia de la literatura, en mutua comprensión, seguiremos avanzando. Nuestras naciones, en armoniosa convivencia, superarán civilizadamente todas las dificultades (incluido este nuevo revés diplomático). Porque el intelecto puede más que las armas.


David Alberto Campos Vargas
(Colombia)

domingo, 25 de julio de 2010

LOS DERECHOS DEL HOMBRE Y EL CIUDADANO, COMO LOS PUBLICÓ NARIÑO

SE PUBLICAN LOS DERECHOS DEL HOMBRE
Diciembre 15 de 1793


Con la iniciativa de Antonio Nariño , el movimiento hacia la Independencia de América Latina se volvió irreversible.

Por Enrique Santos Molano*

Hacia finales de 1792 o principios de 1793 el capitán Cayetano Ramírez Arellano le entrega, de parte de su tío, el virrey de Santafé, don José de Ezpeleta, a don Antonio Nariño, alcalde regidor de la ciudad, el tercer tomo de la obra Histoire de la Révolution et de l'etablissement d'une Constitution en France, en cuyas páginas 39 a 45 se transcribe el texto completo de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, hecha por la Asamblea Nacional de Francia el 4 de agosto de 1789, y que consta de 17 artículos y un preámbulo.

Conscientes de la peligrosidad del documento, la Corte española y el Consejo de Indias habían prohibido su circulación en los territorios españoles de la península y de las colonias de ultramar, desde diciembre de 1789. En consecuencia tanto el virrey Ezpeleta como el regidor Nariño, ambos funcionarios de la Corona española sabían, sin lugar a dudas que el libro Histoire de la Révolution, y de manera concreta el texto de la Declaración de los derechos del hombre, eran ilegales, y que al leerlos, y facilitar su lectura, estaban violando una prohibición emanada de la autoridad del Rey, lo cual, a la luz del derecho español de entonces, constituía un delito que podría acarrear para los infractores las sanciones más severas.

¿Por qué la máxima autoridad del Nuevo Reino de Granada, el virrey José de Ezpeleta (ibérico), y la máxima autoridad de la ciudad de Santafé, el regidor alcalde Antonio Nariño (criollo), arriesgaban sus altas posiciones, sus personas e incluso sus vidas al efectuar una acción contraria a lo dispuesto y ordenado por Su Majestad? Nariño y Ezpeleta estaban ligados entre sí por el juramento masónico, pues ambos eran miembros de la masonería, y como tales, obraban en cumplimiento de una misión que era divulgar el conocimiento de los Derechos del hombre y del ciudadano.

Ezpeleta le facilitó a Nariño el texto de los 17 artículos. Nariño los tradujo y los publicó en su Imprenta Patriótica el domingo 15 de diciembre de 1793. Aunque hubiera podido hacerlo varios meses atrás, aguardaron hasta que estuvo listo en todo el reino (que incluía las actuales repúblicas de Colombia, Venezuela y Ecuador) el mecanismo de distribución clandestina del impreso titulado Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.

La importancia del papel es intrínseca; pero, además, era la primera vez que se publicaba en castellano y por consiguiente constituía un documento novedoso como el que más en las colonias y en la misma península. No obstante que los oidores de la Real Audiencia fueron incapaces de encontrar un ejemplar que pudiera servirles como cuerpo del delito para acusar a Nariño y a sus presuntos cómplices, el libelo titulado Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, traducido al español e impreso por el santafereño Antonio Nariño, recorrió en pocos meses la América del Sur y les dio a los movimientos independentistas del continente el sustento ideológico que habían estado buscando para cohesionarse.

Por eso la fecha del 15 de diciembre de 1793 puede considerarse el punto de viraje de nuestra historia en que el movimiento de independencia de América Latina adquiere el carácter de irreversible.

El siguiente es, con su ortografía original, el texto de la traducción que Antonio Nariño hizo de los Derechos del hombre y del ciudadano proclamados, en nombre del pueblo francés, por la Asamblea Nacional el 4 de agosto de 1789.

Nota de Antonio Nariño a la edición de 1823:

"Para que el público juzgue los 17 artículos de 'Los derechos del hombre' que me han causado los 16 años de prisiones y de trabajos que se refieren en el antecedente escrito, los inserto aquí al pie de la letra, sin necesidad de advertir que se hicieron por la Francia libre y Católica porque la época de su publicación lo está manifestando. Ellos no tenían ninguna nota que hiciese la aplicación a nuestro sistema de aquel tiempo; pero los tiranos aborrecen la luz y al que tiene los ojos sanos".

'Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano'

Los Representantes del Pueblo Francés constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido, o el desprecio de los Derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas, y de la corrupción de los Gobiernos, han resuelto exponer en una declaración solemne, los Derechos naturales, inagenables, y sagrados del hombre, a fin de que esta declaración constantemente presente a todos los miembros del Cuerpo Social, les recuerde sin cesar sus derechos, y sus deberes, y que los actos del Poder legislativo, y del Poder executivo, puedan ser a cada instante comparados con el objeto de toda institución política, y sean más respetados; y a fin de que las reclamaciones de los Ciudadanos fundadas en adelante sobre principios simples e incontestables, se dirijan siempre al mantenimiento de la Constitución, y a la felicidad de todos.

En conseqüencia, la Asamblea Nacional reconoce y declara en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo, los derechos siguientes del Hombre y del Ciudadano.

1 Los hombres nacen y permanecen libres, e iguales en derechos. Las distinciones sociales no pueden formarse sino sobre la utilidad común.

2 El objeto de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad, y la resistencia a la opresión.*

3 El principio de toda Soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún cuerpo, ningún individuo puede exercer autoridad que no emane expresamente de ella.

4 La libertad consiste en poder hacer todo lo que no dañe a otro; así el exercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene más límites que los que aseguran a los otros miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos. Estos límites no se pueden determinar sino por la Ley.

5 La Ley no puede prohibir sino las acciones dañosas a la sociedad. Todo lo que no es prohibido por la Ley no puede ser impedido, y nadie puede ser obligado a hacer lo que ella no manda.

6 La Ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho de concurrir personalmente, o por sus Representantes a su formación. Ella debe ser la misma para todos, sea que proteja, ó que castigue. Todos los Ciudadanos siendo iguales a sus ojos, son igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos, sin otra distinción que la de sus talentos y virtudes.

7 Ningún hombre puede ser acusado, detenido, ni arrestado sino en los casos determinados por la ley, y según las fórmulas que ella ha prescripto. Los que solicitan, expiden, executan o hace executar ordenes arbitrarias, deben ser castigados; pero todo Ciudadano llamado, ó cogido en virtud de la ley, debe obedecer al instante: él se hace culpable por la resistencia.

8 La ley no debe establecer sino penas estricta y evidentemente necesarias, y ninguno puede ser castigado sino en virtud de una ley establecida y promulgada anteriormente al delito, y legalmente aplicada.

9 Todo hombre es presumido inocente, hasta que se haya declarado culpable, si se juzga indispensable su arresto, qualquier rigor que no sea sumamente necesario para asegurar su persona, debe ser severamente reprimido por la ley.

10 Ninguno debe ser inquietado por sus opiniones, aunque sean religiosas, con tal de que su manifestación no turbe el orden público establecido por la ley.1

11 La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones, es uno de los derechos más preciosos del hombre: todo Ciudadano en su conseqüencia puede hablar, escribir, imprimir libremente; debiendo sí responder de los abusos de esta libertad en los casos determinados por la ley.

12 La garantía de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, necesita una fuerza pública: esta fuerza, pues, se instituye para la ventaja de todos, y no para la utilidad particular de aquellos a quienes se confía.

13 Para la mantención de la fuerza pública, y los gastos de administración, es indispensable una contribución común: ella debe repartirse igualmente entre todos los ciudadanos en razón de sus facultades.

14 Todos los Ciudadanos tienen derecho de hacerse constar, o pedir razón por sí mismos, ó por sus Representantes, de la necesidad de la contribución pública, de consentirla libremente, de saber su empleo, y de determinar la qüota, el lugar, el cobro y la duración.

15 La Sociedad tiene derecho de pedir cuenta a todo Agente público de su administración.

16 Toda Sociedad en la qual la garantía de los Derechos no está asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene Constitución.

17 Siendo las propiedades un derecho inviolable y sagrado, ninguno puede ser privado, sino es quando la necesidad pública, legalmente hecha constar, lo exige evidentemente, y baxo la condición de una preliminar y justa indemnisación. Y

1 Es decir: que si la ley no admite más culto que el verdadero, la manifestación de las opiniones contra la Religión no podrán tener efecto sin quebrantar la ley, y por consiguiente, no son permitidas por este artículo en donde no se permita más que una religión. La Francia en tiempo de los Reyes Cristianísimos era católica; pero todos sus súbditos no lo eran: había Judíos y Protestantes, y por eso fue preciso este artículo. (Nota de Antonio Nariño)

*Historiador, director de Credencial Historia

jueves, 22 de julio de 2010

Frases célebres de Antonio Nariño

"Sé que usted viene a matarme, y como es tan joven no quiero que le ocurra ningún daño. Por eso le entrego estas llaves para que después de que ejecute su propósito, tenga tiempo de huir por la ventana"

Palabras pronunciadas por Antonio Nariño, a un jóven que había sido convencido para asesinarlo en su despacho el 15 de Septiembre de 1821. Ante esta frase el joven contestó: "Me habían dicho que debía matar a un tirano, no a un gran hombre"

"Vender mi patria a otra nación, sacarla de la dominación de España para entregarla al duro yugo de los ingleses,con otra religión, otro idioma y otras costumbres; eso era en mi concepto la acción más vil que podía cometer. Antes hubiera preferido la muerte que convenir con ello"

Contestación de Antonio Nariño al Primer Ministro Británico William Pitt quien le ofrece a Nariño armas y dinero a cambio de que los territorios liberados pasen a manos del Gobierno Británico

"De nada sirven los triunfos si la paz no los corona"

"Venero solo los gobiernos libres y extiendo mi atención, mi cortesía y urbanidad aún a mis mayores enemigos"

"Que se diría de unos hombres que viendo asaltar su casa por los ladrones, se pusieran a disputar con sutilezas los derechos que cada uno tenía para vivir en esta sala o en la otra"

"Dios mio, Dios Justo a quien el hombre no puede engañar, yo te presento mi corazón; y estoy seguro de que a tus ojos no he delinquido! Diez y seis años de prisiones, que ahora se han renovado en diez y seis años de oprobio y miseria, no han sido bastantes para castigar el delito, el enorme delito de traducir e imprimir los derechos del Hombre"


"No puede ser verdadero Cristiano, el que no es un buen patriota"

"La sencillez en todas las cosas aclara y facilita la ejecución"

martes, 20 de julio de 2010

Antonio Nariño: el colombiano de todos los tiempos

Nariño encarnó en su existencia trágica y comprometida lo que ha sido la vida independiente del país que contribuyó a crear. Su legado sigue siendo tan actual y necesario como lo fue en su tiempo.

Puede ser considerado sin ningún temor como el colombiano de todos los tiempos porque encarnó como ningún otro compatriota la esencia de lo que es, de lo que siempre ha querido ser y lo que no ha podido ser Colombia. Su vida trágica, su lucha, su patriotismo desinteresado, sus adversidades, sus victorias y sus derrotas; su pensamiento y su filosofía heroica constituyen un reflejo muy preciso de lo que ha sido en sus ya casi dos siglos de vida independiente el país que contribuyó a crear.

Abrazó desde su temprana juventud la causa de la independencia americana. Estudioso de las ciencias, fue colaborador cercano de José Celestino Mutis en la Expedición Botánica, vehículo en el que se montaron las generaciones de criollos que prepararon el terreno para el movimiento que culminó, en su primera etapa, el 20 de julio de 1810, y del que Nariño fue su conductor más importante. Por eso se le ha dado el título de Precursor. Pero Nariño fue mucho más que un simple Precursor, porque no sólo pensó sino que también actuó. Lo que predicó con la palabra lo respaldó con hechos.

Su influencia sobre grandes personajes contemporáneos fue grande. Simón Bolívar lo tuvo por uno de sus maestros e inspiradores. La generación que el 20 de julio de 1810 se lanzó a la vida política giró en torno a Nariño, ya fuera a favor o en su contra. Como gobernante dio ejemplo de moderación en el uso del poder y al mismo tiempo de firmeza en el mando. Mostró respeto absoluto por la opinión ajena, en consonancia con sus ideales, y fue un maestro de la polémica. Su manejo del humor y de la ironía lo hicieron un adversario temible y un escritor exquisito.

Como militar demostró una destreza asombrosa. Dirigió victorioso hasta los ejidos de Pasto el ejército patriota, sorteó mil penalidades y ganó siete batallas en las condiciones más desventajosas. Si al disponerse a tomar Pasto el destino no le hubiese puesto zancadilla, él mismo se hubiera encargado de liberar el continente.

Antonio Nariño estuvo a la vanguardia de su tiempo. Encarnó como pocos el Siglo de las Luces del Siglo XVIII, que impulsó no sólo las gestas de la Independencia, la libertad de expresión y el respeto de los Derechos Humanos. También encarnó ese espíritu utopista que les hizo creer a tantos pensadores y humanistas de Europa que América y sus nacientes naciones eran un territorio abierto para soñar, para pensar y para construir mundos mejores. En un país en el que se ha vuelto norma limitar las libertades individuales y el derecho a disentir, las ideas y actos de Nariño se hacen tan necesarios y urgentes como lo fueron en su tiempo.

Un espiritu librepensador

Antonio Nariño y Alvarez nació en Santa Fe de Bogotá el 9 de abril de 1765, hijo del gallego Vicente Nariño, contador oficial del rey, y de la bogotana Catalina Alvarez del Casal. Aunque estudió algunos años en San Bartolomé o Colegio de San Carlos, su educación fue en lo esencial autodidacta. Adquirió numerosos conocimientos en la biblioteca de su padre y, sobre todo, en la bien nutrida de su tío Manuel de Bernardo Alvarez, quien lo inició en el pensamiento ilustrado.

Contrajo matrimonio con Magdalena Ortega y Mesa en 1785, cuando tenía 20 años. En julio de ese año el virreinato fue sacudido por un terremoto que desbarató la capital. Nariño aprovechó la circunstancia para obtener del Superior Gobierno permiso de publicar un periódico o gaceta cuyo fin primordial era suministrar noticias acerca del movimiento sísmico.

El periódico, editado en la Imprenta Real de Santa Fe, se llamó Aviso del Terremoto en la Ciudad de Santa Fe y circuló apenas tres días después de ocurrido el sismo con noticias de lugares remotos afectados, lo que todavía resulta inexplicable dada la lentitud con que se recorrían entonces las grandes distancias.

Lo cierto es que el Aviso del Terremoto está al día en detalles y pormenores de los estragos causados por el terremoto en todos los rincones del reino, y eso le garantizó un éxito completo, gracias al cual Nariño logró permiso para continuar la publicación con el título de la Gaceta de la Ciudad de Santa Fe. Sin embargo el Superior Gobierno desconfió de la publicación y la frenó, prohibiendo el acceso de papel periódico a la capital. La Gaceta de Santa Fe duró tres semanas y en ella, tanto como en el Aviso, Nariño mostró sus dotes periodísticas y de escritor.

