lunes, 20 de julio de 2009

LAS PARADOJAS DEL LIBERTADOR

LAS PARADOJAS DEL LIBERTADOR

Congreso Colombiano de Residentes de Psiquiatría - 2009


Simón Bolívar nace en Caracas, en 1781. Su padre, Juan Vicente, es un hombre de avanzada, adepto a las ideas libertarias y seguidor de Francisco Miranda. El precursor venezolano prometía concretar el sueño de independencia y don Juan Vicente, con Simón aún de brazos, no duda en apoyarlo.

Ya los americanos contábamos con intentos de libertad, como el protagonizado por Tupac Amaru en el Perú, o la revuelta de Los Comuneros en Nueva Granada. Pero habían sido intentos fieramente reprimidos por España.

El pequeño Simón crece en un ambiente acomodado, lee con pasión los intelectuales del momento. Pero no todo es felicidad en su vida familiar: su padre fallece al poco tiempo, y su madre lo sigue a la tumba cuando Simón apenas tiene 10 años.

Queda entonces bajo la tutoría de don Miguel Saínz, a quien saca de casillas a menudo. El niño “ingobernable” tiene momentos de melancólica contemplación, en los que se le ve triste y pensativo.

Cuando llega a la juventud, Bolívar es ya un poco más sociable, se deleita en los bailes y lo pasa muy bien en Madrid. Al retornar a Caracas, tiene como maestros a Andrés Bello y Simón Rodríguez. Del segundo hereda la obsesión por la independencia de América.

Empieza su carrera militar, y no desaprovecha ocasión para leer y hacerse una idea de gobierno que lo habrá de inspirar el resto de sus días. Aunque apenas lo conoció, la figura de su padre siempre está presente: son constantes las referencias al asombroso parecido entre los dos.

Encantador y bien educado, el joven Bolívar no tarda en casarse. Todos los testimonios indican que rebosa alegría.

Pero la tragedia golpea de nuevo. Muere su esposa, y Bolívar vuelve a ser el hombre introvertido de antaño. Viudo y desencantado de la vida, parte a Europa, en busca de una visión.

Encuentra entonces a un individuo singular. Un italiano de origen humilde, que con inteligencia y ambición ha escalado peldaños y es el número uno en Francia. Un hombre ganador, desde todo punto de vista, que se dispone a someter a Europa entera y, de paso, darle una lección: la Revolución no sólo es un accidente ocurrido en Francia, sino el nuevo espíritu de la época, y las ideas de Libertad, Igualdad y Fraternidad han llegado para quedarse.

Bolívar ha encontrado un sentido a su existencia. Puede llegar a ser un personaje de primera importancia, y en Monte Sacro, ante su antiguo maestro, jura que dará libertad a Venezuela.

El movimiento rebelde, de nuevo comandado por Miranda, le acoge con entusiasmo. De otro lado, en la actual Colombia, los criollos también intentan sacudirse de la opresión española. Pero la cosa no es fácil. El respiro que da Napoleón a las colonias dura poco. Y las disputas internas entre federalistas y centralistas terminan debilitando al gobierno de Nariño. El traductor de los Derechos del Hombre, hábil con la pluma, demuestra tener muy mala suerte con la espada.

En Venezuela, Bolívar destaca entre los patriotas. Su biotipo y temperamento le impiden pasar inadvertido. Pero esto no es suficiente para evitar la derrota en Puerto Cabello. Las fuerzas de Miranda son destrozadas. Bolívar logra escapar y empieza una serie de correrías por la actual Colombia.

Lo intenta de nuevo en Venezuela, pero la campaña es un suplicio más para el Libertador. Cegado ya por el patriotismo más fanático, decreta la guerra a muerte.

Ya no es el hombre refinado de antaño. Se define a sí mismo como “la tempestad de la Revolución” y comanda su ejército de rebeldes con tal valentía que ya raya en la imprudencia, atacando él primero y exponiéndose a toda clase de peligros.

Las derrotas siguen. Escribe a Sucre una carta pesimista, en la que se refleja su propia incertidumbre. Huye a Haití y logra aprovisionarse. Retorna y gana algunas escaramuzas y decreta la libertad de los esclavos, pero es nuevamente repelido por los españoles.

En 1818 lo intenta en el Orinoco, donde es casi exterminado. Bolívar, aunque reconoce los obstáculos, no se da por vencido. Se entrevista con Santander y Páez y concluye que debe liberar primero Nueva Granada. Se le unen colombianos de virtud y abnegado patriotismo.

Con un ejército mixto batalla fieramente en el Pantano de Vargas. La superioridad española es compensada con el coraje de los patriotas, quienes acaban concediéndole a Bolívar una victoria anhelada y necesaria. Aún menguado en número, y afectado por el hambre y la fatiga, este ejército de héroes vuelve al combate en el Puente de Boyacá. Al final de la jornada, con voz entrecortada por la emoción, Bolívar celebra la independencia de Colombia.

