viernes, 29 de febrero de 2008

Historia corta sin título

Acercándose un día,
el mar se regocijò en la playa
y escuchó, una a una sus penas...

Fue así como otro día
sintió que la playa se estremecía
y le hizo saber su incertidumbre.

Y... en algún momento,
volcaron sus temores
fusionándolos sobre ellos mismos.

Fue así como un día
la playa le rogó para que irrumpiese en sus entrañas
y esculpiera en ella toda su tibieza...

Claudia Martínez Uzeta (Colombia, 1971)

sábado, 16 de febrero de 2008

La formación del Lenguaje, según Spitz

"...Digamos, entre paréntesis, que la formación del lenguaje, su iniciación al final del primer año, es un fenómeno completo. Abarca, por un lado, la descarga, y por el otro, la percepción. El fenómeno del lenguaje es un fenómeno sorprendente de tránsito del niño desde una pasividad durante la cual la descarga regula los estados tensionales según el principio del placer, a una iniciación de actividad en la que la descarga misma puede convertirse en una fuente de satisfacción. Con este paso, la actividad se convierte en uno de los factores del desarrollo bajo la forma rudimentaria de la actividad lúdica. La vocalización del niño, que al principio sirve como descarga de impulsos, va transformándose poco a poco en un juego en el que repite los sonidos que él mismo ha producido. Es entonces cuando el niño se ofrece el placer de la descarga produciendo los sonidos, y los de la percepción, escuchándolos. Es una experiencia nueva; en la repetición, el niño se proporciona su propio eco. Es la primera imitación auditiva. Algunos meses después, repetirá su comportamiento con los sonidos que escucha a su madre.

Advertimos en ello uno de los detalles de la transición del estadio narcisista, en el cual el niño se toma a sí mismo por objeto, al estadio objetal. Cuando se hace eco de los sonidos (y de las palabras) que emite la madre, ha reemplazado el objeto autístico de su propia persona por el objeto constituido en el mundo exterior, o sea la persona de su madre.

Tales juegos forma, asimismo, la base del otro aspecto de las relaciones objetales nacientes, ya que la repetición de los sonidos emitidos, primero por el niño mismo y más tarde por la madre, se transformará en una serie de señales semánticas."

René Spitz (Austria, 1887-1974)

sábado, 9 de febrero de 2008

Poesía de Carlos Serrano

Conocí a Carlos Arturo Serrano, hijo ilustre del Atlántico, en el Concurso Nacional de Ortografía de 1998. Me ha honrado con su amistad desde entonces, siempre atento a los detalles, siempre presente a pesar de los viajes que la vida nos ha deparado a los dos. Es de esos amigos que escasean, de los que llaman así uno esté en la Patagonia. A sus dotes profesionales se añade una interesante vocación literaria, de la que pretendo ir mostrando "bocados" cada cierto tiempo, que espero sepan disfrutar.


OTRA LIBERTAD
Di a tus quietudes: no persistan.
Aunque sigan resonando voces desconocidas
desde sus rincones sellados,
debes despertar.
Luego sal y conoce otra libertad.
Ahoga tus rencores. Recibe a los rostros de la duda.
No cierres los ojos ante tu reflejo.
Hacia ti llegarán ecos de dulzura lejana
que te atarán a consuelos medio vacíos.
Ya agotados, te dejarán. No los persigas.
Es vano querer atrapar lo que te invade.

IDENTIDAD
Soy viajero de los enigmas ubicuos,
sé perseguirlos y mirarlos calladamente
saliendo de sus escondites.
Visito a navegantes que hablan una lengua secreta
y me preguntan mi nombre
y les contesto en una voz que no reconocen.
Les miento, sí.
Mi nombre callado es el enigma que he venido a buscar.

TRANSEÚNTE
Con la cabeza baja camina un hombre
un hombre inocente
procurando escabullirse.
Su mirada está fija en las aceras
largas tablas tambaleantes
que conducen
reducen
muestran un poco de mundo mientras se mire
con la cabeza baja.
El hombre tiembla; sus pasos están helados
en las manos tiene la duda
en las manos el miedo
el frío.
Atraviesa los días
en pobre imitación de la vida,
atormentado sin respiro
por una culpa que no le pertenece.


Carlos Arturo Serrano (Colombia, 1982)

EL CONOCIMIENTO DE LA LITERATURA COMO EXCURSION VITAL

Toda pedagogía posible de la literatura, quiero decir, todo acto de orientación de un alumno por parte de un maestro hacia el conocimiento y goce de la literatura, debe partir de la experiencia vital de un viaje, de una excursión, de un recorrido lleno de entusiasmo que maestro y alumno deben realizar en mutua compañía al territorio del texto literario. Sólo desde allí es posible exponer a la contemplación de la sensibilidad maravillada ese algo inasible y misterioso, "esa cosa liviana, alada y sagrada" que es para Platón la poesía y que, en tanto revelación inefable de lo bello, es capaz de producir intenso goce.


