miércoles, 1 de diciembre de 2010

LA INSEGURIDAD AFECTA LA CALIDAD DE VIDA DE LOS BOGOTANOS


A diario escucho los lamentos de amigos, vecinos y colegas. La situación es catastrófica: nadie puede declararse “inmune” a ser vulnerado en su integridad física o en su patrimonio. El hampa está al acecho. Muchos sienten miedo por sus hijos y demás familiares: temen que sean asaltados camino al colegio o al trabajo, temen que sean robados, temen que sean agredidos sexualmente. Temen incluso por sus vidas.

Y las autoridades siguen cruzadas de brazos. El Ejecutivo, mediocremente dirigido por un alcalde ineficiente (al que no menciono porque su nefasto nombre no merece sino el olvido, si es que no llegan también las sanciones civiles y penales por los crímenes que comete), se hace el de la vista gorda y hace mal uso de los recursos, destinándolos a las cuentas bancarias de sus apadrinados. La rama judicial, muchas veces amenazada por las organizaciones criminales, en otras maniatada por oscuros elementos de la sociedad, o sobornada por personajes siniestros (políticos corruptos, delincuentes, sociópatas de cuello blanco), no hace los suficiente por castigar a los asesinos y los violadores que aterrorizan a la gente de bien. Y el Legislativo, corrompido también hasta el tuétano, y manipulado por psicópatas poderosos, deforma la Ley de tal manera que siempre los criminales gozan de todas las ventajas, y pisotean con completa impunidad los derechos de los ciudadanos de a pie, los trabajadores, las mujeres, los niños, los que sí contribuyen al desarrollo social del país.

Esto es injusto. Y debemos combatirlo. Hay que recobrar la seguridad, para la ciudadanía. Seguridad para la juventud que se educa y merece una nación próspera y pujante. Seguridad para las personas honestas y responsables, que contribuyen al progreso del país. Seguridad para esas mujeres y hombres que son nuestra razón de ser: colombianos de bien, honrados, pacíficos, tolerantes.

Bogotá, que había logrado un buen avance en esta materia, durante las administraciones de finales de los 90 e inicios del siglo XXI, va para atrás. Y bien para atrás. La inoperancia de sus autoridades y la laxitud de la Justicia (que a veces se muestra brutal y punitiva con el ciudadano inerme, y generosa y olvidadiza con los delincuentes, en especial si son delincuentes adinerados) nos han llevado a esto: un panorama desolador, en el que los crímenes campean y la ciudadanía, indefensa, padece.

Y este clima de inseguridad afecta la calidad de vida de los ciudadanos. Bogotanas y bogotanos se encuentran a merced de los facinerosos. Y el daño no sólo es el daño directo (ser víctima de un robo, sufrir un acceso carnal violento, recibir una herida por arma de fuego, etcétera) sino un enorme daño colateral, derivado del ambiente de violencia y terror.

Una de las primeras consecuencias de la inseguridad es que las actividades lúdicas disminuyen. Solamente quedan restringidas a los sitios en donde la seguridad privada permite al ciudadano una relativa sensación de seguridad. Entonces, sólo quienes dispongan del dinero para acceder a esos sitios pueden divertirse. De nuevo, los más golpeados son los sectores más humildes de la población, que no pueden permitirse ya una fiesta en el barrio, un ágape frente a su casa o un baile comunitario sin correr un riesgo enorme.

La inseguridad perjudica también la salud de los bogotanos. Y esto por varias vías:

1. Ante la posibilidad de ser atracado, el ciudadano prefiere evitar el uso de parques y canchas. Esto es más evidente en horas de la noche, cuando los maleantes aprovechan al máximo la ausencia de Estado y cometen sus fechorías en completa impunidad. Así, los espacios que normalmente deben estar a disposición del público para el deporte y la recreación, son subutilizados.