Antes de cumplir 24 años fue elegido Alcalde de segundo voto por el cabildo de Santa Fe junto con José María Lozano, heredero del marqués de San Jorge. Nariño tuvo enfrentamientos con el oidor Joaquín de Mosquera y Figueroa por temas de autoridad. En 1791 el cabildo eligió a Nariño como Alcalde principal, cargo en el que propició la lotería pública para financiar el Hospital de San Juan de Dios y el Hospicio de la ciudad.

De un oficial del virrey José de Ezpeleta, de apellidos Ramírez Arellano, Nariño obtuvo una copia del libro Historia de la Revolución de 1789, en Francia, donde encontró el texto de Los derechos del Hombre y del Ciudadano, cuyos 17 artículos tradujo y publicó en su imprenta patriótica, que también producía el Papel Periódico de Santa Fe. Siete meses después los espías del oidor Mosquera denunciaron la publicación de los Derechos como un papel subversivo y delataron una conspiración encabezada por Nariño, quien se encontraba en Fusagasugá, donde compraba quina que exportaba a Europa.

El 19 de agosto Nariño regresó a Santa Fe, donde se enteró de la conspiración y fue informado de que se le acusaba de ser el jefe de la misma. El 29 de agosto el oidor Mosquera dio la orden de capturarlo. Tras un juicio que duró poco más de un año y una defensa no de sí mismo sino de los Derechos del Hombre y la Libertad de Expresión que aterrorizó a sus acusadores, Nariño fue condenado en 1794 junto a sus compañeros a prisión en Ceuta y a destierro perpetuo por haber traducido los Derechos del Hombre y algunos pasquines sediciosos.

Es importante aclarar que entre 1789 y 1794 se había creado la tertulia de Nariño a la que concurren estudiantes, hombres de ciencia, profesores y viajeros, y a la que pertenecían el médico Louis de Rieux, Francisco Antonio Zea, Sinforoso Mutis, Enrique Umaña, José María Cabal y otros.

Lejos de doblegarlo este revés le duplicó los alientos de libertad. Gracias a la ayuda de algunos amigos, supuestamente masones, logró escapar. Se paseó por Madrid con un nombre ficticio, viajó a París, donde se entrevistó con Tallien, y luego a Londres, donde William Pitt, el joven, oyó los planes de Nariño y le ofreció apoyo, oferta que no pasó de ahí. En 1797 Nariño ingresó al Nuevo Reino por Venezuela disfrazado de sacerdote, con el fin de pasar unos días con su familia. Durante dos meses recorrió a pie o en burro El Socorro, San Gil y Tunja.

Planes secretos

De acuerdo con el historiador Frank Safford, experto en historia de Colombia, Nariño indagó las posibilidades de empezar una revolución en la provincia del Socorro, la tierra de los Comuneros. Habló con los curas porque sabía que ellos tenían una influencia determinante en sus feligreses, pero también lo hizo con la gente.

Encontró que muchos todavía se quejaban de la alcabala, que el pueblo consideraba una molestia porque se colectaba sobre artículos de pequeño valor. También había resentimiento por el hecho de que el pueblo sufrió castigos después de la rebelión comunera mientras las élites locales escapaban a las penas. Nariño concluyó que el pueblo de la región de Guanentá (actual departamento de Santander) estaba descontento, pero era demasiado ignorante para empezar una rebelión por sí misma.

Sin embargo Nariño elaboró su plan. El creía que era necesario empezar la revolución en el campo en vez de la capital, donde la gente no sería fácil de convencer. En cambio, los campesinos aburridos con la rutina rural, abrazarían la novedad de una revolución. Además, en la capital había ejército y, como Nariño ya sabía, en Santa Fe de Bogotá nadie podía guardar un secreto.

El plan fue ir a Palo Gordo, en la provincia de El Socorro, en donde merodeaban pandillas de 'hombres peligrosos' a quienes Nariño trataría de ganar con 'promesas'. Aprovecharía los días de mercado para reclutar más gente, como se hizo en la rebelión comunera. Pensaba que el ejército real no podía derrotar sus fuerzas porque sus oficiales no conocían la provincia o en caso necesario, los socorranos podrían defenderse cortando las tarabitas para impedir el tránsito de la tropa en los empinados desfiladeros y cañones.

A pesar de haber desarrollado un plan tan interesante, en vez de llevarlo a cabo regresó a Santa Fe donde confesó todas sus andanzas al arzobispo, quien inmediatamente informó al virrey. Nariño volvió a la prisión. De acuerdo con Safford, "no se sabe por qué Nariño dejó de perseguir su plan. Acaso concluyó que el pueblo no estaba suficientemente preparado. Posiblemente desconfiaba del clero local, aunque algunos de ellos habían aceptado los ejemplares del Contrato Social de Rousseau y la Constitución Francesa que Nariño les había proferido. Probablemente él mismo tenía dudas".

Otros autores consideran que una vieja enfermedad que casi lo mata lo obligó a regresar a Santa Fe con tan mala suerte que cerca de la capital se encontró con dos antiguos vecinos realistas que lo reconocieron y lo denunciaron. Lo cierto es que pasó seis años preso en la cárcel de Santa Fe y fue liberado en 1803 a instancias de José Celestino Mutis, quien aseguró que el prisionero moriría en breve si continuaba en el ambiente insalubre de la prisión.

En esos seis años Nariño estuvo en contacto permanente con los criollos que trabajaban por la Independencia, los orientó y publicó artículos económicos en el Correo Curioso de su amigo Jorge Tadeo Lozano. Escribió incluso un plan de reformas económicas cuya adopción habría significado la independencia económica de estos países. Sobra decir que la hacienda española ordenó archivarlo.

La vida militar

Una vez libre recuperó la salud y comenzó a colaborar en El Redactor Americano de Manuel del Socorro Rodríguez que, como en el Papel Periódico, sabía cómo ser subversivo entre líneas. Hizo negocios agropecuarios y armó una conspiración que estaba para estallar en 1809 cuando la denunció el tío de uno de los comprometidos. En seguida fue enviado preso a Cartagena, acompañado por su hijo Antonio.

Por el camino, los dos Antonios se fugaron de los guardias durante la confusión provocada por una tormenta y llegaron a Santa Marta. Delatado por un espía, Nariño cayó otra vez en poder de los españoles que lo remitieron a su destino original: las mazmorras de Bocachica. De allí, tras la mediación de Antonio Villavicencio, lo pasaron a las cárceles de la Inquisición, que lo aliviaron de las cadenas.

En agosto de 1810, luego del levantamiento de Cartagena, salió libre y se alojó en la casa de su amigo Enrique Somoyar. Estaba preocupado. No tanto por su suerte como por la amenaza de división interna entre los patriotas. Esta se desprendía de un manifiesto en el que la Junta Gobernativa de Cartagena proponía que el Congreso Provisional Constituyente se reuniera no en la Capital del reino sino en Medellín, con carácter de permanente.

Nariño redactó y publicó las Consideraciones sobre los inconvenientes de alterar la invocación hecha por la ciudad de Santa Fe en 29 de julio del presente año. El alegato fue convincente y los cartageneros desistieron de su iniciativa. Mientras tanto, los nuevos gobernantes de Santa Fe se habían olvidado de su maestro y no querían enviarle los viáticos para que regresara. O mejor, no querían que regresara.

La actitud enérgica de Magdalena Ortega, respaldada por José María Carbonell y una multitud de partidarios de Nariño, obligaron a la Junta de Santa Fe a mandarle 400 pesos de viáticos y, como último recurso para mantenerlo alejado, un nombramiento de ministro plenipotenciario en Estados Unidos que Nariño no aceptó. Volvió a Santa Fe en diciembre, participó en el Congreso Constituyente, del que fue nombrado Secretario.

En el semanario La Bagatela, periódico que se ha vuelto legendario, le hizo oposición al presidente Jorge Tadeo Lozano, al que consideraba débil y bobalicón. Las campañas de La Bagatela tumbaron a Lozano y el pueblo aclamó a Nariño como nuevo Presidente de Cundinamarca. Su propósito de gobernar con el pueblo, de prepararlo para enfrentar la reconquista inminente por parte de España -que ya había advertido en su periódico-, así como sus programas sociales, económicos y agrarios de profunda raigambre democrática, lo enemistaron con el Congreso, que le declaró la guerra.

En la batalla de San Victorino, el 9 de enero de 1813, el presidente Nariño derrotó a sus atacantes y dejó al Congreso sin dientes. Una vez tranquilizado este frente instaló el Colegio Electoral, con un discurso clamoroso ("el mejor discurso político de la época", según el escritor e historiador español Ramón Ezquerra), impregnado de profunda filosofía que se conserva y aumenta su vigencia con el paso de los años. Después se dedicó a organizar la expedición libertadora del Sur con un ejército de 3.000 hombres, al frente del cual salió en 1813 mientras a sus espaldas el Congreso fraguaba la traición.

Nariño derrotó a los españoles y a sus aliados, los feroces patianos, en batallas enconadas en el Alto Palacé, Calibío, Juanambú y Tacines, donde dejó el grueso de sus tropas y avanzó con el resto hacia Pasto, no sin prometerles a sus muchachos que "comerían pan fresco, que lo hacen muy bueno" en esa capital.

En ese punto la fatalidad se atravesó en el destino de Nariño. Alguien aviso en el campamento que el general había sido derrotado y muerto. Cuando Antonio Nariño hijo llegó al campamento con la orden de su padre para que el ejército se moviera hacia Pasto, encontró que las tropas habían clavado los cañones y retrocedido a Popayán. En esas condiciones, luego de una pelea intensa de más de 10 horas, Nariño tuvo que abandonar el campo, mandó a sus hombres a que se pusieran a salvo y se internó en la maleza. Dos días más tarde fue capturado por unos patianos, que lo condujeron, sin saber quién era, ante el jefe realista Melchor Aymerich.

Llevado prisionero a Quito, lo remitieron de nuevo a la Península. Permaneció encerrado en la real cárcel de Cádiz otros siete años. Sus amigos se ocuparon de hacerle la prisión lo menos penosa posible y en los últimos meses escribió y le publicaron en la Gaceta de Cádiz los artículos titulados Cartas de Enrique Somoyar que precipitaron la rebelión liberal de Riego en las cabezas de San Juan, en consecuencia de la cual Nariño fue liberado y proclamado diputado americano a Cortes. No obstante Nariño no estaba para honores dudosos y escapó de la Península antes de que el rey Fernando VII ordenara su recaptura.

En Gibraltar le entregaron varios números de El Correo del Orinoco, en el que vio reproducidas sus Cartas y por el cual se enteró de que Francisco Antonio Zea, su viejo amigo y compañero de revolución y de exilio, estaba en Londres como jefe de la legación de Colombia. Viajó a Londres para reencontrarse con él, lo ayudó en la gestión de un empréstito que el Libertador necesitaba con urgencia y escribió varios artículos para el Correo del Orinoco con el seudónimo de 'Un Colombiano', en defensa de la causa americana.

A su regreso a Colombia fue saludado con alborozo por el Libertador Simón Bolívar, con quien se encontró en Achaguas. Bolívar acababa de recibir la noticia de la muerte del vicepresidente Juan Germán Roscio y de inmediato nombró a Nariño en ese cargo y le recomendó la pronta instalación del Congreso Constituyente de Cúcuta, del que dependía el futuro de la República. Nariño cumplió su cometido, pero fue víctima de los ataques y las triquiñuelas mezquinas de los antiguos federalistas que ahora acataban al general Francisco de Paula Santander, vicepresidente de Cundinamarca.

Cansado y agobiado por sus achaques Nariño renunció a la vicepresidencia de la República y regresó a Bogotá. Allí se enteró de que había resultado electo senador por Cundinamarca y que, al mismo tiempo, había sido acusado de defraudador del tesoro de diezmos, de haberse entregado al enemigo en Pasto y de haber abandonado por su gusto el país en momentos críticos. Nariño respondió a estas acusaciones en la inauguración del Senado de 1823 y demolió a sus acusadores en un discurso grandioso que ha sido catalogado como una de las piezas mayores de la oratoria en lengua española.

Publicó Los Toros de Fucha para reclamar, como ya lo había hecho en 1794, el respeto a la libertad de expresión amenazada por ciertas actitudes arbitrarias de Santander, su sucesor en la vicepresidencia de la República. Las diferencias quedaron zanjadas en forma cordial y Nariño, cuyo cuerpo deteriorado exigía un poco de reposo, se retiró a Villa de Leiva, donde murió el 13 de diciembre de 1823, a los 58 años.

Un legado de dos siglos

Nariño es hoy una figura tan actual como lo fue en su tiempo. Su pensamiento conserva enseñanzas que en la actualidad servirían para encontrar soluciones a la enorme crisis que vive el país. En sus discursos ante el Colegio Electoral de Cundinamarca, en sus artículos de La Bagatela, en sus cartas y mensajes, en Los Toros de Fucha, aparecen de manera continua reflexiones vivas, palpitantes.

Amó a su patria sin otro interés que el de servirla y engrandecerla y en esos propósitos sacrificó su fortuna, su familia, su salud y su libertad personal. Su patriotismo le costó 19 años en diferentes prisiones. Bastantes para amansar a cualquiera, menos a Nariño.

Como gobernante habría que tenerlo siempre presente. Adelantó reformas básicas en educación, sustituyendo la escolástica por la científica. Ordenó recursos para auxiliar a los más necesitados mientras se estructuraba una política social de largo alcance. Proyectó una reforma agraria que espantó a los terratenientes de la época y fue la causa de la guerra civil de 1813. Creó los bonos de tesorería para fortalecer el fisco, modernizó la Casa de Moneda, adelantó mejoras urbanas notables en Bogotá e impulso la producción agrícola con miras a la exportación.

La expresión de Manuel del Socorro Rodríguez que señala al gobierno de Nariño como "digno por cierto de desearse eterno" no era gratuita, ni un simple elogio. En síntesis, Nariño fue precursor, libertador, mártir, guerrero, periodista, pensador, economista y humanista.

Miguel Antonio Caro afirmó en su libro Artículos y discursos de agosto de 1872, que si "podemos subir más arriba (en la historia) y buscar la cuna de la República, esa se encuentra en la biblioteca de Nariño".

Tomado de Revista Semana,
Jueves 11 Diciembre 1980

lunes, 19 de julio de 2010

Discurso del prócer Antonio Nariño ante el Senado

Hoy me presento, señores, como reo ante el Senado de que he sido nombrado miembro, y acusado por el Congreso que yo mismo he instalado, y que he hecho este nombramiento; si los delitos de que se me acusa hubieran sido cometidos después de la instalación del Congreso, nada tendría de particular esta acusación; lo que tiene de admirable es ver a dos hombres que no habrían quizá nacido cuando yo ya padecía por la Patria, haciendo cargos de inhabilitación para ser Senador, después de haber mandado en la República, política y militarmente, en los primeros puestos sin que a nadie le haya ocurrido hacerme tales objeciones. Pero lejos de sentir este paso atrevido, yo les doy las gracias por haberme proporcionado la ocasión de poder hablar en público sobre unos puntos que daban pábulo a mis enemigos para murmuraciones secretas; hoy se pondrá en claro, y deberé a estos mismos enemigos, no mi vindicación, de que jamás he creído tener necesidad, sino el poder hablar sin rubor de mis propias acciones. ¡Qué satisfactorio es para mí, señores, verme hoy, como en otro tiempo Timoleón, acusado ante un Senado que él había creado, acusado por los jóvenes, acusado por malversación, después de los servicios que había hecho a la República, y el poderos decir sus mismas palabras al principiar el juicio: oíd a mis acusadores - decía aquel grande hombre – oídlos, señores, advertid que todo ciudadano tiene el derecho de acusarme, y que en no permitirlo daríais un golpe a esa libertad que me es tan glorioso haberos dado.