Con frecuencia lamentable el maestro pretende conducir a sus alumnos a un supuesto conocimiento de la literatura por el camino fácil y engañoso del manoseado libro de texto, eludiendo los riesgos y la emoción del viaje, sacándole el cuerpo a la excursión. Tal vez proceda así porque no conoce la ruta o, posiblemente, porque tema perderse en alguno de sus senderos secretos. O quizá, simplemente, porque no ama su oficio; no le gusta hacer --mucho menos dirigir-- excursiones, y, en ese caso, no le interesa moverse más allá del cómodo mapa que proporciona el socorrido manual. En vez de ir al texto, recurre entonces al resumen desabrido del argumento, tan dramáticamente lejano de la obra viva; a la glosa crítica --comentario del comentario--, rara vez a su opinión personal; al análisis abstracto, en todo caso, al concepto esquelético y frío de tercera mano de algo que tal vez ni él mismo, mucho menos sus alumnos, han leído. Grave equivocación, pues tan lánguido procedimiento equivale a confundir el mapa con el territorio y la descripción de la receta culinaria con el placer de la vianda en el paladar.

Para que alguien se acerque a la literatura de manera genuina, gozosa y perdurable, digámoslo de otra manera, para que el estudiante pueda, eventualmente, enamorarse de la literatura, es necesario conducirlo al territorio oculto del texto mismo, con el fin de que él aprenda a conocer y a transitar sus caminos, se familiarice con los vericuetos de su laberinto encantado, y, a través de esa intensa experiencia vital, vea directamente, descubra por sí mismo y en todo su esplendor la misteriosa y, en ocasiones, perturbadora belleza presente en toda obra literaria de alta calidad. Este descubrimiento de naturaleza estética equivale a una revelación que, casi sin excepción, lleva aparejado el gozo inefable de la contemplación directa, de la visión gozosa más allá de las palabras.


El maestro dejará de ser entonces ese aburridor e insufrible recitador de manuales, ese policía guardián del orden público de la clase, especie de “sicario” pedagógico sin otro recurso que la amenaza sistemática del castigo --el socorrido chantaje con la nota--, para convertirse en el regocijado brújulo de una excursión.

Para que el maestro pueda cumplir a cabalidad con esta tarea envidiable, se requieren, a mi manera de ver, dos condiciones: en primer lugar, que él mismo sea baquiano, es decir, que conozca bien el territorio y los caminos que a él conducen, y luego, --tal vez lo más importante-- que esté enamorado de su oficio, de su condición de guía, porque se sabe él mismo gozando en ayudar a otros a sentir la emoción intensa que él en su momento experimentó cuando por sí mismo o de la mano de su maestro se aventuró por primera vez por los parajes sorprendentes e inolvidables de alguna obra literaria.

Nada más desmoralizador para un grupo de excursionistas que un guía inseguro, medroso, poco conocedor del terreno. Su inseguridad terminará por contagiar a todos. Y nada más devastador para la buena disposición de ánimo, para la determinación de la voluntad que exigen los retos humanos, las pequeñas y grandes aventuras físicas y espirituales, que un guía enemistado con su oficio, enfermo de abulia, de atonía espiritual. Lo más seguro es que con un conductor de esas características nadie llegará demasiado lejos.


Que el maestro de literatura sea un baquiano quiere decir que es un buen conocedor de las obras literarias a las que pretende conducir a sus estudiantes y de los mejores caminos para llegar a ellas. Conocedor significa aquí que las conoce de primera mano, mediante lectura directa. Es redundancia, saludable pleonasmo --que en nuestro caso de ninguna manera vamos a suprimir o a disimular-- afirmar que el maestro de literatura debe ser un gran lector, un lector que apetece la literatura por necesidad visceral e irrenunciable de su espíritu, como el hambriento el alimento, como los pulmones del asmático el oxígeno, como el enamorado el cuerpo y el alma de la mujer amada.