Las cartas de Bolívar en este periodo nos muestran a un hombre apasionado, buscador de peligros. Su conducta, avivada por el fanatismo político, es cada vez más arriesgada en combate, pero cuenta con la suerte de los elegidos. Consigue ganar en Carabobo y Maracaibo, y la añorada libertad de Venezuela.

Prosigue su carrera frenética, arrasando a los españoles en Pichincha. Las cosas han cambiado, ha probado al fin su buena estrella. Está plenamente convencido de su destino. Quiere gloria, y no descansará hasta obtenerla.

En Quito concreta la independencia ecuatoriana y va tomando forma su proyecto de Unión Latinoamericana. Al crearse la Gran Colombia, Bolívar logra anotar tanto a nivel político como ideológico. Demuestra que la unión de los pueblos de América sí es factible, que el sueño puede hacerse realidad. El Libertador confía en su camino, sus cartas han perdido el tono inseguro de antes: son las de un hombre que se sabe destinado al triunfo. También goza haciendo poesía, escribiendo piezas de valor literario.

En 1822 parte a entrevistarse con San Martín. Bolívar nunca imaginó un encuentro tan decepcionante y tenso con el General. San Martín era un hombre de tenacidad incomparable, honrado, ajeno a las intrigas. Pero era práctico, tal vez demasiado. Tenía concebido poner a un rey en el Perú. Esto indignó a Bolívar. Si algo odiaba el Libertador, de manera visceral, era el cuento de las coronas y las dinastías. La idea bolivariana de la democracia era simplemente incompatible con la solución sanmartiniana. Su negativa fue tajante.

Acto seguido, San Martín se ofrece a ser su lugarteniente, y el Libertador no acepta. No confía de lleno en el argentino, pero le dice algo más diplomático: que no se siente capaz de darle órdenes.

Luego viene lo más bochornoso del encuentro. En la fiesta, el austero San Martín, demasiado serio y pésimo para el baile, se siente incómodo e ignorado. Bolívar baila endiabladamente, lanza una arenga formidable, brinda en repetidas ocasiones por la gloria de América. Queda claro quién manda, y San Martín se ve obligado a desaparecer del recinto. Al día siguiente se va de Guayaquil. Al poco tiempo abandona América, para nunca más volver.

Bolívar está en la cumbre. Parece el bendecido de la Historia, y goza siendo el hombre más importante del momento. Es generoso, desprendido en lo material, pero también ama el poder y la grandeza.

Con Sucre a su lado despedaza fuerzas españolas a su paso, dicta y escribe cartas a diestra y siniestra, da discursos hasta en las situaciones más inesperadas, decreta leyes, preside banquetes y desfiles. Es un torbellino de creatividad y trabajo.

Viene Junín. Bolívar sabe que es su oportunidad de consagrarse. Españoles y americanos libran una lucha titánica. El ruido de sables y espadas se mantiene por horas. Parece que los realistas conseguirán quedar en tablas. Bolívar, furibundo, transmite a las tropas su entusiasmo. Al final, los españoles caen derrotados.

De una vez por todas, el Libertador ha concretado su sueño. El jovencito con ideas de grandeza es ahora el motor de América. La raza americana parece estar venciendo sus demonios. Y como apuntan los periódicos ingleses de la época, “el campeón de la libertad” es un sujeto fascinante, apasionado y dispuesto a todo.

Luego viene Ayacucho. Sucre hace una batalla perfecta. La gloria es completa. El júbilo del Libertador no tiene parangón, baila desenfrenadamente durante varias noches.

No está muy claro por qué Bolívar divide al Perú. Lo cierto es que crea una nueva república con su nombre, redacta su Constitución y nombra a Sucre presidente. Eso, para su deleite, ni siquiera Napoleón lo había logrado.

Obsesionado con la idea de la unión, organiza el Congreso de Panamá, precursor de la OEA, al que asisten Méjico, Centroamérica, la Gran Colombia, Chile y Perú. En el Viejo Mundo, sus seguidores aguardan expectantes. Ha vencido en el campo de batalla, pero ¿cómo habrá de gobernar tan vasto territorio?

Bolívar, presidente tanto de la Gran Colombia como del Perú, demuestra ser un político visionario, pero no un administrador.
Como funcionario, se empeña en dar ejemplo de sacrificio. Santander, su vicepresidente, se las ingenia como puede, pero los demás militares son ineptos gobernantes. Y los funcionarios educados son una minoría.