No comenzaré, señores, a satisfacer estos cargos implorando, como se hace comúnmente, vuestra clemencia, y la compasión que naturalmente reclama todo hombre desgraciado: no, señores, me degradaría si después de haber pasado toda mi vida trabajando para que se viera entre nosotros establecido el imperio de las leyes, viniera ahora al fin de mi carrera a solicitar que se violara en mi favor. Justicia severa y recta es lo que imploro en el momento en que se va a abrir a los ojos del mundo entero el primer cuerpo de la Nación y el primer juicio que se presenta. Que el hacha de la ley descargue sobre mi cabeza, si he faltado alguna vez a los deberes de hombre de bien, a lo que debo a esta patria querida, a mis conciudadanos. Que la indignación pública venga tras la justicia a confundirme, si en el curso de toda mi vida se encontrase una sola acción que desdiga de mi acreditado patriotismo. Tampoco vendrán en mi socorro documentos que se puedan conseguir con el dinero, el favor y la autoridad; los que os presentaré están escritos en el cielo y la tierra, a la vista de toda la república, en el corazón de cuantos me han conocido, exceptuando sólo un cortísimo número de individuos del Congreso, que no veían porque les tenía cuenta no ver.

Suponed, señores, que en lugar de haber establecido una imprenta a mi costa; en lugar de haber impreso los Derechos del Hombre; en lugar de haber acopiado una exquisita librería de muchos miles de libros escogidos; en lugar de haber propagado las ideas de la libertad, hasta en los escritos de mi defensa, sólo hubiera pensado en mi fortuna particular, en adular a los virreyes, con quienes tenía amistad, y en hacer la corte a los oidores, como mis enemigos se la han hecho a los expedicionarios. ¿Cuál habría sido mi causal en los dieciséis años que transcurrieron hasta la revolución? ¿Cuál habría sido hasta el día?

¿Y porque todo lo he sacrificado por la patria, se me acusa hoy se me insulta con estos mismos sacrificios, se me hace un crimen de haber dado lugar, con la publicación de los Derechos del hombre, a que se confiscaran mis bienes, se hiciera pagar a mis fiadores, se arruinara mi fortuna, y se dejara en la mendicidad a mi familia, a mis tiernos hijos? En toda otra República, en otras almas, se habría propuesto, en lugar de una acusación, que se pagasen mis deudas, del Tesoro público, vista la causa que las había ocasionado, y los veintinueve años que después han transcurrido. Dudar, señores, de que mis sacrificios han sido por amor a la Patria, es dudar del testimonio de vuestros propios ojos. ¿Hay entre las personas que me escuchan, hay en esta ciudad y en toda la República, una sola persona que ignore los sucesos de estos veintinueve años? ¿Hay quien no sepa que la mayor parte de ellos los he pasado encerrado en el Cuartel de la Caballería, de esta ciudad, en el de Milicias, de Santa Marta, en el del Fijo de Cartagena, en las Bóvedas de Bocachica, en el castillo del Príncipe de la Habana, en Pasto, en el Callao de Lima, y, últimamente, en los calabozos de la Cárcel de Cádiz? ¿Hay quien no sepa que he sido conducido dos veces en partida de registro a España, y otra hasta Cartagena? Todos lo saben; pero no saben ni pueden saber los sufrimientos, las hambres, las desnudeces, las miserias que he padecido en estos lugares de horror por una larga serie de años. Que se levanten del sepulcro Miranda, Montúfar, el virtuoso Ordóñez, y digan si pudieron resistir a sólo una parte de lo que de lo que yo por tantos años he sufrido: que los vivos y los muertos os digan si en toda la República hay otro que os pueda presentar una cadena de trabajos tan continuados y tan largos como los que yo he padecido por la Patria, por esta Patria por quien hoy mismo se me esta haciendo padecer.

A la vista, señores, de cuanto he expuesto hasta aquí, de todo cuanto habéis oído, ¿creéis que esta acusación se ha intentado por la salud de la República, o por un ardiente celo, o por un puro amor a las leyes? No, señores, hoy me conducen al Senado las mismas causas que me condujeron a Pasto: la perfidia, la intriga, la malevolencia, el interés personal de unos hombres que, por despreciable que sean, han hecho los mismos daños que el escarabajo de la fábula. En Pasto, al conducir la campaña, porque yo era el último punto enemigo para llegar a Quito, se me hace una traición, se me desampara, se corta el hilo de la victoria, y, por sacrificarme, se sacrifica a la Patria. ¡Qué de males van a seguir! ¡Cuántas lágrimas, cuánta sangre va a derramarse! ¡Qué calamidades va a traer a la República este paso imprudente, necio, inconsiderado! No hablo señores ante un pueblo desconocido; hablo en medio de la República, en el centro de la Capital, a la vista de estas mismas personas que han sufrido, que están sufriendo aún los males que ocasionó aquel día para siempre funesto. Yo me dirijo a vosotros y al público que me escucha, ¿Sin la traición de Pasto, hubiera triunfado Morillo? ¿Se habrían visto las atrocidades que por tres años continuos afligieron a este desgraciado suelo? ¿Hubieran Sámamo y Morillo revolcádose en la sangre de nuestros ilustres conciudadanos? No, señores, no; siempre triunfante hubiera llegado a Quito, reforzado el ejército, vuelto a la capital, y sosegado el alucinamiento de mis enemigos con el testimonio de sus propios ojos; hubiéramos sido fuertes e invencibles. Santa Marta, antes que llegase Morillo, habría sido sometida a la razón, y sin este punto de apoyo Morillo no habría tomado a Cartagena, y esta capital habría escapado de su guadaña destructora. Y después que se sacrificó mi persona, los intereses de la Patria, y se inmolaron tantas inocentes víctimas por viles y ridículas pasiones, ¿se me acusa de haber sido sacrificado quizá por algunos de los mismos que concurrieron a aquel sacrificio? Sí, yo veo entre nosotros, no sólo vivos, sino empleados acomodados, a muchos de los que cooperaron en aquella catástrofe.

"Si vosotros, señores, al presentaros a la faz del mundo como legisladores, como jueces, como defensores de la libertad y de la virtud, no dais un ejemplo de la integridad de Bruto, del desinterés de Foción y de la justicia severa de Atenas, nuestra libertad va a morir en su nacimiento. Desde la hora en que triunfe el hombre atrevido, desvergonzado, adulador, el reino de Tiberio empieza, y el de la libertad acaba.”

Antonio Nariño (Bogotá, 1765 - Villa de Leyva, 1823)

Dirigente de la independencia de Colombia. Estudió Filosofía y Derecho y obtuvo varios cargos de la que entonces se llamaba Santa Fe de Bogotá, capital del virreinato español de Nueva Granada. Reunió a su alrededor a un círculo de adictos al pensamiento ilustrado y liberal que procedía de Europa y Norteamérica. En 1793 tradujo e imprimió la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano que había proclamado la Revolución francesa, y poco después varios panfletos con sus propias ideas revolucionarias; por todo ello fue condenado a presidio en el norte de África, pero consiguió escapar y refugiarse en París (1796). Allí tomó contacto con la Revolución y probablemente se inició su adhesión al centralismo político y administrativo.

En 1796 se trasladó a Gran Bretaña, donde consiguió apoyo para un proyecto de sublevación independentista de las colonias americanas, en el marco de la guerra hispano-británica de 1796-97; fracasó en el intento de sublevar Venezuela y fue encarcelado (1797-1803 y 1809-10). En 1810 estalló la rebelión independentista, aprovechando que la metrópoli estaba ocupada por el ejército de Napoleón; Nariño no pudo participar, pero se unió a los rebeldes tan pronto como éstos le liberaron. En las confrontaciones políticas, que enseguida degeneraron en guerra civil, Nariño representó la opción centralista frente a los federalistas, mayoritarios en el Congreso de las «Provincias Unidas de Nueva Granada».

Consiguió hacerse con la presidencia del Estado de Cundinamarca -la actual Colombia-, autónomo desde 1811; en 1812 fue derrotado, pero al año siguiente recuperó el control de Cundinamarca y la proclamó independiente. No obstante, dejó la presidencia para ponerse al mando del ejército que intentaba hacer frente al avance español desde el sur; los realistas le derrotaron en 1814 y le enviaron de nuevo preso a Cádiz.

El pronunciamiento liberal del general Riego le devolvió la libertad en 1820. Volvió a América, donde Bolívar le nombró vicepresidente de su República de Colombia (que agrupaba las actuales Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá); pero renunció después de que sus propuestas políticas fueran desestimadas por el Congreso de Cucutá (1821).

En sus últimos años se dedicó al periodismo y la producción literaria; llaman la atención sus columnas políticas, en las que alternan el pensamiento ilustrado, la filosofía de alto vuelo, el fino sarcasmo y cierto tono de decepción ante el rumbo político que había tomado su patria (de la Libertad al caudillismo).

miércoles, 7 de julio de 2010

El emperador Claudio: recuerdos de su psiquiatra

PSICOTERAPIA PARA CLAUDIO

Introducción

Es extraño para estas personas ver a alguien con mi aspecto. Los entiendo. Para mí también resulta raro, aunque fascinante, estar frente a frente con ellos. Augusto, el primer emperador de los romanos; su buen amigo, el senador Fabio Máximo; la imponente Livia, esposa de Augusto. No ha querido quedarse Tiberio, arguyendo que las cosas estaban suficientemente difíciles en Germania como para quedarse a hablar sobre un “muchacho enclenque que nunca llegará a ser lo que fue su padre”. ¿Cómo he llegado aquí? Ellos no se lo explican. Yo lo intuyo: es lo que permite mi propia fantasía, esa ventana mágica que Winnicott llamó alguna vez “el espacio transicional”.

I

Claudio es un niño de catorce años. Su padre ha muerto cuando sólo tenía unos meses. Su madre, al enviudar, se ha vuelto retraída y taciturna. Cuida de él, pero no parece ser muy afectuosa. Augusto, su abuelo, se disponía a proporcionarme más información (unas cartas con testimonios del pedagogo y dos maestros de Claudio, y una extensa relación de las enfermedades de Claudio escrita por Antonio Musa, su médico personal), pero le he asegurado que no es necesario por el momento. Que prefiero en ese encuentro inicial con mi paciente tener una experiencia directa, plena, no sesgada, y que por eso sólo leo las anotaciones hechas por los otros a posteriori, después de vivir la experiencia inicial. Augusto, algo confundido, me ha dicho que no está de acuerdo con “esos extraños métodos del futuro”, pero que acepta, “por el bien de Claudio, y el mío, ya que un hombre que dirige un Imperio debe saber llevar bien el timón también en su familia”. Livia añade que lo ideal sería que me llevase a Claudio de ahí, “hacia otra época, para librarnos de su estupidez y sus tonterías”. Acto seguido, me conduce hacia una habitación alejada del bullicio de casa, y solicita a los sirvientes que me den una ropa “adecuada”. Me parece una medida pertinente. “El pequeño Claudio es muy inestable, y en la medida en que lo vea menos extraño se sentirá menos asustado”, explica. Acepto y confirmo lo que siempre se ha dicho de él: es un hombre prudente. Por eso salió indemne de la guerra civil y ha sobrevivido a todos los cambios políticos. Se retira y cortésmente anuncia que hará venir a Claudio.

Al cabo de unos minutos, creo divisar una figura escuálida que avanza hacia mí. Parece que cojea. Al traspasar el umbral de la habitación, tengo la primera impresión de mi paciente. Claudio es delgado, de tez muy blanca y pálidos cabellos; su mirada, aunque tímida, es inteligente. Viste sencillamente, casi como si fuera el hijo de uno de los criados; mira al piso la mayor parte del tiempo.


- ¿Me ha mandado llamar el señor? (su voz sonaba débil, quebradiza)
- Hola, Claudio. ¿Puedo llamarte Claudio, cierto?
- Sí.
- ¿Te gustaría saber quién soy?
- Ya estaba por preguntártelo- contestó, alargando una de las sílabas, esforzándose en no tartamudear.
- Me llamo David. Mi nombre completo es David Alberto Campos.
- Así como mi nombre es Tiberio Claudio Druso Nero, pero me llaman Claudio. ¿Y qué hace?
- Soy psiquiatra. ¿Sabes qué hacen los psiquiatras?
- No quiero parecer arrogante, señor, pero puedo adivinarlo. Sé griego y etrusco. Debe usted saber mucho de las personas. Pero no es mago, sino médico. Como un médico del alma. Augusto me ha dicho que viene de otra época, del futuro, y que es muy distinto, en muchas cosas, a nosotros, pero que es un hombre de confianza. Eso me tranquilizó un poco. ¿Se siente cómodo con esa toga?
- Sí, Claudio, bastante cómodo.
- He leído de otros pueblos, que se visten distinto, que hablan lenguas diferentes. Hay unos, al este de Iliria, que usan pantalones y gorros de piel. Otros, cerca al reino de los partos, usan unos vestidos largos y ceñidos al cuerpo. Los númidas van casi desnudos, pero llenos de pintura encima. Los galos…perdone, ya debo estar aburriéndolo. Todos en casa dicen que soy un fastidio.
- La verdad es que me pareces un chico bastante listo.
- ¿En serio? Sería el primer adulto que no me considera un tonto. Bueno, hay otros dos. Polio, uno de mis mentores, dice que soy astuto. También Tito Livio. ¿Sabe? Gracias a Tito Livio puedo entender que esté acá. Él también hace viajes a través del tiempo, imaginando escenas fantásticas, pero no por eso improbables. Ha escrito incluso una Historia de cómo sería Occidente si Alejandro el Grande hubiese avanzado hacia el oeste y no hacia el este en sus conquistas. Él, como usted, puede viajar en el tiempo. A propósito, ¿cuál es su patria?
- Colombia, en el sur de América. Entre el océano Atlántico y el Pacífico.
- Ah…impresionante…todos en Roma creen que el mundo se acaba en Hispania, pero son unos ignorantes. En un libro de Platón leí una vez sobre un lugar así. O al menos debe estar cerca…Entonces, usted es un médico del alma, es de una época diferente, viene de un mundo que queda más allá de las columnas de Hércules, es amistoso y, por lo visto, se contenta con hablar conmigo, sin pincharme ni hacerme tomar ningún jarabe. Eso lo hace bien distinto a otros médicos, que sólo saben dar pócimas y suturar heridas, sin tener en cuenta lo que sus clientes sienten. Pero dígame, ¿quién lo trajo aquí?, ¿lo llamó alguien?
- Tu abuelo Augusto.
- Me lo suponía. Él se preocupa mucho por mí. Pese a todas sus ocupaciones. Es un gran César…aunque yo creo que debería renunciar. Tantos años ocupando el trono le han amargado el carácter. Claro que sólo puedo decirle esto a usted…
- ¿Y eso?
- Sí, cualquier opinión contraria al poder imperial es censurada, y a quien la profiera pueden exiliarlo o condenarlo a muerte. Augusto es benevolente y permite que incluso hablen mal de él, pero no Livia. La abuela sabe que si él se separa del trono, cesa su poder. Poder a través del cual ella ejerce su voluntad. El César gobierna al mundo, pero Livia gobierna al César. Mi propio padre, que era un buen general pero tenía ideas republicanas, fue envenenado por orden de ella. Eso me ha dicho Agripina, la hija de tía Julia. Y me ha dicho que a Julia la desterraron porque conocía todo eso, no solamente por sus escándalos.
- Bueno, cuando estés hablando conmigo eres libre de decir todo lo que se te ocurra. Nadie te estará juzgando, ni censurando.
- Eso es bueno. Usted es como esas tribus cercanas a Viena, más allá de los Apeninos. Neutral.