A menudo se encuentra uno en seminarios y talleres sobre lecto-escritura o acerca de la pedagogía de la literatura con que todos los participantes, sin excepción, están de acuerdo en este punto. A nadie he escuchado decir jamás lo contrario. A fuerza de repetirlo hemos terminado por convertir tan importante idea en un lugar común. La dificultad empieza a la hora de verificarlo; es entonces cuando descubrimos que hay una brecha enorme, en ocasiones un verdadero abismo, entre discurso pedagógico y vida. Pocos son, digámoslo con franqueza, los profesores de literatura que aman entrañablemente la literatura y que, como respuesta natural a su inextinguible apetencia por ella, puedan ser considerados lectores excelentes. Si usted es profesor de lengua castellana y quiere comprobarlo, no es sino que se haga un examen sincero, riguroso, acerca del estado de sus relaciones con la literatura, esa dama exigente, enigmática y hermosa. ¿Usted y ella son amantes? ¿O está "malcasado" con la literatura porque necesita vivir de la renta que ella --mujer escasamente solvente-- le proporciona al final de cada mes, año tras año, hasta que usted, algo viejo y desencantado, se retira de la docencia al amparo de una pensión melancólica y se divorcia, por fin, de la insufrible y obligatoria esposa; se la quita de encima de una vez por todas, para dedicar su atención y sus gustos a damas, en su sentir, más interesantes, sugestivas y pudientes? En otras palabras: ¿Se acerca usted a las obras literarias por tediosa obligación de su oficio, o porque le gusta hacerlo y siente que le es imperioso leer?


En caso de que su respuesta sea negativa, si siente que a pesar de todos sus esfuerzos usted no consigue ser tocado por la literatura en las fibras más sensibles de su ser, si bajo ninguna condición usted experimenta con la lectura de obras literarias ese sacudimiento íntimo que algunos llaman conocimiento vivo y otros emoción estética, ello quiere decir que usted tal vez sea idóneo para otra clase de menesteres, para otros oficios, menos para el de maestro de literatura. Si ese es su caso --y espero que no lo sea-- lo más honesto y conveniente --no importa cuán doloroso resulte-- es abandonar la profesión de maestro de literatura por otra actividad más acorde con sus aptitudes, más en conformidad con su disposición de ánimo y afectos. Esa decisión valerosa y honesta de su parte lo hará más armonioso consigo mismo y evitará muchos daños, a menudo irreparables, en la delicada textura espiritual y estética de sus estudiantes. ¿Cuántos lectores gozosos de literatura, cuántos escritores en potencia se han malogrado por culpa de la insensibilidad y torpeza de algún bárbaro en trance de profesor?


Pero si su respuesta es positiva --qué bueno que así lo sea-- hay que decir que usted "tiene pasta", "tiene la madera" con la cual están hechos los buenos maestros de literatura. Posee en su haber la materia prima para hacer de usted un excelente baquiano de excursiones literarias. Pero ello no basta: tal vez le quede aún --a no ser que ya sea un maestro hecho y derecho-- un largo camino por recorrer. Además de buen lector, de su sensibilidad y entusiasmo por la literatura y por su oficio, usted deberá ser un conocedor lo más profundo que se pueda de los caminos que conducen a las entrañas de la obra: la teoría y la crítica literarias, la lingüística, la gramática de la lengua castellana, la estilística y demás disciplinas auxiliares de la comprensión de un texto literario, considerado como fundamental hecho estético. De estas disciplinas que acabo de mencionar dije a propósito que se trataba de simples auxiliares de la literatura, asumida ésta como obra humana que cobra vida mediante un acto portentoso de creación, en medio del cual está, como en latencia, el misterio de la contemplación, de la intuición, la que no es más que visión directa, conocimiento y goce estéticos. Estas disciplinas auxiliares cumplen, apenas, el modesto papel de servidoras, de caminos que conducen a quienes los transitan a alguna parte, o... a ninguna.

Realizan la función de medios, nunca de fines. ¡Qué caro han tenido que pagar nuestros estudiantes la enorme equivocación pedagógica de convertir estas teorías en la razón fundamental de la clase! De reducir la obra a algún manido y muerto esquema de análisis; de escamotear la emoción del texto en favor de la opinión de algún brillante u oscuro sumo sacerdote de la crítica; de preferir el conocimiento libresco de la literatura --mera acumulación de datos eruditos-- al conocimiento vital.

Pero aún nos falta algo importante: el maestro de literatura debe ser, además, un buen conocedor de las intimidades de su oficio; debe tener clara y bien definida su carta de navegación pedagógico-literaria, así como los instrumentos y modus operandi (procedimientos didácticos) de su profesión, de tal manera que pueda conducir el barco con sus navegantes a buen puerto, y que, una vez de regreso, ya en tierra firme, sientan que su viaje les permitió ser actores y testigos de una aventura estética fascinante.


Para empezar, se debe acertar en la escogencia del sitio o sitios que garanticen de manera razonable una excursión exitosa. No todos los lugares por maravillosos que nos parezcan son recomendables por igual para toda clase de viajeros. Hay que tener en cuenta, entre otras cosas, su edad, su grado de madurez, sus intereses. A nadie, salvo que sea un inexperto o un insensato, se le ocurría llevar a un grupo de niños de la escuela primaria a la Sierra Nevada del Cocuy. Esa es una excursión mayor para gente fuerte y bien preparada. A ningún maestro avisado, salvo que sea un inexperto o un insensato, se le ocurriría embarcar a estudiantes que apenas empiezan su bachillerato en la aventura mayor de la Ilíada, la Celestina, Don Quijote o Ulises.