Todo parece conspirar en contra del sueño bolivariano. Las tensiones toman fuerza. El Libertador percibe el peligro: su proyecto está desmoronándose, pero no se da por vencido. Cabalga infatigablemente, pasa de un lugar a otro con velocidad pasmosa, dando órdenes, organizando, moldeando su obra. Así, omnipresente, parece multiplicarse a lo largo de Suramérica.

Hubiera querido un gobierno plenamente democrático, pero ante la imposibilidad de establecerlo, se encuentra a sí mismo al final del túnel. Es la única esperanza de esa América pobre, tímida, recién nacida. A despecho suyo, Bolívar encarna una nueva paradoja: la del demócrata obligado a ejercer la dictadura.

¿Tuvo tiempo para amar? ¿Amó de verdad, alguna vez en su vida? A juzgar por cartas y testimonios, sí. Pero al enviudar, Bolívar jamás fue el mismo. Prometió junto al cadáver de su esposa que nunca más se volvería a casar, y cumplió, pero a su manera. Parece que este hombre tan apasionado tenía mucho amor, para muchas mujeres. Una de ellas lo salvó en Jamaica. Otra, aún en paños menores, lo ayudó a escapar de un atentado. La más recordada de ellas, Manuela Sáenz, la noche de la “conspiración septembrina”, le permitió salir ileso con su astucia.

La pasión entre Bolívar y Manuelita todavía inspira a los románticos. Vivieron un idilio fogoso, casi inconcebible. Bolívar también amó a su prima, Fanny Du Villard. Incondicional como Manuelita, protectora y confidente.

Pero ahora está solo, cada vez más solo. Cuando ya se cierra el círculo de su vida, hace el balance de sus amistades. Con Miranda la relación fue ambivalente: admiró al prócer, pero no le perdonó la capitulación. A Bolívar nunca le cupo en la cabeza que Francisco de Miranda, veterano de las guerras de independencia de Estados Unidos y lugarteniente de Napoleón, se diera por vencido.

Con Páez hubo gratitud al inicio, pero luego desilusión. Ese hombre inculto y mediocre nunca entendió el proyecto bolivariano. Y así otros oportunistas que ni siquiera merecen mención. Santa Cruz incluso lo atacó, en 1829, aprovechando el desmembramiento de la Gran Colombia, pero Bolívar se dio el gusto de derrotarlo. Lo que más le dolió fue la traición de Santander.

El general Santander había sido un estratega audaz y útil. Se encargó de darle forma a la Gran Colombia, haciendo milagros para sostener al ejército libertador y al naciente Estado con las arcas prácticamente vacías. Allí donde Bolívar proyectaba una idea, estaba Santander para concretarla. El Libertador hacía castillos en el aire, y su vicepresidente hacía lo que podía aquí en la tierra: a veces no alcanzaba a tanto. Se profesaban mutua admiración. Pero cuando Nariño, por quien Bolívar sentía genuina gratitud, quiso entrar al gobierno, Santander hizo todo lo posible para apartarlo. Luego vinieron desavenencias con Manuelita, de la que Santander llegó a hacer comentarios subidos de tono.

¿Envidia, ambición, cansancio? Probablemente un poco de las tres. Pero nadie imaginó que Santander llegara a planear el asesinato del Libertador. Después de ver frustrado el intento de golpe, iba terminar fusilado. Pero Bolívar, magnánimo, cambió la pena de muerte por la de destierro.

Al final, el único realmente fiel fue el mariscal Sucre. Excelente militar, gran persona. Era un hombre de familia, amaba con devoción a su esposa y sus hijas. Fue, siempre, el favorito de Bolívar.

Se acerca el final. Bolívar renuncia y planea irse al Viejo Continente. Manuelita borra de las paredes santafereñas, con sus propias manos, los letreros insultantes que el populacho ha escrito contra el Libertador, y en una escena grotesca de nuestra Historia, Bolívar sale de Santa Fe abucheado.

El viaje a Santa Marta es una larga despedida. En el camino encuentra amigos ocasionales, ingratos que salen a maldecirlo, campesinos sorprendidos de verlo huyendo, hacia su propia muerte, en tan pobre comitiva. Otra de las grandes paradojas es que el Libertador, despreciado por sus compatriotas, encuentra posada y atenciones en casa de un español.

Tísico y demacrado, Bolívar encuentra un instante de clarividencia, profetizando lo que sería de Suramérica con atemorizante precisión. También se ríe de sí mismo y acepta la finitud de su cuerpo y de su obra.

Finalmente nos lega su canto del cisne, la última proclama. Los pocos que han asistido a acompañar al moribundo, observan consternados cómo se va desvaneciendo este héroe complejo y contradictorio, el problemático e inimitable sol de América, hasta morir finalmente, el 17 de diciembre de 1830, a la 1 de la tarde.

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)