2. Vivir en constante estrés altera la salud mental y física de la ciudadanía. Predispone a trastornos de ansiedad y trastornos depresivos. Provoca activación de hormonas y neurotransmisores de respuesta al miedo, que desgastan al organismo y lo predisponen a todo tipo de dolencias. Y, obviamente, la posibilidad de caer asesinado, ser asaltado o robado genera un estrés brutal.


3. Una sociedad que se habitúa a “vivir sólo mientras está la luz del día”, como me comentó una señora hace pocos días (obviamente, por temor a la noche, la oscuridad y las consiguientes acciones de los malhechores) tiene más posibilidades de hacerse sedentaria y de caer en el círculo vicioso de ir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, sin posibilidad de una buena caminata, de un paseo en bicicleta, de un buen partido con la propia gente del barrio. Y el sedentarismo es caldo de cultivo para todo tipo de enfermedades (obesidad, diabetes, hipertensión, dolencias osteomusculares, por sólo nombrar unas pocas).

4. Ante el clima de desconfianza y pánico, los ciudadanos invierten en su propia seguridad el dinero que, de otro modo, podrían gastar en actividades deportivas. Así, el dinero del gimnasio, por ejemplo, termina siendo destinado a la instalación de sistemas de alarma.


5. Una ciudad insegura ofrece muy pocas posibilidades de ser una ciudad “caminable”. La caminata es un ejercicio excelente, pues brinda actividad física y esparcimiento gratuito, distracción y oportunidad de conocer amigos en el barrio y con ello fortalecer la cohesión social. Pero, ¿quién se arriesga a caminar, si puede ser violado o asesinado? ¿Quién se atreve a salir a la calle, buscando un buen ejercicio aeróbico, cuando puede ser víctima del hampa?

El imperio del mal afecta el turismo. ¿Cómo puede ser atractiva una ciudad en donde se puede encontrar la muerte con facilidad? Y, si hacemos cuentas, ¿cuánto dinero pierde Bogotá, con cada noticia negativa (homicidios, delitos sexuales, secuestro, asalto) que llega al extranjero? Un montón. ¿Cómo pretendemos que los turistas (tanto nacionales como extranjeros) visiten la capital colombiana, si no se les ofrecen suficientes garantías?

La inseguridad debilita las instituciones. Es un monstruo que carcome la sociedad desde dentro, minando su confianza, boicoteando su estructura, atacando sus integrantes. La inseguridad genera miedo, más violencia, y con ello más pobreza y atraso social.

Y lo más importante: el clima de inseguridad debilita el sentido de pertenencia del bogotano. Y es algo lógico y esperable. Aunque no debiera ser así, la verdad es que los ciudadanos tienden a querer menos una ciudad que persiguen como amenazante y plagada de peligros. El miedo (ante la posibilidad de que algo ocurra) y la desilusión (al convertirse en víctima impotente de los malhechores) hacen que el bogotano, tristemente, se sienta menos identificado con su ciudad. Y este fenómeno genera cosas terribles: ya no importa el papel que se arroja al piso, ni la señal de tránsito que se ignora, ni la flor recién sembrada en el parque. Ya no importa nada. Y no es una exageración: ya lo estamos viviendo, y no sólo en Bogotá. El ciudadano no se siente adentro, sino alienado en la ciudad, excluído y víctima, y empieza a “desquitarse” adoptando actitudes incivilizadas, cuando no vandálicas.

Ahora bien, ¿qué espera la ciudadanía? El alcalde continuará saqueando el tesoro público y engordando sus bolsillos a costa del sudor de los trabajadores. Ediles, concejales y funcionarios seguirán durmiendo en sus laureles, pensando en sí mismos, completamente ajenos a su verdadera función de servidores públicos. Si seguimos así, en pocos años tendremos una Bogotá salvaje, invivible, violenta y lúgubre. Y no queremos eso. La ciudadanía debe movilizarse hacia el cambio. La indiferencia conducirá al abismo; la participación de la gente buena, por el contrario, salvará a Bogotá de la debacle.

David Alberto Campos Vargas

1 de diciembre de 2010

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