Poco a poco, su voz iba haciéndose más clara. Había levantado la mirada del suelo y conversaba más fluidamente. Su misma postura era menos tensa. A veces, como cuando me llamó “neutral”, Claudio sonreía.

- Entonces fue Augusto el que quiso que me viera…él realmente está muy preocupado. He escuchado conversaciones que ha mantenido a solas con Livia. Le angustia la posibilidad de que no pueda casarme con nadie.
- ¿Cómo te has sentido al respecto?
- Muy mal. ¿Puede uno sentirse bien cuando escucha que su familia teme que ninguna mujer va a querer su compañía, por el hecho de ser feo? ¿Por ser tartamudo, renco, supuestamente tonto y enfermo?

Claudio levantó la voz por un momento. Percibí su ira, su frustración. Sentí pesar, y hasta deseos de obsequiarle una de las golosinas que Augusto había ordenado que me dejaran de refrigerio. Empecé a pensar: ¿por qué este paciente evocaba en mí esos sentimientos? ¿Los evocaba en todos?

- He visto cómo se han comprometido Cástor y Livila, Germánico y Agripina. Pero Augusto cree que nadie va a quererme. Y le duele mucho, pues me quiere y me protege. Como siempre hizo con Druso, mi propio padre. Es un buen pater familias. Además está convencido que los ciudadanos romanos deben reproducirse a toda prisa, para asegurar el dominio de Roma sobre las otras naciones. Por eso decretó las Leyes Matrimoniales. ¿Ha podido leerlas? ¿Han llegado a su tiempo?
- Sí, han sobrevivido.
- Eso es lo bueno de dejar las cosas por escrito. Permanecen en el tiempo. Cuando no seamos más que huesos, viviremos en nuestras obras. Por eso me gusta escribir, aunque mamá me regañe. Dice que escribo tonterías, y que el papel está muy caro.
- ¿Qué estás escribiendo?
- Una pequeña historia sobre papá. Nunca lo conocí, pero he oído hablar de él a muchas personas. ¿Quién sabe? A lo mejor, en unos años, incluya esa historia dentro de una historia más larga. Pero aún soy un niño, tengo que pulir mi estilo.
- ¿Cómo era tu papá?
- Muy distinto a mí: alto, apuesto, fornido…un gran militar. Zurró a los germanos en varias ocasiones. Era muy valiente. Yo, en cambio, siento mareo con la sola idea del campo de batalla cubierto de vísceras, sangre y hombres moribundos. También era buen orador, en el Foro y el Senado destacó por su estilo claro y conciso. Yo, en cambio, soy tartamudo y lento, tengo la lengua trabada y mi voz no se escucha al aire libre. Él se casó sin problema con mi madre Antonia, nada menos que la hija del gran Marco Antonio. En cambio, a mí me tendrán que casar con alguna plebeya, pues sólo tengo de atractivo mi linaje.

Vi que a Claudio lo agobiaban ideas de minusvalía y fracaso. Que no confiaba en sus capacidades. Estuve tentado a ofrecerle consejería al respecto (“para volverte un buen orador, practica a orillas del mar, como Demóstenes”, o “empieza a hacer ejercicio junto a los soldados que se entrenan en los campos de Marte y serás musculoso y deseado por las romanas”), pero me contuve. Recordé a mis profesores, que tanto me advirtieron sobre el asunto. Uno siempre se siente con ganas de ofrecer consejo en estas (y otras) circunstancias, pero el consejo es un arma de doble filo: puede que no conduzca al resultado esperado, o puede ser tomado a mal por el paciente, o, aún cuando de resultado, le quita al paciente la oportunidad de pensar por sí mismo. La psicoterapia es para que el paciente piense, no para que el terapeuta lo “instruya” como si fuese un capataz dando órdenes a sus subalternos.

- Y dime, Claudio. ¿Te gusta leer algo más, aparte de Historia?
- Sí, Leyes. Incluso me gusta merodear por ahí, cuando Augusto está presidiendo algún juicio. Me fascina escuchar a los querellantes, exponer sus puntos de vista. El fluir de los argumentos, a favor y en contra. Pero soy el único al que le gusta eso. Augusto sólo asiste a los juicios por obligación; en cambio, ama la poesía. Incluso es amigo de Horacio y ha escrito algunos poemas. A mi hermano Germánico le gusta mucho la comedia. A tío Tiberio, las fábulas. Livila lee a hurtadillas autores que no le agradan a Augusto: Ovidio, Eurípides y Píndaro.

Observo que Claudio se ha levantado de su asiento (tan espontáneamente como se sentó) y se ha dirigido a un escritorio que se encuentra en la esquina de la habitación.

- Toma. Te lo regalo. Es una carta de Druso, mi padre, a tío Tiberio. ¿Sabes? Es posible que papá haya sido la única persona a la que Tiberio quiso en este mundo; cuando murió, el tío se hizo mucho más agrio e intratable. Tú, que sabes del alma de los hombres, apreciarás este documento. Tío Tiberio es cruel y vengativo, pero su hermano Druso…papá… mientras vivió, trajo paz a su atribulado espíritu. Perdona que te hable de tú, si no se acostumbra en tu tierra, pero aquí se usa con las personas a las que uno quiere. Gracias por escucharme sin juzgarme. Ahora debo irme, Polio debe estar esperándome para tomarme la lección.

II

He dormido bien. Fabio me ha ofrecido una quinta suya, a las afueras de Roma. Me pareció lo más adecuado. Tanto Antonia como Livia me habían puesto a disposición sus casas, pero preferí la oferta de Fabio (al fin y al cabo, no estaba emparentado con mi paciente). A Augusto debió parecerle extraño que hubiera rechazado una velada en su casa (según me dijo, asistiría lo mejor de la aristocracia romana; había ordenado traer bailarinas de Damasco y acróbatas armenios, y se serviría lo mejor de la cocina romana, “a la moda de Gavio Apicio”), por más que le traté de explicarle en qué consistía el encuadre y cómo se podría afectar si el propio Claudio (quien asistiría al evento) me veía en ésas. Marco Nerva, un caballero que estaba presente, celebró entonces la idea del senador Fabio de alojarme en su quinta, donde estaría yo “a solas, alejado del bullicio, dedicado a la meditación”…

Al llegar a los aposentos imperiales, un centurión amigo de Fabio me ayudó a evitar todas las barreras (soldados, miembros de la guardia pretoriana, secretarios) y me condujo enseguida ante Augusto. El César, aún afectado por la trasnocha (aunque, fiel a su costumbre, había bebido muy poco) y por una epigastralgia para la que ya había solicitado una mezcla de leche, miel e higos, intentó ser lo más amable que pudo. Mientras Claudio terminaba de vestirse, me invitó a probar su “remedio”. Luego bromeó acerca de los médicos de su tiempo, diciendo que no sabían nada y que “los pacientes eran realmente supervivientes”. Cuando el dolor empeoró, fue llevado a su dormitorio. Ya para ese instante Claudio había llegado. Así, a la hora convenida, empezábamos nuestra segunda sesión.

- Buenos días, David. ¿Cómo te has sentido? Espero que la cocinera de Fabio te haya preparado comida griega. A mí me encanta. Me encanta todo tipo de comida, para serte sincero. Sobre todo las setas con aceitunas. Anoche comí bastantes. Me sentí bien, además, porque me atreví a declamar delante de todos. Hice mi mejor esfuerzo, pude hacerlo sin que se me trabara la lengua, y mi voz se oyó bien. Antonia, que habitualmente se avergüenza de mí, exclamó anoche con orgullo: “Este es mi hijo Claudio”. Fue algo tan inusual que mi hermana Livila no pudo ocultar su sorpresa
- Sí, he notado que cuando te lo propones, hablas claro y fluido. Y que en ocasiones cojeas y tartamudeas más notablemente…sobretodo en presencia del César y los guardias.
- Voy a contarte un secreto, David. Si no supiera que eres de otro mundo jamás te lo revelaría. Ni siquiera mi querido Germánico lo sabe. Es verdad que mi lengua es torpe de nacimiento, y que cojeo, pero hay más…Cierto día, uno de mis tutores me advirtió de los peligros que corría. Me habló de las traiciones y los hechos de sangre que manchaban la familia imperial. Mi familia… Y me sugirió que exagerara mi cojera, que fingiera temblar y tartamudear más de lo que mi cuerpo me impone, que me esforzara en parecer ensimismado y distraído. Así no alarmaría a Livia, no parecería un rival para Tiberio…Le he hecho caso, y espero que funcione. Supe de cómo fueron envenenados Marcelo y Agripa, mi padre Druso, el joven Cayo. Me enteré que Livia había hecho también asesinar a Lucio, el hermano menor de Cayo, para que Tiberio no tuviera rivales en su camino al trono. Incluso me he enterado que planea tenderle una trampa a Póstumo para hacerle perder el afecto de Augusto... Por eso has notado que exagero mis defectos. Conviene hacerte el tonto a veces.
- ¿Y cómo te sientes, Claudio?
- Muy mal, la mayor parte del tiempo. Porque sé que mi conducta perpetúa la imagen de inútil y enfermo que de mí tiene la mayoría. Pero también me gusta saber que los engaño, que ni siquiera la pérfida Livia logra desentrañar mis propósitos. Sí…los sobreviviré a todos, David. Se trata de ser astuto este juego. Sólo eso. Tal vez, algún día…
- Dilo, Claudio. Sabes que lo que se dice en estas sesiones no lo comparto ni con el mismo Augusto.
- …Algún día…tal vez sea emperador. Sólo debo mantenerme vivo.
- Se sale de este proceso el especular si lo lograrás. Lo que rescato es que sabes que no eres el tonto que los demás creen. Y que sabes que puedes intentarlo.
- Con todo y que mamá me llama “remedo de hombre” y mi hermana se rió a carcajadas el día en que un anciano adivino predijo que yo sería el salvador de Roma…Ah, otra ventaja de hacerte el idiota es que no te ponen a hacer ejercicios militares ni te hacen perder años enteros (y arriesgar la vida) en campañas inútiles… Por el contrario, dispones de mucho tiempo. Tiempo para leer, para escuchar, para contemplar la vida.

Mientras hablaba así, pensé que Claudio había vivido (y leído, y soportado) cosas que muchos chicos de su edad ignoraban. Conjuras, muertes, conspiraciones. Vejaciones, insultos, maltrato, improperios. Incluso le había tocado asumir el rol de “hombre de la casa” ahora que su hermano había partido hacia la frontera del Rhin. Pese a su tierna edad, daba la sensación de haber madurado a los golpes.

- Mañana quiero jugar contigo, David. A Póstumo no le gusta jugar a los dados conmigo, dice que prefiere brincar y jugar a la guerra. Hasta tiene un disfraz de gladiador. Una vez me obligó a jugar con él “la conquista de Cartago” y me golpeó muy fuerte. A Herodes tampoco le gustan mucho los dados, aunque accede a jugar conmigo a veces. Él es mucho más…sofisticado. Le gustan los baños calientes y las conversaciones con los amigos de Augusto. ¿Jugarías conmigo?
- Por supuesto, Claudio. Será un placer.
- Qué bueno. Musa jamás habría jugado conmigo. Eres mejor médico.

En ese instante, uno de los sirvientes anunció que Antonia iría a Ostia por unos días, y requería la presencia de Claudio. Llegué a temer que nunca tendría oportunidad de proseguir el proceso con él, pero, para sorpresa de todos (y alegría mía y de Augusto), Antonia había aceptado que mi paciente se quedara en Roma, “por si ese médico de extraño método lograba hacer de Claudio una criatura menos torpe”. Llamaba a Claudio sólo para hacerle unas recomendaciones finales, antes de partir.

El poeta Horacio me invitó a almorzar ese día. Me habló de la vida cultural en Roma, aunque sin demeritar otras ciudades (Rodas, Atenas, Marsella), y me regaló uno de sus libros. Luego de caminar por los alrededores del Foro, tomé un baño de casi una hora. Sin quererlo, escuché a un tal Apio hablando de la “desdichada criatura de Druso”, a quien tildaba de “maldito de los dioses y desventurado engendro de Antonia”. Su contertulio, un tal Calpurnio, matizó sus palabras diciéndole que el muchacho “parecía idiota, pero era muy aplicado en sus estudios”. Por la noche, en la quinta de Fabio, leí el historial clínico que Antonio Musa había hecho de Claudio.

III

Musa hablaba de desequilibrio de humores, de “una especie de demencia que no altera la inteligencia pero sí el juicio” que achacaba a “las largas jornadas a caballo de Druso, los afanes que vivió Antonia durante su embarazo y el mal clima de Lungdunum”. Atribuía la cojera de Claudio a “la impericia de la partera, una provinciana” y se deshacía en elogios para con el pedagogo “que a razón de fuerza y castigos logra iluminar el frágil entendimiento de Claudio”. El resto del documento tenía hipótesis suyas acerca del “desequilibrio de humores” y “los malos aires de los bosques de Germania y Galia” y de cómo corregirlas con brebajes y lavativos. Recordé las enseñanzas de algunos de mis profesores y sonreí. Definitivamente, hay médicos que están convencidos de poder explicar todo el fenómeno humano reduciéndolo a simples mecanismos fisiológicos y bioquímicos.

Desayuné con un poco de queso de cabra y polenta, y me dirigí a palacio. Allí estaba Claudio, muy puntual, con su juego de dados. Nos dirigimos a la habitación convenida. De nuevo, al notar que el soldado nos había dejado solos, Claudio tomó una postura más erguida y renqueó de forma menos notoria.

- Aquí traje el juego.
- Magnífico, empecemos.
- ¿Sabes jugar a los dados? ¿Se usan también en tu mundo?
- Así es, Claudio.
- No somos tan distintos, después de todo. Y entiendes muy bien el latín. Se nota que lo has estudiado concienzudamente. Es más, a Augusto y Fabio les ha impresionado que entiendas también el latín del vulgo; de otro modo, dicen, no lidiarías tan fácil con cocineros y mercaderes. ¿En esas tierras cercanas a la Atlántida hablan también latín?
- No precisamente, pero sí una lengua muy parecida. Verás, Claudio, los hispanos, hace centurias, impusieron su lengua en nuestras tierras.
- ¡Oh, qué fantástico!... No me extraña, sin embargo. Esos habitantes de Hispania son fieros y contumaces. Sólo pudimos gobernarlos después de muchos enfrentamientos. ¡Así que se apoderarán después de las tierras cercanas a la Atlántida! Deberán tener una buena flota, me imagino…Juguemos, entonces. Tú primero.