Por otra parte hay sitios que sólo son del interés de viajeros especiales. Pienso, por ejemplo, que arriesgarse dentro del cráter del volcán Galeras tal vez sea aventura que interese sólo a vulcanólogos o a uno que otro aventurero exótico, amigo del riesgo extremo y de las emociones fuertes. Tal vez un loco podría pensar en ese sitio para una excursión escolar. Desde hace años tengo la idea cada vez más firme de que Mio Cid, el Libro de Buen Amor o el Romancero de la Edad Media son obras más para especialistas de la literatura que para escolares de educación secundaria. Sin embargo Mio Cid es un libro con el cual los profesores siguen torturando aún, inútil y despiadadamente, a sus estudiantes. Me va a resultar difícil olvidar la imagen patética de una niña de bachillerato, a quien vi hace algunos años con los ojos inundados en lágrimas y la voz quebrada por el desconsuelo, tratando de leer en voz alta aquel "Ya es aguisado, mañana fo Minaya,/ e el Campeador fincó y con su mesnada./ La tierra es angosta e sobejana de mala./ Todos los días a mio Cid aguardavan moros de las fronteras e unas yentes extrañas; ...". ¿Cómo olvidar ese bello y delicado rostro infantil en tránsito al de mujercita, ajado por la rabia de saberse malgastando su tiempo en algo para ella inútil y sin sentido? ¿Qué pretendería su profesor de literatura al someter a esa tierna adolescente a semejante suplicio? Con tal clase de lecturas, casi siempre obligatorias y pretendidamente garantizadas por el profesor mediante la obscenidad de la amenaza, lo único que se consigue es que el alumno aborrezca, tal vez, para siempre el hermoso acto de leer, cuando la función primordial del maestro de literatura debe ser la de ganárselo como lector.

Se impone, entonces, por parte del maestro, una revisión concienzuda de los programas oficiales, de los planes de lectura que el Ministerio de Educación asigna a cada currículo, tanto de la educación primaria como de la secundaria, y en caso de necesidad, si no hay otra alternativa, el maestro tendría que recurrir a cierta forma de rebeldía académica, de desobediencia civil frente a las disposiciones del Ministerio.


Un examen atento de la orientación de las más recientes pruebas de estado, en lo que a lengua castellana se refiere --espada de Damocles que impide a muchos profesores del bachillerato apartarse un ápice del programa oficial--, demuestra que en los últimos años, por fortuna, se ha ido privilegiando más la tendencia del examen ICFES en favor la comprensión y análisis de textos, en desmedro de esa evaluación tradicional con base en simples datos memorísticos acerca de títulos de obras, resumen de argumentos sacados de atroces ediciones sinópticas que algunas editoriales ponen al servicio de la haraganería escolar, y que, a menudo, no son otra cosa que acto de salvaje mutilación del texto original; datos que, por lo demás, en nada contribuyen a la formación estético-literaria y a la adquisición de hábitos de lectura en los estudiantes.

Ya tenemos el primer paso: el plan de lecturas para un determinado curso. Cuatro o cinco obras a lo sumo, escogidas con lucidez bajo la guía general del programa oficial, pero atendiendo por sobre todo criterios de edad, de intereses de los estudiantes y grados de dificultad. Cuatro o cinco puntos de nuestra geografía literaria colombiana, hispanoamericana, española o universal, según el caso, que bien valen la pena ser visitados en una excursión. Pero, ¿cómo llegar a esas obras? ¿Cómo trabajarlas en clase? En otras palabras, si bien ya tenemos a dónde ir, esto es, el qué leer, nos falta averiguar el cómo viajar a través de esos textos para tratar de llegar con éxito al sitio deseado.


Lo que se impone ahora, en segundo lugar, es un minucioso plan de viaje. Nada se puede confiar al azar, ningún aspecto del recorrido puede quedar en manos de la improvisación. En cuestión de excursiones --geográficas o literarias-- la letra menuda cuenta a veces demasiado. Hasta un detalle, al parecer insignificante, que dejamos pasar inadvertido puede arruinar una excursión o estropearla de manera significativa. Unas cajas de fósforos mal empacadas que se humedecieron con el sudor de las mulas nos significaron --cómo olvidarlo-- la imposibilidad de consumir alimentos calientes durante tres días, en un remoto paraje del Nevado del Tolima a donde viajé con un grupo de estudiantes, en agosto de 1976.