Mientras jugamos, Claudio se hace cada vez más espontáneo. Lanza exclamaciones de júbilo cada vez que consigue pares, e imprecaciones cuando salen nones. Me dice, cada cierto tiempo, que está muy agradecido conmigo. Que se siente solo la mayor parte del tiempo.

- Bueno, David. Ahora vamos a jugar algo nuevo. No está muy claro quién se lo inventó, pero no me extrañaría que hubiese sido el mismo Augusto…(saca un pliego de entre sus ropas y lo desdobla en el suelo. Parece ser un mapa del mundo conocido en ese entonces). Consiste en que vayas conquistando todo lo que puedas, hasta arrinconarme y vencerme. Puedes partir desde el país que te plazca. Cada turno tendrás derecho a una legión nueva. Cuando nos enfrentemos, quien saque mayor número en los dados es el que vence. Y cada vez que vences eliminas una legión de tu contrario. Ahora, si yo tengo diez legiones en ese país, te quedará bastante difícil, ¿no? Es un juego muy divertido. A Augusto le encantaba jugarlo con Cayo y Lucio. Yo lo juego con Germánico, cuando regresa a casa. ¿Entendiste?
- Perfectamente.
- Empieza.
- Me pido el reino de Macedonia.
- Ah, como Alejandro… En su época ya se jugaba a los dados. Fue discípulo de Aristóteles, ese sabio famoso. Veamos…creo que partiré desde la Galia Narbonense.

Transcurrió el resto de sesión en medio del juego. Me impresionó lo bien que se sentía Claudio cada vez que tomaba posesión de un nuevo territorio. Como si fuera una de las pocas situaciones en las que podía ganar. Ya me había dicho que en juegos de fuerza física o agilidad los otros niños le propinaban verdaderas tundas, o, simplemente, no lo aceptaban.

Esa noche, en su quinta, el senador Fabio y unos colegas suyos (creí distinguir al joven Asinio Galo, a Clinio y a Camilo) fueron a visitarme y me dieron una copiosa cena. Parecían muy sorprendidos de mi rechazo a la bebida: hubo quien me preguntó si era estoico acaso. Se habló de todo en esa reunión: de la nueva insurrección en el reino de los partos, de las desavenencias entre Tiberio y Augusto, de lo agitada que estaba Judea por esos días.

IV

Cuando llegué a la sesión, estaba Livia esperándome. La primera vez que nos vimos, su rostro rezumaba soberbia, y sólo me dirigió la palabra en una ocasión. Ahora, especialmente arreglada, se mostraba seductora y parlanchina, haciéndome todo tipo de cumplidos. Luego me dijo que me enviaría “la esclava más bella de Germania” a la quinta de Fabio esta noche, si le contaba “qué había soltado Claudio”. Le expliqué que en mi época la esclavitud era considerada una abominación, a lo cual ella se apresuró a decir que entendía mis “inusuales creencias”. Por último, le expliqué que la confidencialidad era fundamental en el proceso terapéutico. Que traicionarla minaba la confianza del paciente y perjudicaba enormemente la terapia. Y que no dudara en que la pondría sobre aviso “si Claudio hablaba de suicidio, homicidio o involucramiento en actividades delictivas”, tras lo cual lanzó un suspiro. Se despidió melosamente, cuando vio llegar a Claudio.

- ¿Qué te dijo la abuela Livia?-preguntó, temerosamente.
- Me preguntó por lo que habíamos hablado en terapia; obviamente, no se enteró de nada. Le dije que protegía la confidencialidad del proceso a toda costa. Tú sabes que respeto tu confianza, Claudio.
- Ah, gracias. Si en el mundo hubieran más hombres como tú no habría caído el gran Julio César…Julio César era tío de Augusto, ¿sabías?
- Sí. Augusto lo acompañaba en ocasiones, durante sus campañas.
- Sí, aunque a Augusto nunca le han gustado las guerras. Contra mi abuelo, Marco Antonio, tuvo que luchar…por pura necesidad.

En ese instante, Claudio bajó la mirada y empezó a lloriquear.

- Antonia nunca ha perdonado a Augusto en el fondo. Finge estar bien, pero siempre le ha fastidiado tenerlo de gobernante y cabeza de familia. Lo único que lo une a él es el gran cariño que siempre le profesó Druso al emperador. Ella nunca contraría a Druso, su esposo. Ni siquiera después de muerto…Pero Antonia no me quiere por ser hijo de ella, sino por ser hijo de mi padre…y a duras penas. La he escuchado llorar y lamentarse de haber parido a un niño deforme… Y siempre está regañándome y gritándome: “¡Claudio, límpiate la nariz!”, “¡Claudio, no tiembles tanto!”, “¡Habla como un hombre, Claudio!”. En una ocasión, cuando hablaba con Julia y Lucio de un senador famoso por su poca inteligencia, comentó: “Ese hombre es tan estúpido como mi hijo Claudio”. Creo que estuvo tentada a abandonarme, pero la ablandaron los ruegos de Germánico y las amenazas de Augusto.
- Tú y yo sabemos que eres inteligente, Claudio. ¿Pero le has mostrado a tu madre lo que escribes? ¿Sabe ella de tus progresos? ¿Le han dicho tus tutores lo bueno que eres en tus estudios?
- Una vez le mostré una crónica sobre Pompeyo y Julio César. La leyó y me la devolvió. No me dijo nada. Creo que Tito Livio le ha hablado sobre lo que él llama mis “talentos especiales”, pero ella no ha dejado de tratarme de cojo e idiota.

Claudio rompió a llorar. Recordé un apunte de Bettelheim: “La regla tradicional del silencio, o del relativo silencio, se originó en el hecho de que algunos analistas se dieron cuenta de lo difícil que es no actuar con superioridad, cuando nuestra situación y nuestros conocimientos nos tientan a sentirnos superiores. Pero esta actitud es lo más destructivo que hay para el paciente”. Era cierto. Sentía que tenía que intervenir más activamente.

- Sé que escribes muy bien, Claudio. Y que declamas estupendamente. El senador Fabio me lo ha manifestado. Y en las sesiones que hemos realizado he podido escuchar a un muchacho inteligente, reflexivo, de una cultura mucho mayor que la de cualquier joven de su edad.

Claudio enjugó sus lágrimas y me agradeció. Añadió que, en efecto, recordaba ahora que su madre lo había felicitado una vez que había leído uno de sus escritos en público, y que lo había vuelto a felicitar la semana anterior, luego de escucharlo declamar en una fiesta (la misma fiesta a la que me había invitado el César).

- También Augusto me elogió una vez, delante de un gramático griego que estaba de visita en palacio. Tienes razón. ¡Gracias, David! Hablando de esto contigo he descubierto que no soy tan despreciado como creía.
- ¿Cómo te sientes ahora que lo has descubierto?
- Mucho mejor. Saber que no me tienen por la escoria del palacio me hace sentir más capaz. Como que tengo una esperanza, que no estoy destinado al fracaso…Espera, estoy descubriendo otra cosa… Siempre me he movido entre dos fuerzas, entre dos puntos, y esa tensión me tiene agotado: si me muestro muy brillante, como Cayo o Agripa, pereceré. Pero también me duele que me tengan por tonto. Asimismo, siempre he querido ser emperador, pero otra parte de mí me dice que sea cauteloso, que disimule bien mis intenciones, para no terminar envenenado, o en una rocosa isla lejos de Roma. Es como si quisiera y no quisiera al mismo tiempo, ¿sabes? Mi corazón se debate siempre entre esas dos tendencias. Quiero ser amado por el pueblo, pero no tanto como Marcelo: eso le costó su cabeza. Quiero también caerle bien a Livia, y al resto de la familia, y al mismo tiempo no despertar sospechas ni envidia…Pero hasta ahora sólo he encontrado una vía: la de hacerme el estúpido. Y con esa vía es más lo que consigo alejándolos que atrayéndome su afecto…No sé qué hacer. Me fastidia interpretar mi papel, pero es lo único con lo que cuento…
- ¿Qué otra vía es posible?
- Estoy pensando…podría buscarme un espacio intermedio entre las tinieblas de la estupidez y el peligroso brillo. No puedo mostrarme como un gran político, ni como un estratega, ni puedo inmiscuirme mucho en los asuntos del gobierno, porque me matarían. Pero tampoco quiero seguir siendo esta caricatura, no quiero seguir jugando al tarado, al enfermo de la corte. Quiero ser reconocido por lo que soy. Claudio, el estudioso. Claudio, el historiador…Veamos…Sí, es posible…Tito Livio necesita un ayudante en su Biblioteca. Allí podría pasar todo el día leyendo. Y el trabajo ahí no me impediría presenciar algunos juicios, o enterarme de algunas cosas que sucedan en palacio…las mujeres no dejarían de considerarme inferior, pues no destacaría en la guerra, ni mostraría mi fuera ni mi heroísmo ante nadie; pero no hablarían de mí como un fracasado, sino como un erudito. Sí. Débil, pero erudito…Augusto ni siquiera me consideraría un digno sucesor, pero tampoco me tendría recluido en casa ni rodeado de pedagogos; me dejaría hacer, tranquilamente. Hasta podría ser edil, o fundar mi propia Academia. Él jamás se opondría a eso. Se sentiría orgulloso de mí. “Claudio, el tonto” pasaría a ser “Claudio, el escritor”…Mi propia madre sonreiría satisfecha, al saber que mis libros se leen y comentan por toda Roma…Los patricios me pagarían buenas sumas de dinero para que educara a sus hijos, me invitarían a cenar a sus casas. No harían como ahora, que me rechazan y se ríen de mí.

Claudio respiró hondo. Se relajó a tal punto que su rostro, siempre contrito y alerta, cambió de aspecto: era un rostro hermoso, algo bonachón. El nerviosismo había dado paso a una especie de solemnidad amable. Se me hizo muy parecido a Druso, a juzgar por los bustos que de él había visto.

- Sí, David. Es complicado, pero lo intentaré. Muchas gracias. Siempre estuve amarrado, presa de mis propios miedos. Sólo veía dos caminos posibles: cosechar éxito y fama y morir joven, o abandonarme a la mediocridad para sobrevivir. Esa tercera vía es mucho menos dolorosa. Mucho menos desgastante. Gracias.

Al terminar la sesión, saliendo de palacio, me encontré con Marco Nerva, Fabio y Augusto. Estaban reunidos, analizando los movimientos de Tiberio cerca al Rhin y la reacción de los germanos. A Augusto le molestaba la parsimonia de Tiberio, aunque reconocía su intención de preservar vidas y recursos. Fabio era partidario de movilizar cinco legiones al corazón de Germania y “matar la serpiente por la cabeza”. Nerva también estaba de acuerdo con “acabar con ese jefe bárbaro, Arminius”, pero aconsejaba al emperador esperar los refuerzos de las tribus aliadas de los Alpes. Al verme, sonrieron y me saludaron con la mano. Augusto se acercó. “Te agradezco lo que haces por Claudio”, dijo. Después se dio media vuelta y prosiguió la discusión.

V

Camino a palacio, descubro que el pueblo también comparte las angustias de sus dirigentes. Hay muchos partidarios de una “expedición punitiva” contra los germanos, que critican lo que llaman “excesiva cautela de Tiberio”. Algunos añaden que Tiberio se mueve lentamente “sólo para irritar al César” y que, si la guerra continúa de esta manera, Germánico (el hermano de Claudio) y sus huestes serían una opción “más dinámica y diligente”. He escuchado de algunos ancianos, veteranos de guerra, sus recuerdos de Germania: sus húmedos bosques y caminos pantanosos; sus hombres barbados y fornidos que se camuflan entre el follaje; su enérgico líder, un apuesto germano que vivió un tiempo en Roma (donde su nombre original, Hermann, se latinizó a Arminius) e incluso obtuvo la ciudadanía. Al llegar, Claudio estaba esperándome en el vestíbulo. Mientras nos dirigíamos a la habitación de siempre, se veía risueño y sus ojos brillaban. Cada vez que aparecía un guardia en nuestra dirección, bajaba la cabeza y exageraba su cojera.

- Buenos días, David. Escribí una biografía de Escipión el Africano. La hice según los cánones, cuidando la elegancia del estilo y evitando caer en la trampa de endiosarlo, como hacen algunos. Polio me ha felicitado, y Tito Livio ha mandado sacarle una copia para llevarla a su Biblioteca. Estoy muy satisfecho.
- Me alegra mucho, Claudio. Y te felicito.
- Gracias. Espero que le guste también a mamá. Llega mañana. Lo que hemos hablado me ha permitido ver las cosas de manera diferente. Como ves, sigo interpretando el papel de cojo y débil, pero ya no estoy dispuesto a hacer de idiota. Quiero sobresalir como historiador y hacerme un nombre en la Historia. Uno se siente mucho mejor cuando sabe que podrá hacer algo con su vida, cuando se siente libre de las cadenas que lo sujetaban…Sólo tengo una duda, David: ¿Por qué no me lo habías dicho antes? ¿Por qué esperaste a que yo me diera cuenta, en vez de darme un buen consejo?
- Porque el hecho que tú descubras lo que deseas hacer con tu vida es mucho más valioso. Permite que pienses, que te conozcas, que tengas un universo de opciones. Un buen consejo, por maravilloso y atinado que sea, sólo te hubiera mostrado una opción. Y, además, una opción mía.
- Te entiendo. Es como cuando Herodes se la pasa dándome sugerencias. Sé que lo hace con las mejores intenciones, porque es un amigo, alguien que me quiere, pero no me deja pensar. Me hace sentir como un niño. Peor aún: me hace sentir un retrasado, al que otros deben decirle qué hacer para que no se haga daño…Entiendo tu método, David. Es muy ingenioso…A propósito de Herodes, he aprendido algo de su familia hablando con él. Su abuelo era un hombre terrible. Gobernaba con mano de hierro. Herodes dice que cuando sea rey de los judíos intentará ser más diplomático…Hablar con él me ha mostrado también que mi familia no es la única familia con problemas…A propósito, Augusto se encuentra muy molesto, porque en la calle un mercader le gritó que tuviera compasión de su hija, que levantara su pena de destierro. Estoy seguro que tío Tiberio lo hubiera hecho apresar, y hasta le habría cortado la lengua, pero Augusto es distinto. Sabe perdonar ese tipo de afrentas, aunque le causen dolor. Es curioso que el hombre más poderoso del mundo esté tan dispuesto a tolerar que lo ataquen. Él mismo, cuando Livia lo regaña por eso, dice que la verdadera nobleza radica en ese tipo de actos. Algunos plebeyos insisten en que, por esa nobleza que lo caracteriza, el César debería convertirse en dios. De hecho, he oído ya a algunas mujeres referirse a él como “el divino Augusto”. Y por eso también, muchos plebeyos claman que perdone a Julia, que tenga clemencia. Esperan que, como Júpiter, Augusto le conceda el perdón a su hija…A mí Julia me cae muy bien; cuando era chico, me hacía todo tipo de mimos y me atiborraba de golosinas. Antonia no consentía que me tocase tanto, y me insistía en que no me acercara mucho a ella. Con el tiempo me percaté del gusto de Julia por los jóvenes, e incluso la vi llevar a su dormitorio a muchos. Incluso a esclavos. ¡Pobre Julia! Ella sólo hacía lo que muchas patricias hacen, pero como es la hija del César, sus defectos se notan más…El pobre Augusto, que tantos discursos ha dado exaltando las virtudes romanas, llamando a la vida en familia y exigiendo fidelidad al matrimonio y continencia sexual a su pueblo, ha tenido que lidiar con esa dolorosa paradoja: su propia hija encarna todo lo que él combate…Yo lo he visto llorar a solas, en su dormitorio o en el jardín, lamentándose de su veredicto. Me parece que en muchas ocasiones ha pensado perdonarla y dejar que vuelva a Roma. Pero siempre, al final, prima en él la política. Augusto es un calculador muy hábil. ¿Cómo podría darse el lujo de ser diferente, si lleva ya casi cuatro décadas, y quiere estar aún más años en la cima?...La cuestión es, David, que en caso que el César se muestre débil con su hija el Senado no tardaría en censurárselo. Se hablaría de favoritismos, y de esa palabra que él tanto odia: “monarquía”. Él es el emperador, pero siempre se ha cuidado de guardar las apariencias, y en sus edictos y discursos se sigue refiriendo a Roma como República. Él sabe que al hacerse rey podría perder la vida, como le pasó a Julio César. ¿Has leído la historia de cómo cayó asesinado Julio César, cierto?
- Sí, Claudio.
- Es una historia muy interesante. Una lección de humildad, mucho más emocionante que las de los cínicos o los platónicos, aunque, al fin y al cabo, conducen a las mismas conclusiones. Julio César confió mucho en sus capacidades. Claro que era un político excelente, trabajaba incansablemente y se mostraba, como funcionario, tan eficiente como cuando estuvo en la milicia. Incluso daba festines y se mostraba simpático ante el pueblo. Pero ignoró que en Roma, como en cualquier parte del mundo, la envidia es más fuerte que la gratitud. Se proclamó dictador vitalicio. Y, como era de esperarse, unos senadores lo tildaron de autócrata y lo mataron, sin compasión…Augusto aprendió de la Historia y ha evitado caer en el error de su tío. Por eso habla de la República, del pueblo, de la independencia del Senado. Por eso le gusta que el pueblo lo vea vestido humildemente, comiendo poco, viviendo casi como un estoico. Por eso, aunque es Sumo Pontífice, se cuida de no opacar a los sacerdotes. En vez de permitir que le ciñan la corona, se hace simplemente reelegir cónsul una y otra vez, y sólo ha permitido que le llamen Padre de la Patria después de dos décadas en el poder. Realmente es un genio como estadista. Concentra todo el poder en su persona, pero se cuida de guardar las apariencias. A Aristóteles le habría gustado conocerle, pues es un maestro el arte de gobernar.