El buen maestro de literatura diseña su plan de excursión literaria de tal manera que el punto de partida consista en crear un ambiente propicio, previo a la lectura de la obra seleccionada. Con base en comentarios oportunos y bien calculados, o teniendo como acción inicial la lectura breve de cierto pasaje especialmente bello del texto. Como quien no lo hace a propósito, como entre en serio y en broma, el maestro puede ir creando expectativas, rodeando la cercana lectura de cierto halo de misterio, de esa atmósfera de suspenso, de mágica curiosidad, que invita al estudiante --de por sí curioso-- a la lectura. "¿Saben lo que le pasó a Calisto (así, con s) cuando, por perseguir un halcón se subió por un muro y fue a caer al huerto donde se encontraba una muchacha muy bella llamada Melibea? Pues si están interesados en saberlo, necesitamos leer La Celestina. En esa obra pasan cosas curiosísimas a un par de enamorados que de manera imprudente y temeraria se confiaron en las malas artes de una vieja alcahueta y medio bruja, llamada Celestina".


A veces resulta fascinante, dejando un poco de lado la solemnidad y el acartonamiento profesoral, ponerse en el plan de jugar con los estudiantes: "Veo que Carlos y Ana Milena andan juntos para todas partes. ¿Es que ya son novios? ¿Con que esas tenemos? ¿Pueden decirme si su noviazgo está orientado por las reglas del 'amor cortés' o por los dictados del 'loco amor'? ¿No lo saben? Pues si quieren averiguarlo hay que leerse La Celestina". "Y Ana Milena, mucho cuidado con la torre; puede resultar peligrosa para una mujer enloquecida de amor". "¿Cual torre, profesor?". "Ese dato lo encontrarás en el Acto XX de la obra".

Esta hipotética conversación entre maestro y estudiantes, previa a la lectura del libro, suena más convincente desde el punto de vista de la necesidad de crear cierto ambiente de intriga alrededor de ese bello texto aún no leído por los alumnos, que fusilarlos a mansalva y no muy sobre seguro con aquel odioso, "Para el próximo jueves todo el mundo me trae leída La Celestina, y, ¡Ay de aquel a quien sorprenda en clase sin haber hecho la tarea! Se acordará de mí por el resto del año. Ustedes ya me conocen". Con tan “amable” invitación, ¿algún escolar podría estar dispuesto a leer por placer esa obra genialmente compleja de la literatura universal?


En tercer lugar, una vez ambientada la lectura de la obra, emprenderemos en compañía de nuestros discípulos el recorrido por los diversos senderos de su texto con la determinación y entusiasta conciencia de la dificultad que exige el tamaño, la dimensión del reto. No hay para qué engatusar a los estudiantes con la mentira piadosa de que leer La Celestina es algo fácil y elemental. Más temprano que tarde nos reprocharán el engaño y terminarán por perdernos la confianza. Tampoco hay para qué aterrorizarlos de antemano pintando la lectura de ese libro como empresa sólo apta para superdotados, poco menos que inalcanzable para el común de los mortales. Más bien hay que decirles que su lectura exigirá de nosotros cierto esfuerzo importante, pero que si hacemos bien nuestro trabajo, se verá recompensado muy seguramente con los ratos agradables y placenteros que pasaremos en la intimidad de su compañía.

Por supuesto que con el estudiante hay que ser exigente; nada de retóricas facilistas para engolosinarlo con el espejismo de un supuesto aprendizaje sin esfuerzo. El placer de transitar un camino no está en la llaneza del terreno, en la ausencia de escollos, sino en la posibilidad de alcanzar, aún con gran trabajo, una meta digna de nuestro esfuerzo. A un alumno al cual ya hemos ganado emocionalmente para la lectura de determinada obra, nos resultará más fácil y razonable exigirle el trabajo que casi con seguridad nos negará aquel que carece de toda motivación para hacerlo.