En ese instante, Claudio bajó la voz. Prosiguió, tomándome del brazo como si fuera un chiquillo confesándome una pilatuna.

- Es tan hábil Augusto que sabe disimular incluso con Livia. Es evidente que ama, aún después de tantos años, a Escribonia, su primera esposa. Su mirada cambia cuando habla de ella. Como si recordara otros días, más felices. Pero el matrimonio con Livia le resulta ventajoso, para emparentar la dinastía Julia con la Claudia. Y por eso mismo insiste en casar a sus descendientes con otras familias poderosas.
- Definitivamente te gusta la Historia, Claudio. Pero noto que el interés no es puramente académico…
- Como siempre, David. Me has puesto a pensar…Sí, es posible que al estudiar sobre mis antepasados, quisiera saber más de ellos para saber más de mí…Mi historia se entrelaza con la de ellos. Somos una misma historia, en cierto modo.
- Y es valiente lanzarse a conocer esa historia, porque a veces aparecen cosas desagradables, o dolorosas…
- Muy cierto. Pero prefiero el conocimiento a la ignorancia. Por eso me gusta hablar contigo, por más que Herodes ría y comente que “Claudio ha intimado con un sujeto extraño, que parece interesarse en lo sobrenatural más que los propios caldeos”… Y al comienzo me parecía extraño que sólo pudiéramos vernos a una misma hora, unos días determinados, y que no aceptaras almorzar en casa, ni intimar con Augusto. Pero poco a poco voy vislumbrando la importancia de todo eso, David. Nuestra relación es única. Soy amigo de Póstumo. Soy amigo de Herodes. Pero tú eres amigo, y no lo eres. Eres maestro, pero no andas por ahí dando lecciones. Pareces filósofo, pero no eres tan terco como ellos.

Al finalizar, Claudio se despidió efusivamente y prometió que para la siguiente sesión tendría lista una biografía de Aníbal. Salí de palacio casi a hurtadillas, por el gran ajetreo que había. Al conocer la rebelión de los germanos, unas tribus galas se habían negado a pagar sus impuestos y preparaban un ejército contra Roma.

VI

La esposa de Fabio había ido expresamente a conocerme. Dijo que había conocido a “otros grandes magos y adivinos, como Trasilo y Domicio” y que yo no sería la excepción. Además, me había llevado dátiles, perfumes y ropa nueva. La verdad es que la quinta, pese a su apariencia rústica, tenía todo tipo de comodidades. Hasta tenía una nutrida biblioteca, con documentos interesantes, como la correspondencia entre Augusto (cuando aún se llamaba Octavio) y su querido amigo, Mecenas, muerto hacía poco. Pero aquella buena mujer insistía en que todo eso no era suficiente, repetía una y otra vez que “sólo a Fabio se le ocurría semejante establo para huésped tan ilustre” y corría de un lado a otro quemando sahumerios, limpiando y ordenando. Al final, cuando llegó el senador con sus hijas, nos preparó a todos una deliciosa cena. Por fortuna, la animada conversación que siguió me permitió desentenderme de su petición (quería que le leyera la mano).

Al día siguiente, cuando me disponía a partir en mi litera, se apresuró a salir de su cama y corrió a preguntarme si sabía “cómo desentrañar el significado de los sueños”. Le prometí que, al regreso, le daría algo que le gustaría.

- Buenos días, Claudio.
- Buenos días, David.
- ¿Cómo has estado?
- Muy bien, gracias. Antonia ha leído atentamente mis escritos, ha elogiado su estructura y me ha abrazado, afectuosamente. No sé si dijo lo que creí escuchar. Si mis oídos no me engañaron, susurró: “Hijo mío”.

Claudio empezó a llorar. Pero no parecía un llanto de pena o angustia, sino una catarsis.

- Perdona, David…Entenderás lo emocionado que he estado toda esta noche…Después de todo, mamá me quiere…No seré un Germánico, ni un Druso, ni un Marco Antonio…Pero seré Claudio, el historiador. Polio me invitó a leer junto a él una Historia de las Guerras Púnicas esta tarde. Asistirán algunos militares, varios senadores, patricios doctos en la materia e incluso un famoso profesor de retórica, que fue maestro de Tiberio en Rodas…Mamá también irá. Siento miedo, pero también orgullo…Es la primera vez que tengo un auditorio tan nutrido…¡y acompañaré a Polio!...Pero lo más importante es que irá mi madre…Livia, al enterarse, ha soltado una carcajada, y ha dicho “¡Así de mal se encuentra Roma!”…Herodes, tan pronto Livia abandonó el recinto, exclamó: “¡Antaño la gente moría de dolencias del cuerpo, en estos tiempos se muere de envidia!”…Todos reímos y aplaudimos su ingenio…Es fantástico, Herodes…Todos le queremos, pues su corazón es bondadoso, y su mente rápida. Es muy sagaz. Cuando las personas van, él ya está de vuelta. Y es tan cortés y educado que todas las señoras se desviven por él…Yo lo estimo mucho, porque aunque es más encantador que yo no me humilla ni me dirige sus dardos. Al contrario, rescata las cosas buenas de mis argumentos, y pone en relieve alguna que otra frase ingeniosa que digo… Herodes, desde que éramos niños, me ha tratado siempre como una persona inteligente…Póstumo solía romperle la nariz a quien se burlara de mí. Herodes, más sutil, lograba defenderme sin hacerle daño a nadie…Bueno, daño físico. Es sumamente mordaz. Siempre lo ha sido…A tío Tiberio no le cae muy bien, pues se burla de su calva y de su gusto por las jovencitas…Lo llama “el asaltador de cunas” y lo imita a la perfección.

Claudio ríe largo rato. Al final, exhala un suspiro. Noto que su aspecto dista mucho del aspecto lastimero que ofrecía la primera vez que nos vimos, hace ya casi un mes. Parece haber rejuvenecido.

- Lo voy a extrañar cuando parta a Judea. Parece que su tío se ha resignado a dejarle el trono. Ese señor es malo, pero no tan terrible como su abuelo, Herodes el Grande…Hace unos años, cuando unos adivinos le dijeron que nacería un Rey de reyes en su tierra, Herodes el Grande se sintió amenazado y ordenó una matanza terrible. Bebés de pecho, infantes, impúberes…Fue terrible. Tito Livio me contó que en uno de sus viajes conoció a un escritor judío, un tal Josefo, que le contó todo eso, con pelos y señales…Era tan cruel ese viejo Herodes, que hasta hizo matar a su propio hijo…Por fortuna mi amigo, con el pretexto de educarse “en la corte más prestigiosa” – suele decir eso frente a Augusto, y el César sonríe con placer-, siempre ha vivido lejos de Jerusalén…Incluso se ha romanizado. Come en la litera, incluso cerdo, y aunque cree en su Dios, conoce todas nuestras divinidades a la perfección. Una vez Póstumo accedió a sus ruegos y lo acompañó al templo de las vestales…Marco Nerva y Antonia, al enterarse, estaban muy temerosos, daba la fama de libertino del pobre Póstumo. Pero Herodes les suplicó a ellos que guardaran silencio y Póstumo se comprometió a “respetar la virginidad y pureza de las vestales”. Augusto jamás se enteró, por supuesto…Esos son mis buenos amigos, David. Póstumo y Herodes Agripa. Y Germánico.
- Germánico…
- Mi querido hermano. Es mi ídolo. Es noble, valiente, sincero. Representa para mí un ideal…Un ideal inalcanzable, pero no por ello indeseable. Es todo un Apolo, musculoso y bello. Las muchachas se desviven por él, aunque no se atreven a insinuársele, pues saben de su fiel amor por Agripina. Y ella lo ama locamente, desde que era una niña…Lo recuerdo muy bien. Estábamos fuera de Roma, creo que en Anzio. Éramos varios niños, creo que estábamos todos los primos. También estaban Lucio y unos amigos suyos. Y los niños de la servidumbre… Me habían dejado solo, para irse a jugar. Yo traté de correr tras ellos, pero tropecé y me hice una herida en la rodilla. Adolorido e impotente como me sentía, me dirigí a uno de los jardines y allí me quedé dormido…Desperté con las risas de Agripina, que se besaba con Germánico y bromeaba con él…Se habían apartado del grupo y allí estaban, felices, sintiéndose los niños más dichosos de Roma…Sí, Germánico siempre ha sido un afortunado. Su voz es potente, y su discurso fluye con gracia. Lee a los griegos con entusiasmo, y ya escribió una comedia, al estilo de Aristófanes. Sabe de estrategia militar; al parecer papá pudo conversar con él sobre el arte de la guerra. También ha escuchado a Cayo, a Tiberio, a Quinto, a Casio, a Valentiniano, al propio Augusto, planeando los movimientos del ejército; ninguno de ellos osó echarle fuera de los cuarteles, pese a su corta edad. Ahora que ya no están Cayo ni Lucio, Augusto no toma ninguna decisión táctica sin escuchar su consejo…Es, francamente, un hombre maravilloso, y el mejor hermano que yo pudiera tener...

Al terminar la sesión, Antonia se dirigió a mí amablemente. Las palabras de gratitud brotaban copiosamente de su boca. En ese instante, llegaron Fabio y su esposa. Accedí a almorzar con la familia imperial, ya que Augusto quería celebrar una victoria de los romanos en los bosques de Germania. Livia se mostró más seductora que de costumbre, aunque su zalamería no se limitó “al médico del espíritu”, sino que se extendió a todos los presentes.

VII

Han transcurrido casi dos años desde que llegué a Roma. Casi domino el latín, y he iniciado unas Memorias. Hasta ahora son anécdotas e impresiones de viajero, aunque puede que algún día constituyan un trabajo más elaborado. Veo a Claudio semanalmente. Ha progresado enormemente, ya concluyó una Historia de Roma y planea hacer escribir un libro sobre los etruscos. Se ha vuelto un hombre más seguro de sí mismo, ha estado en dos ocasiones en el Senado (pese a los intentos de Livia de disuadirlo, diciéndole que “los senadores jamás escucharían con respeto a un borrico hablando de política”) y está esperando ser admitido al orden ecuestre de Roma. Los escritores de moda (Asinio Galo entre ellos) ya lo consideran un historiador hecho y derecho.

Augusto se encuentra en un punto importante de su carrera. Ya no se ruboriza con que lo llamen Princeps (“la Cabeza”) del Imperio, y prácticamente todo gira en torno suyo. En la calle se dice que “ostenta más poder que el mismo Júpiter”, pero el pueblo está muy agradecido con él. Se ha propuesto hacer de Roma “una ciudad eterna” y anda diciendo que no morirá tranquilo si no deja “una Roma hecha de mármol”. Tiberio y Germánico, sus más cercanos colaboradores, no ocultan su sorpresa por el furor arquitectónico que parece haber invadido al César. Él mismo ha diseñado buena parte de los edificios y monumentos que se están construyendo, mostrando que tiene para la arquitectura tanto talento como para la política.

Hace rato he dejado de vivir en la quinta del senador Fabio. Su esposa, Marcia, después de leer la traducción de La interpretación de los sueños que me he atrevido a escribir, no cesa de repetirme que “ese tal Freud es un verdadero clarividente”, y me ha jurado que dejará de consultar astrólogos y adivinos para cuando yo haya terminado la traducción de las obras de Jung que traje conmigo. “Los clarividentes del futuro son mejores que los de ahora”, dice. También comenta que le sorprende “saber que saldrán tantos sabios de esa bárbara nación germana” y que leerá sus libros con esmero. Incluso me ha preguntado si puedo llevármela conmigo “para cuando regrese” a mi época.

Vivo cerca al Palatino, sin ostentación pero con todas las comodidades. Por sugerencia de Cloro, un edil, he instalado en casa una tina de las que usan los ricos en Roma, con un sistema de calefacción que permite tomar un baño de agua caliente a cualquier hora. Me gano la vida atendiendo a algunos patricios (Valeria, Pomponia, Vinicio, Clodia, Petronio, Marcela –hija de Fabio y Marcia-, Vipsania, Flavia) y, para sorpresa de muchos, plebeyos y esclavos (entre los cuales destaca un joven, llamado Fedro, que es un paciente excepcionalmente puntual y aplicado, y que espera, cuando pueda comprar su libertad, hacerse profesor; escribe unas fábulas excelentes).

VIII

Claudio parece impaciente. Mañana se presentará “oficialmente” al pueblo, presidiendo con Augusto unos Juegos en honor a Druso, su padre. He oído que serán unos juegos inolvidables, y que Livia está escandalizada “por esa enorme suma de dinero” (le había prometido a Augusto y Antonia que correría ella con los gastos, pero a último momento ha decidido pedirles una ayuda).

- Mañana me sentaré junto al César, David. Estoy nervioso. Nada puede salir mal. He ensayado cómo moverme, qué debo hacer, qué gestos debo asumir…Pero, ¿y si tropiezo y caigo?...¿Qué pasaría si me siento o me levanto a destiempo?...¿Si me da por temblar enfrente de todos?
- Entiendo que te sientas así de intranquilo, Claudio. Pero veamos por qué temes tanto que pase todo eso…
- No sé…Es que me he empeñado tanto en dejar esa imagen de idiota atrás, que cualquier retroceso me haría sentir muy mal.
- Claudio, ¿te parece Tiberio un idiota?
- En modo alguno. Al contrario, es precavido, planea todos sus movimientos, y parece ser, por como habla en el Foro y el Senado, un hombre muy inteligente.
- Pues bien, en una ocasión Tiberio iba a montar su caballo. Se lo habían enjaezado a toda prisa, por lo que no estaban bien puestas ni la silla ni los estribos. Cuando fue a subirse, Tiberio cayó al suelo estrepitosamente.
- ¡No! ¡No puedo creerlo! (soltó una risita). ¿Qué hicieron los presentes?
- Rieron un poco, aunque muy comedidamente. Y se apresuraron a levantarlo. Camilo le ofreció su caballo, y la vida continuó, como si nada.
- Increíble…
- Y podrás pensar que eso fue así porque Tiberio es irascible y temían una retaliación. Te diré que no. Sabes que Augusto es un hombre de carácter mucho más dulce, ¿cierto?
- Sí, cierto. Entre más viejo es más noble. Ya hasta pienso que es completamente válido que la gente se refiera a él como “el divino Augusto”, y votaré a favor de que lo endiosen cuando muera. No porque crea que el César tenga una naturaleza divina, como ya lo sabes, sino porque creo que lo tiene merecido. Es una especie de homenaje a un hombre que ha hecho tanto por su patria.
- Y mira, Claudio: el divino Augusto, en una fiesta que ofrecía el senador Silvio, tropezó con un taburete y cayó de bruces en una fuente…
- (Entre risas). Sí, lo recuerdo. Yo también estaba presente. ¡Pobre viejo! Pero empapado y todo, mantuvo el aplomo. Y con el honor intacto, y con suma sencillez, solicitó al anfitrión otra toga. El incidente, en vez de ponerlo en ridículo, le permitió lucirse. Todos elogiaron la naturalidad con la que Augusto capoteó el problema.
- Ahora, Claudio, podrías decir que se trata de un hombre muy importante y admirado, un emperador al que todo se lo perdonan, ¿cierto?
- Sí, en eso estaba pensando.
- Conoces a Quilónides, ¿verdad?
- ¿Qué si lo conozco? ¡Todos hablan de él! ¡Los esclavos lo idolatran! Creo que es tan popular ahora como lo fue Espartaco en su tiempo. ¡Y es uno de los gladiadores que estarán mañana!
- Su origen es humilde, sus antepasados fueron esclavos y él mismo es un esclavo. Se juega la vida cada vez que salta a la arena. Y tú sabes que, si se equivoca, nadie se lo perdona…
- Puedes preguntarle más detalles de esta anécdota a Cástor, el hijo de Tiberio. Sabes que no hay combate que se pierda…
- Sí, él mismo le ha pedido a Tiberio que lo deje entrar a la arena un día de éstos...
- Una vez, en medio del combate, Quilónides resbaló y cayó de espaldas. El público soltó una carcajada. Este luchador, sin ponerse a lloriquear ni lamentarse, se levantó de un salto y, limpiándose su vestimenta, sonrió ampliamente. El Circo entero estalló en aplausos. Tenía al frente a un hombre que sabía reírse de sí mismo, aún en medio de las dificultades. Imaginarás cómo terminó el enorme tigre contra el que se enfrentaba…
- Tienes razón, David. ¡Gracias!
- Y fíjate, Claudio: las conclusiones las has sacado tú mismo. Yo sólo te he presentado los hechos. Han sido tuyos los descubrimientos, las conclusiones, las interpretaciones de esos hechos.
- Vale. Mañana saldré junto al César, y seré yo, sin temores, sin prejuicios. Ya que Germánico se encuentra combatiendo a los queruscos, le daré la satisfacción de leer una carta de Augusto en la que se hable de lo bien que pude reemplazarlo.

IX

Los Juegos transcurrieron sin inconvenientes. Claudio y el César fueron aclamados por el público, los gladiadores y los aurigas se lucieron, hubo abundante comida y bebida para el pueblo. Sin embargo, Póstumo se había metido en problemas. Claudio, visiblemente afectado, me estaba esperando en el vestíbulo desde antes de lo previsto.

- Te noto distinto, Claudio. ¿Qué sucede?
- Algo terrible, David…Verás, Augusto siempre tuvo en alta estima a su general Agripa. Fue él quien lo ayudó a destrozar las fuerzas de Marco Antonio y Cleopatra. Es decir, le aseguró la victoria y el Imperio…Mecenas y Agripa fueron los favoritos de Augusto mucho tiempo, así como ahora lo son Germánico y Fabio…Agripa murió hace ya años, pero dejó a los tres hijos que tuvo con Julia: Cayo, Lucio y Póstumo…Ya sabes cómo Livia, para asegurarse que su hijo, el tío Tiberio, fuera el heredero con más posibilidades, maniobró en contra de los dos primeros…Pero con Póstumo la tenía difícil: jamás viajaba solo, ni comía bocado que no hubiese sido probado antes por su catador…Ahora, no desconocía Livia la fascinación de Póstumo por mi hermana Livila…Esa fascinación, te lo digo por si no lo sabes, era mutua, y hacía ya meses que Póstumo y Livila se acostaban…Livila estaba ya casada con Cástor, pero prefería a Póstumo. Eso enfurecía a Livia, que veía ultrajado a su nieto nada menos que por el rival de Tiberio…Livia es una víbora, una verdadera arpía, la más infame de las mujeres…No quiero seguir la historia, David. Correría peligro.
- Claudio, sabes que lo que se habla aquí es estrictamente confidencial. Nadie, ni por medio de amenaza, va a hacerme romper mi silencio. Y lo más importante: este proceso se ha basado siempre en la confianza que me has tenido…¿Con qué derecho iría yo a quebrantarla?
- Bien…Póstumo está ahora fugitivo. Pero anoche nos reunimos, como habíamos concertado, a través del viejo tabernero que vive frente a la casa de Aulo. Me contó la verdadera historia. Livia le había ofrecido la gobernación de Siria, el mes pasado, si denunciaba “la ilícita conducta” de Livila. Él sabía que no podía ser cierto, pero lo que buscaba Livia era que él confesara sus amoríos con mi hermana. Se negó tajantemente, y la abuela le dijo que se arrepentiría por el resto de sus días…Livia visitó entonces a Livila, y la amenazó con denunciarla ante Augusto, y hacerla enviar a una isla más pequeña aún que la que acogía a Julia en su destierro…Parece que mi hermana aceptó una alianza con ese monstruo. La semana pasada, mientras todos estábamos celebrando el feliz desenlace de los Juegos, ella orquestó el golpe final: con la colaboración de algunos esclavos, Póstumo fue puesto en evidencia. Se le descubrió en flagrancia, dirigiéndose hacia el dormitorio de Livila en la madrugada. Mi hermana montó una escena, gritando que hacía días que Póstumo había intentado seducirla, y que ahora amenazaba con violarla…El escándalo nos despertó a todos…Augusto, iracundo, mandó apresar a Póstumo. Pero Póstumo noqueó a uno de los guardias y, tomando su arma, se abrió paso entre los demás…Ahora es un prófugo…Imagínate. Hasta hace una semana, era uno de los principales candidatos a suceder a Augusto. Ahora es poco más que un delincuente fugitivo. Y, si es capturado, puedo jurarte que le esperan horribles suplicios.
- Eres muy valiente en comentarme todo esto, Claudio. Realmente es una escena muy violenta la que te tocó presenciar. Y entiendo tu dolor, al presenciar la caída en desgracia de uno de tus mejores amigos.
- En todo caso gracias. Tenía que decírselo a alguien. Quiero tener la certeza de que se conocerá la verdad, así los historiadores que contraten Livia y Tiberio se encarguen de mancillar la imagen de Póstumo. Algún día escribiré un libro sobre eso, pero ahora no puedo. Livia se la pasa husmeando mi cuarto en busca de material para inculparme.

Esa noche cené en casa de Máximo Valerio, un caballero que me había presentado Fabio, y con el que habíamos hecho buenas migas. Le gustaba la literatura, y había escrito unos cuantos dramas, en los que podía verse la influencia de Esquilo. También había invitado a Nicomedes, un escritor ateniense que estaba de paso, y a Celso, un médico de Piacenza que había llegado a Roma hacía unos meses y trabajaba como ayudante de Musa. El tema del día era el escándalo y ulterior escape de Póstumo. Sin embargo, ya terminándose la velada, Nicomedes comentó que había leído la Historia de Roma de Claudio y le había parecido “interesante, de tendencia republicana”. Valerio afirmó que Claudio había sufrido “una metamorfosis no menos interesante: de un chico necio, que babeaba y temblaba, y a duras penas podía hablar, ha pasado a ser un joven elocuente y cultivado”. Me sentí orgulloso por Claudio.

X

Ya completo tres años en Roma. El emperador continúa en su febril actividad de arquitecto, aprovechando la cantidad de dinero que Germánico ha hecho ingresar a las arcas del Tesoro de Roma. La cosa es como sigue: queruscos, marcómanos y burgundios han mordido el polvo ante sus huestes. Y el botín de guerra ha sido cuantioso. Germánico es ya un héroe nacional; el Senado ha decretado honrarle con un desfile triunfal. Póstumo ha sido apresado y enviado a la isla de Planasia. Claudio ha tenido algunos problemas con su Historia de Roma: pese a que Augusto jamás le dio importancia al asunto, Livia consiguió que se censuraran los capítulos relacionados con el segundo triunvirato, la guerra civil, Marco Antonio y el ascenso de Augusto (cuando aún era Octavio) al poder. Las copias que se han repartido por las bibliotecas del Imperio se saltan ese periodo de tiempo.
- Hola, David. ¿Cómo estás?
- Muy bien, Claudio, ¿y tu?
- No tan bien…No es que esté mal, pero mi Historia de los etruscos no ha calado en el público. Todos dicen que está bien escrita, que su estilo es elegante y pulcro, que es un estudio minucioso de nuestros ancestros…pero nadie lo compra.
- ¿Y cómo has vivido todo eso?
- He tratado de hacerme el fuerte, pero duele. ¿Por qué se lee con facilidad tanta basura, y los libros eruditos se llenan de polvo en los estantes? ¿Por qué la humanidad no sale de su propia estupidez?

Pensé que la pregunta de Claudio tenía una vigencia absoluta en mi propia época: la ha tenido siempre. Yo mismo, en mi carrera como escritor, me había estrellado con el mismo problema. Pero preferí callar, antes de proferir mi opinión. Seguramente Ferenczi o Perls, dos titanes de la psicoterapia, lo hubieran hecho sin sonrojarse, y lo habrían hecho bien. Pero yo no soy Fritz Perls ni Sandor Ferenczi. Además, hay algo de las “confesiones” del terapeuta que me parece peligroso: ¿cómo puede saber un clínico dónde termina la intervención terapéutica y dónde empieza la actuación de la contratransferencia, un franco acting out del terapeuta? Incluso si se hiciera dicha confesión con toda la sutileza técnica del caso, le estaría quitando tiempo a mi paciente. Recordé la frase de una de mis profesoras de psicoterapia: “la confesión es robarle al paciente su plata; la terapia es para trabajar en los problemas del paciente, no del terapeuta”.

- El mundo se comporta de manera extraña, David. Si alguien escribe una comedia, lo tildan de superfluo. Si escribe una tragedia, de amargado. Si se intenta una historia novelada, como a veces se atreve Tito Livio, dicen que al libro le falta credibilidad. Si se hace una exhaustiva relación de los hechos, como Heródoto, los ignorantes opinan que el autor hace devaneos innecesarios y lo tildan de aburrido. Y así…el público nunca está contento. ¿Y ya sabes lo que le han hecho a mi Historia de Roma? La han mutilado, David. ¡Son unos hijos de puta!…Uy, perdón.
- Eres libre de decir lo que quieras en psicoterapia, Claudio.
- Sí, gracias a Júpiter y a tus maestros, David. Es realmente necesario…Heme aquí, comprometido ya, con dos libros ya, con menos fama de tonto que antaño, pero igual hecho un fiasco…Ah, no te había contado de mi compromiso. Se llama Plaucia Urgulanila. No es muy bella que digamos, y es alta y robusta. Parece que me van a casar con un caballo (risas)…¡Cómo es la vida! Hace unos años, me quejaba de no tener una prometida. Ahora me quejo por tenerla…¡Pero es que es muy fea, por dentro y por fuera! A su desagradable aspecto se une un alma abyecta. Se la pasa hablándome de chismes de cocina, es bastante vulgar y a duras penas lee la correspondencia…¿Sabes quién me consiguió tan buena esposa? ¡Livia! ¿Quién más?...Estoy en aprietos…No puedo negarme…Pero bueno, podré divorciarme más adelante. Por más que Augusto intente prohibir los divorcios en Roma, todo el mundo lo hace. Él podrá ser el gobernante, pero no es nuestra conciencia.

Al salir de palacio, me encontré con Livia y Tiberio. Parecían disgustados. Por lo que pudo comentarme uno de los secretarios imperiales, Augusto, pese a las peticiones de Tiberio, había nombrado Cónsul en Germania a Publio Quintilio Varo.