Porque va a suceder que el paisaje de ciertas obras parecerá algo extraño a los jóvenes viajeros; les quedará difícil identificar el sitio por donde van pasando o a donde han llegado; sentirán distantes y hasta desconocidos la lengua que allí se habla, o las costumbres y modos de vida de los que habitan esos parajes remotos; o encontrarán pasadas de moda sus preocupaciones más sentidas, o ingenuos para estos tiempos los temas de su conversación. Esta situación es inevitable cuando nuestra excursión viaja al lejano pasado, cuando a través de la lectura volvemos milagrosamente presente lo que sucedió cuatro o cinco siglos atrás. Les sucederá en la Salamanca del Lazarillo, donde hay bulderos que hoy no existen, donde se visten sayos, calzas y jubones que hoy nadie usa, y donde se habla con cierta insistencia de la honra, un tema que hoy nos tiene a casi todos sin cuidado. Iguales rarezas podrán encontrar en la Segovia del Buscón o en la España de don Quijote, la de 1605, bien diferente de la actual de Enrique Iglesias o José María Aznar. En esa España distante la gente no hacía sus necesidades fisiológicas en el inodoro sino en las necesarias; a las brujas no las llevaban a la fiscalía para que respondieran por el delito de estafa, sino que las emplumaban, infamante forma de escarnio de la que las hacían víctimas por considerarlas seres despreciables y peligrosos, cercanos a Satanás. A la gente con indigestión no le daban Alka-Seltzer sino que le aplicaban gaitas, esto es, lavativas. El que lea que don Quijote comía salpicón por las noches y entienda que se trataba de esa deliciosa mezcolanza de frutas en jugo bermejo que solemos pedir en las heladerías o fuentes de soda, se equivoca de cabo a rabo, pues el salpicón de don Quijote no era otra cosa que, a falta de mejor condumio, el socorrido plato de los pobres: un revoltijo de mala carne picada, adobada sólo con sal. Cuando Cervantes nos habla de los duelos y quebrantos del hidalgo, no se refiere, como pudiéramos pensar a la ligera, a sus achaques de salud sino a lo que el manchego comía los sábados: tortillas de huevo con pedazos de tocino frito.

Es aquí donde la condición de guía, de baquiano, de jefe de la excursión, propia del maestro de literatura, empezará a cumplir papel fundamental. Es en este inicial momento de naturaleza exploratoria, de reconocimiento del terreno que se está pisando, cuando el maestro deberá empezar a tender puentes de comunicación entre el presente de los estudiantes y el pasado de la literatura, entre la atmósfera vital dentro de la cual está inmerso el joven lector como ser humano de este tiempo y de este lugar, y la que nos propone el libro. Se impone, pues, la necesidad de que el baquiano ayude a un cambio de lentes o al empleo de prismáticos que nos permitan enfocar los ojos con la menor distorsión posible hacia una determinada atmósfera, lejana dimensión espacio-temporal que ya no sentimos nuestra. A este delicado trabajo de acomodación de la vista para ver el universo de ese texto antiguo que hoy conocemos como La Celestina, Don Quijote o El Buscón, podríamos dar forma verbal en los siguientes términos: ayudar a leer la obra con sentido de perspectiva histórica.


Cuando el alumno lea aquello de, "Entrando Calisto en una huerta en pos de un halcón suyo...", y no advierta la importancia del halcón porque no le encuentra el menor sentido a la presencia allí de ese pájaro para él desconocido, usted, el baquiano, podrá invitarlo a hacer el ensayo de mirar primero esa frase con las lentes del siglo XXI, y entonces tendríamos que el texto posiblemente diría algo así como, "Entrando Calisto en un jardín interior detrás de una bola de golf..." , pero jamás, "Entrando Calisto en un jardín interior detrás de un disco de tejo...". Porque un hombre del encumbrado linaje y de la belleza apolínea de Calisto (en griego calí quiere decir hermoso), producto de la hidalguía de su cuna, no podría jamás, en caso de que ese joven viviera en estos tiempos, ser mostrado de manera convincente jugando al tejo, deporte de campesinos y de obreros. Un hombre de la elevada alcurnia social de Calisto, si viviera en nuestros días, tal vez podría jugar al golf, posiblemente al tenis, en el mejor de los casos al polo; jamás, por ningún motivo, al tejo.

De donde resulta que, mirada la obra en perspectiva, el halcón de Calisto sí es importante en cuanto nos aporta una pista útil --no la única-- sobre la clase social y el ambiente dentro del cual se mueve este personaje, puesto que el arte de la cetrería era en esos tiempos, entre medievales y modernos, deporte de reyes y entretenimiento de hidalgos caballeros.


Ese pequeño guiño del maestro, ese decir, "fíjate en esto, mira lo de más allá", llevará poco a poco a los alumnos a tejer el delicado entramado del ambiente, es decir, la atmósfera de la obra, la cual, una vez reconstruida entre todos, puede suscitar el asombro que --no hay razón para ser pesimistas-- estallará en forma de gozoso descubrimiento, de emoción plena de vitalidad.

Y por supuesto que en ayuda de tal propósito podría también sernos útil la Fantasía que contrahaze la arpa en la manera de Ludovico, con todos los exempla del buen tañer en la vihuela, u otra cualquiera de esas sugestivas obras para laúd del siglo XVI. Aunque también, por qué no, podría venir en nuestro auxilio la famosa Lucrezia Panciatichi, en el pincel de Il Bronzino, a la hora de encarar visualmente la atmósfera estética que subyace en el renacentista y muy estilizado retrato de la bella Melibea:

“Comienzo por los cabellos. Ves tu las madejas del oro delgado que hilan en Arabia? Más lindos son y no resplandecen menos. Su longura hasta el postrer asiento de los pies; después crinados y atados con la delgada cuerda como ella se los pone, no ha más menester para convertir los hombres en piedras...