XI

- He pensado mejor las cosas, David. En realidad no soy un fracasado. Sólo debo ser paciente. ¿Acaso Cicerón se hizo famoso de la noche a la mañana? No…hay que saber esperar. Por lo pronto, y ya que se avecina mi matrimonio con Urgulanila, he empezado, para pasar el mal tiempo, una Historia de Cartago y una Discusión sobre las leyes matrimoniales de Augusto. Con ellas tendré además una excusa para alejarme de Urgulanila. Nadie ve con malos ojos que un hombre busque más la compañía de los libros que la de su esposa, ¿verdad? No la traicionaré con mujer alguna, por lo que nadie podrá decir que mi conducta no es honorable…
- ¿No estarás huyendo del problema, Claudio?
- Voy a pensarlo. En todo caso, es la mejor solución que le encuentro a este enredo…Hablando de enredos, ¿sabes en dónde está Herodes? ¡Nada menos que en el trono de Judea! Me escribió una carta muy entretenida, en la que relata con lujo de detalles, y con todo su cinismo, cómo es la vida de un gobernante…Dice que todo sería más fácil si no hubiera tanto burócrata entorpeciendo la marcha del Estado; que el rey David era un maestro, porque se inventaba guerras en el extranjero para hacer que el pueblo no prestara atención a su propia pobreza; que Salomón levantó ese templo para poder sacarle plata a sus ciudadanos sin que lo notaran; que maldice el día en que Yahvé castigó a los hombres por su soberbia torre de Babel, ya que cada cierto tiempo recibe embajadas y delegaciones de las que no entiende una palabra…Que a una embajada que le llevó de obsequio una pantera, a falta de mejor cosa, tuvo que darle un cordero que tenía listo para ofrecer en sacrificio, contándoles que era “el animal representativo de la nación hebrea”, lo cual escandalizó a algunos fariseos… Por último, se despide diciendo que en Roma vestirse era un problema, porque no tenía que ponerse, y que en Jerusalén “es un problema aún mayor, pues la moda judía tiene décadas de retraso”, y le envía muchos besos a Antonia y Livila, “y saludos al calvo asaltacunas”…Es genial, ¿no?
- Claudio, tu siempre tienes una historia que contar…Pero esta, tan divertida…me parece que la cuentas con tal de evitar otra menos agradable…
- Mmmm…sí, Urgulanila…Estoy en problemas. Si la rechazo, Livia me contará entre sus enemigos. Y Augusto me retirará su afecto, pues creerá que quiero seguir siendo soltero, desacatando sus leyes…Pero no me gusta…¿Qué puedo hacer?...¿Por qué siempre estoy tan lleno de dificultades?...¿Podré salir de ellas?...David, tú conoces el futuro: ¿Qué será de mí?
- Mal haría en decirte lo que me ha llegado de vosotros por la Historia, Claudio. Perdería toda emoción tu existencia. Sería cortarte las alas, negarte la posibilidad de vivir…
- Sí…Entiendo por qué no te gustan los horóscopos, ni otros inventos caldeos…Crees en el libre albedrío, como los filósofos griegos que he podido leer…Consideras que los hombres no estamos a merced del Destino…
- Cada quien construye su destino, Claudio…No viene impuesto por la fecha del nacimiento, ni por los astros…ni siquiera por la misma Historia.
- Eso me da una opción, supongo…Como el hecho de encontrar el camino alternativo. Antes de empezar esta terapia, creía que estaba sentenciado a moverme entre esos dos polos de los que te hablé alguna vez. Luego entendí que podía crearme otros caminos…Sí, tal vez la Historia les haya llegado a ustedes, gentes de otros tiempos, con una versión de lo que fue mi vida…Pero yo puedo acceder a mi propia versión…Si les cuentan que fui infeliz, que tuve una familia desastrosa, que nunca pude sobreponerme a mis sentimientos de fracaso, será eso lo que les digan los libros, pero yo no estoy dispuesto a soportarlo…Voy entendiendo tu lógica, David. No importan el pasado y el futuro tanto como el presente…La terapia es presente, es aquí y ahora…Permite corregir el pasado, y aprender de él…Permite cambiar, por lo que modifica el futuro…El futuro, es decir, lo que la Historia diga de nosotros, no es inamovible…No es una sentencia irrevocable de los dioses…Puede cambiar…Es como si la terapia nos diera una posibilidad de escape, de redención…¿Estoy divagando estúpidamente, David?
- En modo alguno, Claudio. Muchos grandes terapeutas han vislumbrado lo mismo que tú: la psicoterapia es una experiencia emocionalmente correctora. Nos permite la transformación, la búsqueda de alternativas. Ahí donde existen las cadenas que nos amarran al pasado y nos conducen a un futuro en apariencia inmodificable, la psicoterapia permite salir de ellas. Por eso nos libera. Por eso cambia nuestra forma de vivir.
- Suena a Epicuro, o a Platón, inclusive. La verdad es que suena hermoso. Y lo es…Yo mismo he experimentado ese cambio en mi existencia, en la manera de ver las cosas…La terapia me ha permitido dejar el papel de víctima…Me ha mostrado que puedo llevar las riendas de mi vida, que puedo trabajar en muchos aspectos para cambiar el libreto de lo que soy…Y me ha permitido ver el pasado sabiamente, sin tanto sufrimiento: es una especie de libro en el que puedo aprender de mis errores, de lo que hice y dejé de hacer, de lo que fui, y en cierta forma, de lo que soy…No para torturarme, sino para conocerme…Volviendo al tema de los horóscopos, o de lo que dirá la Historia de nosotros, veo ahora que no tiene tanta importancia como lo que nosotros mismos podamos hacer de nuestras vidas.

XII

Hace ya más de seis años que estoy viviendo en Roma. El pueblo está muy agradecido con el César: en majestad, monumentos y grandes edificios, la capital del Imperio ha llegado a superar incluso a Atenas y a Corinto. Por sus calles limpias y seguras (¡al fin!, aunque no sé por cuánto tiempo) circulan personas de todos los confines del mundo. Las finanzas van muy bien. La gente ya no recuerda cuándo fue la última hambruna.

Augusto, en la medida en que avanza su edad, se resiste a delegar funciones en sus colaboradores, aferrándose al trono con ahínco. Está decidido a morir siendo emperador. Algunos lo tildan de ambicioso, comparándolo con Escipión el Africano, que sí renunció al poder. Otros (la mayoría) no cesan de elogiarle esa actitud: dicen que tanto es su amor por Roma que está dispuesto a trabajar por ella hasta el último día de su vida. La derrota de Varo en los bosques de Teutoburgo lo afligió bastante, pero ahora que se ha enterado que los bárbaros mataron a Arminio, su comandante, se encuentra más tranquilo. Incluso comenta con sarcasmo que son “una nación definitivamente ignorante, que en vez de unirse y enfilar sus múltiples tribus y pueblos en contra nuestra, elimina al líder que podía unificarla y se desangra en luchas intestinas”.

Germánico ha aprovechado la ocasión para diezmar a los germanos. Su fama ya eclipsa a la de su propio padre, y muchos le comparan con Julio César. Por doquier hay bustos y estatuas suyas, monedas con su efigie e incluso posadas y tabernas donde se lee “por aquí pasó Germánico”, en las que los dueños sacan unas monedas de más a los turistas.

Tiberio ha vuelto del Sur. Quedó encantado con las islas de la bahía de Nápoles. Parece que lo ha pasado muy bien entre sus jovencitas, y Marco Nerva me ha hecho una confidencia: le oyó decir, a media voz: “Cuando sea emperador, construiré una villa en una de estas islas”. Su aire, usualmente triste y meditabundo, parece haber tomado algo de vida. Livia no se despega de él, y, cada vez que puede, le habla mal de Germánico.

La terapia con Claudio ha avanzado satisfactoriamente. Seguramente dejaré muchas cosas en el tintero (de hecho, cada vez que se transcribe un protocolo o se hace una nota clínica sólo un pequeño porcentaje de lo que se hizo en cada sesión alcanza a quedar ahí plasmado), pero intentaré enumerar lo que Claudio me ha permitido descubrir en el proceso:

1. Como terapeuta soy un instrumento de trabajo, y no el “protagonista”. No conviene usar la terapia para lucirse, ni para gratificarse a costa del paciente, ni para argumentar “políticamente”, como si se tratara de un debate en el Foro. Muchas veces dejamos de ser humildes, y eso es sumamente peligroso. El paciente no necesita un “campeón”, ni al “médico más inteligente del mundo”. Necesita a alguien que lo contenga y lo escuche, lo acompañe en su proceso de autodescubrimiento y liberación, y le permita ser, sin censuras ni prejuicios.

2. Hemos logrado (pues la psicoterapia es un trabajo tanto de paciente como de terapeuta) que Claudio asuma la terapia como un proceso que permite pensar. Poco a poco, ha ahondado en el autoconocimiento y en la capacidad de representarse, de pensarse a sí mismo.

3. La terapia ha sido, sobretodo, relación. Un vínculo transformador. Lo que llama la atención es que no sólo ha transformado a Claudio: también me ha cambiado a mí.

4. La terapia ha permitido a Claudio no solamente expresión y catarsis; le ha permitido visualizar otras formas de ser en el mundo, otras alternativas de existencia.

5. A lo que ya he dicho sobre el riesgo de dar consejos, he de añadir que otro peligro del consejo es que se puede romper la ley de “no deseo” de la psicoterapia.

6. Definitivamente, Kohut y Jaspers tenían razón. La empatía permite intervenciones terapéuticas (uno no habla para lucirse, ni para argumentar, como si se tratara de un concurso de retórica, sino para ayudar al paciente).

7. He visto que Bion era bastante lúcido: la no memoria y el no deseo son indispensables. Desear no permite trabajar con el paciente. Si deseo estoy siempre tentado a que el paciente me hable de una cosa, o haga otra, o busque tal otra. Y la no memoria me permite ese “fluir” especial del que tanto hablaba Perls, ese sentir al paciente aquí y ahora.

8. La relación terapéutica es definitivamente bidireccional. Su cualidad transformadora, a nivel ontológico, afecta también al terapeuta, no sólo al paciente.

9. Es realmente fecundo estar siempre atento a las reacciones que uno tiene frente a lo que el paciente trae a cada sesión. Nos enseña de él, y de nosotros mismos, más de lo que podemos imaginar.

10. En ese orden de ideas, el terapeuta debe siempre encontrar qué cosas evoca en él su paciente, qué cosas evoca él mismo en el paciente. Debe hacer el ejercicio de sumergirse en el mundo del paciente, para aprehender todo lo que pueda. Algo similar a lo que planteaba Bettelheim, cuando decía a sus alumnos que intentaran ver el mundo con los ojos de sus pacientes, que intentaran colocarse en la posición de sus pacientes.

11. El primer encuentro es clave. Por eso no puede uno darse el lujo de sesgarse con lo que otros, previamente, han percibido del paciente. Si uno va a leer esos historiales clínicos, debe hacerlo después, y no antes. Nunca hay una segunda oportunidad. El primer encuentro es fundamental.

12. En ese primer encuentro, debemos estar pendientes: cómo es el paciente, cómo es su aspecto, cómo es su actitud, qué cosas nos muestra, qué cosas nos oculta, qué fantasías tiene sobre uno, qué fantasías tiene sobre su enfermedad y su posible curación, qué fantasías tiene sobre el proceso terapéutico.

13. Conviene, al trabajar con niños, abandonar por un momento el “adulto” al que uno se aferra con ahínco. Por eso se requiere superar los prejuicios que se tengan (y uno, así se crea muy sano, los tiene muchos) sobre esa edad.

14. Sobre si es doloroso o no el proceso de autodescubrimiento, no estoy muy seguro aún como para dar una afirmación tajante. Pero, sin duda, es mucho más doloroso el camino de la ignorancia. Duele más la falta de insight…y conduce a mayores dolores (pues la vida del paciente se limita, se constriñe, se aboca a más y más problemas…problemas que, como dice Claudio, “tristemente, muchas veces son más imaginarios que reales”).

15. El autoconocimiento del terapeuta es clave. De no haber pasado yo mismo por la experiencia de estar en terapia, tal vez me habría perdido de muchas cosas. El autoconocimiento del terapeuta le permite estar atento, reconocer qué es del paciente y qué es suyo.

16. Resolver sólo el síntoma no implica un cambio terapéutico completo. Hay que buscar qué hay detrás del síntoma. Qué nos muestra. Qué expresa. En este sentido, se debe tener respeto por el síntoma, en tanto que es una “solución” (muchas veces burda y parcial, pero solución al fin y al cabo) al problema que acongoja al paciente…El camino de la psicoterapia, el devenir de la transformación, la elaboración que el paciente haga de todo lo que vivencia, le permitirán encontrar alternativas, es decir, mejores soluciones. Y el síntoma, muy probablemente, dejará de atormentarlo.
17. Los prejuicios en psicología, así como en cualquier rama de saber, son sumamente peligrosos. Sesgan, desvían, distraen. Nublan nuestra comprensión. En terapia debemos estar atentos a todo, y las ideas preconcebidas nos privan de ello.

18. No basta observar. Hay que entender. No basta entender, debemos comprender, abarcar, ponernos en el lugar del paciente.

19. La terapia es totalidad dinámica. Un sistema en el que tanto paciente como terapeuta intercambian palabras, símbolos, significados, emociones…y de ese intercambio emerge una realidad nueva, una comprensión distinta de la propia vida y de los hechos.

20. La relación terapéutica genuinamente es transformadora. El terapeuta es un objeto nuevo, no responde como el objeto original. Así, el paciente puede incorporar un nuevo objeto. Y tiene la opción de transformarse.

21. El arte de la psicoterapia implica el poder ponerse en el lugar del otro, reconocer al otro; pero, al mismo tiempo, reconocer las diferencias con el otro (y reconocer que la diferencia acerca). Terapeuta y paciente no se fusionan, intercambian. No forman una mescolanza, se influyen mutuamente. La terapia implica apertura, pero no fusión. Implica respeto por lo que el otro expresa, pero no una identificación con eso que expresa.

22. Con Claudio pude ver que el permitirse hacer una lectura afectiva del otro es tanto o más importante que hacer una lectura de lo meramente verbal. No basta escuchar las palabras, hay que sentir ese caudal de emociones que emerge en el proceso…y aprender de ellas, apra aprender del paciente, y de uno mismo.

23. Nunca hay que darse por vencido. A primera vista, un niño huérfano, con fama de tonto y discapacitado, al que la madre considera un ser defectuoso, al que todos rechazan y maltratan, que tiene un tío pederasta y una abuela asesina, puede parecer un caso perdido…¡y qué sorpresas se lleva uno, cuando encuentra un verdadero tesoro detrás de todo eso! Sin embargo, la esmeralda está para el minero laborioso. Hay que darle una oportunidad al paciente: es dársela uno mismo. Hay que erradicar esa “pereza del corazón” que advertían Rosenfeld y Bettelheim.

24. La psicoterapia es conocer y conocerse, percatar y percatarse, un cambiar cambiando, acercarse y comprender, transformar…realmente lúcido el que la comparó alguna vez con la Alquimia.
25. Yo creía que la obsesión de algunos médicos por la “objetividad”, los “datos cuantificables” y el escindir, en vez de sintetizar, la información, era herencia del Positivismo y mal de nuestra época. En Roma he visto que no es así. Siempre hay reduccionistas.

26. La relación terapéutica comparte muchas características con la amistad, pero no es lo mismo. Mi estadía en Roma me ha permitido algunas claridades al respecto: soy amigo de Fabio Máximo, pero no su terapeuta. Herodes Agripa es amigo de Claudio, pero no su terapeuta. Quiero que a Claudio le vaya bien en la vida, deseo que sea más feliz, que lleve una existencia plena. Pero no soy su amigo. Soy su terapeuta. Uno escoge los amigos según determinadas afinidades, determinados gustos: según valoraciones. Hay un sistema de valores y una valoración implícitos a la hora de escoger, y optar por conservar, un amigo. La terapia es una relación no valorativa. No establece juicios de valor. Acepto a mi paciente tal como es. Creo que ya lo he dicho antes: respeto al paciente, incluso a sus síntomas. No soy juez, ni árbitro. Soy terapeuta.

XIII

Claudio continúa asistiendo puntual y entusiasta a las sesiones. En sus intervenciones en el Foro es cada vez más sosegado y convincente. No se desespera, como antaño, sino que escucha y controvierte de forma educada y elegante. Su tartamudeo es cosa del pasado. Ese “manojo de nerviosismo e inseguridad”, como se describía el mismo al inicio de la psicoterapia, se ha convertido en “un hombre seguro de sí mismo, más conocedor y más dueño de su existencia”, para seguir usando sus palabras.

¿El trabajo está concluido? El mismo Freud llegó a dudar si alguna vez se concluía. Lo cierto es que ambos somos mejores ahora de lo que éramos hace siete años.


David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)