Los ojos verdes, rasgados; las pestañas luengas; las cejas, delgadas y alzadas; la nariz mediana; la boca pequeña, los dientes, menudos y blancos, los labios, colorados y grosezuelos; el torno del rostro, poco más luengo que redondo; el pecho, alto; la redondez y forma de las pequeñas tetas, ¿quién te la podría figurar? Que se despereza el hombre cuando las mira. La tez, lisa, lustrosa; el cuero suyo oscurece la nieve; la color, mezclada, cual ella lo escogió para sí”



Si el maestro decide, como diría Dubrovsky , prestarle su voz al texto, esto es, leer en voz alta este célebre fragmento de La Celestina, u otro cualquiera, necesitará estar a la altura de la dignidad artística de esa página memorable de la literatura, quiero decir, deberá leer de manera impecable, no sea que sus tropezones, vacilaciones y demás limitaciones de su habilidad lectora, arruinen la mágica belleza, la sutil poesía que allí habita, del mismo modo que las dos o tres notas falsas del guitarrista novato o mal preparado, volverían pedazos la hierática belleza, la austera majestad de la no menos célebre Canción del Emperador. Qué bueno que maestro y alumnos se acostumbraran a leer de viva voz fragmentos de la buena literatura y muy especialmente poemas de reconocida calidad estética. Por algo decía Borges que la puerta de entrada a la poesía no tanto son los ojos sino nuestro poco entrenado sentido del oído.

Poco entrenado sí, pero en ocasiones distorsionado y hasta pervertido, entendiendo esta palabra en la acepción en que la usamos cuando nos referimos a la perversión del sentido del gusto a causa, por ejemplo, del hábito de consumir vinos de pésima calidad. No es difícil comprender que a un oído sólo habituado a escuchar las baratijas sonoras de la llamada música comercial con las que nos intoxican a diario la radio y la televisión, o las estridencias y desarmonías de ese género musical que conocemos bajo los nombres de Rock pesado o Heavy Metal, el cual tiene como premisa esencial
de su factura estética la exigencia de ser ejecutado a un volumen muy elevado, tendrá dificultades a la hora de sintonizarse acústicamente, y más aún estéticamente, con la musicalidad sutil, con la sonora textura renacentista que trae aparejada, valga decir, la Pavana de Alexandre y, por supuesto, la delicada cadencia italianizante de los endecasílabos memorables de Garcilaso:

"Cerca del Tajo en soledad amena,
de verdes sauces hay una espesura,
toda de hiedra revestida y llena,
que por el tronco va hasta el altura;
y así la teje arriba y encadena
que el sol no halla paso a la verdura;
el agua baña el prado con sonido
alegrando la vista y el oído.

Con tanta mansedumbre el cristalino
Tajo en aquella parte caminaba,
que pudieran los ojos el camino
determinar apenas que llevaba.
Peinando sus cabellos de oro fino
una ninfa del agua do moraba,
la cabeza sacó y el prado ameno
vido de flores y de sombra lleno.

Moviola el sitio umbroso, el manso viento,
el suave olor de aquel florido suelo.
Las aves en el fresco apartamiento
vio descansar del trabajoso vuelo.
Secaba entonces el terreno aliento
el sol subido en la mitad del cielo.
En el silencio solo se escuchaba
un susurro de abejas que sonaba".



Después de este reconocimiento inicial del territorio, ejercicio de acomodación de la pupila, del oído, del gusto y de los demás sentidos interiores que hacen posible la percepción estética del ambiente dentro del que aparece inmersa la obra, estaremos listos para recorridos de más aliento, para travesías de mayor profundidad por los senderos de los grandes temas de la obra (análisis de fondo), por ese paisaje interior que hace de La Celestina no una obra de acciones externas con base en aventuras excitantes, sino magistral escenario donde cobran vida y se desenvuelven hasta tocar fondo las grandes pasiones humanas: el apetito carnal, el interés, la avaricia, la ira, la desesperación, la envidia, la eterna inclinación del ser humano por la violencia, ese atavismo milenario que desde Caín nos impulsa a derramar con facilidad la sangre de nuestro próximo, de nuestro hermano.


De esta manera el estudiante irá comprendiendo vitalmente cómo lo que cuenta aquí no es tanto lo que sucede (aspecto por lo demás pobre en La Celestina), sino la eclosión y desenvolvimiento en el alma humana de esa madeja de complejidades que llamamos pasiones, en otras palabras, la conducta de ese ser extraño que es el hombre y sus secretas y hasta inconfesables motivaciones. Y todo con un telón de fondo que oscila entre el medioevo y la modernidad, entre la literatura hagiográfica y ejemplar con intención de moraleja, propia de esos siglos cuya medida suprema era Dios, y ese maravilloso desenfado en trance de libertad que podemos advertir en el arte del Renacimiento, y con el cual empieza la literatura de la modernidad; aspectos todos que, por lo demás, afectarán de manera sensible el modo de hablar, esto es, el lenguaje y el estilo con los que el autor escribió esta obra inaugural (análisis de forma), este hito de la literatura universal.

Bien vale la pena formularnos aquí dos o tres preguntas que tienen que ver con la literatura como experiencia estética, quiero decir, como conocimiento de algo en medio de lo cual tenemos una percepción clara de lo bello, y, al percibirlo como tal, experimentamos intenso goce: ¿Por qué sentimos bella una obra literaria? ¿En nuestra experiencia con el texto, cómo se da la relación conocimiento y percepción gozosa de lo bello? En otras palabras, ¿A través de qué mecanismos del conocimiento de la literatura llegamos a sentir la presencia de esa entidad tan misteriosa que llamamos belleza, ante la cual nos invade una emoción indescriptible que, en ocasiones especiales, puede llegar a arrebatarnos, incluso hasta a llevarnos fuera de nosotros mismos?

Borges dirá que ni la belleza ni el goce de la experiencia poética requieren ni de una definición ni de una explicación. Estas son sus palabras:

"El hecho poético es tan evidente, tan inmediato, tan indefinible como el amor, el sabor de la fruta, el agua. Sentimos la poesía como sentimos la cercanía de una mujer o como sentimos una montaña o una bahía. ¿A qué diluirla en otras palabras, que sin duda serán más débiles que nuestros sentimientos?" .


Borges tiene razón. Pero como nuestra intención es la de realizar el ejercicio pedagógico de reconocer y explorar con ustedes aquellos caminos que ofrezcan al maestro las mejores garantías de éxito en el intento de conducir a sus estudiantes hacia un conocimiento gozoso de la literatura, es preciso que en esta ocasión le llevemos la contraria a Borges y tratemos de responder a las preguntas que hace un momento nos formulamos.


Pero antes, tal vez, sea necesario precisar con la mayor exactitud posible qué debemos entender aquí por conocer, puesto que una de las preguntas que tenemos entre manos, --además de la totalidad de este ensayo-- apuntan hacia el conocimiento de la literatura a través de la mediación del acto pedagógico.

Conocer aquí equivale a comprender. Pero, ¿qué es comprender? El célebre físico Werner Heisemberg afirma en un notable ensayo que escribió bajo el título LA CIENCIA Y LO BELLO, que "comprender es percibir las conexiones entre las cosas, esto es, percibir los rasgos unitarios o los signos de afinidad presentes en la multiplicidad".

Conocer, entonces, no equivale a aprender de memoria, es decir, a retener datos sueltos para, luego, repetirlos en la clase de lengua castellana o en la evaluación, sino a la capacidad de establecer relaciones. Este concepto de conocimiento en términos de comprensión, esto es, de capacidad para establecer nexos entre cosas diversas en relación con un todo --unir o desunir piezas a la manera como se arma o desarma un rompecabezas-- lo encuentro válido para toda clase de conocimiento; sirve tanto para el conocimiento científico de la física, de la biología y de las matemáticas, como para el conocimiento humanístico de la filosofía, de la historia y de la literatura.



Cuando hemos dicho que la función primordial del maestro de literatura consiste en mostrar, en señalar con el dedo ciertas cosas, determinados elementos aparentemente sueltos de ese complejo territorio que llamamos texto literario, lo que hemos querido significar es que al realizar su tarea en esos términos, no hace cosa diferente de la de provocar, inducir y guiar la capacidad y el acto de relación cognoscitiva de sus alumnos.


Pero me parece que sigue sin respuesta la pregunta fundamental. Ocurre, ya lo dijimos, que aparejado al acto de conocimiento propio de la literatura (otros dirán también que de la física y hasta de las matemáticas) suele ir la sensación, la experiencia de un intenso goce, porque sentimos que al comprender, al armar o desarmar el rompecabezas no sólo con nuestra inteligencia sino con ese ojo secreto de nuestra sensibilidad que llamamos intuición, es decir, con la totalidad de nuestro ser, nos ponemos de inmediato en contacto con esa entidad tan misteriosa, etérea e inasible a la cual damos el nombre de "belleza". ¿Cómo, a través de qué mecanismos podemos relacionar la comprensión, entendida como conocimiento vital del hecho literario, con la experiencia intensa de lo bello? No es fácil aclararlo.

Tal vez nos ayuden en el intento dos antiguas definiciones de belleza, que cita el mismo Heisemberg en su ya mencionado ensayo, para tratar de explicarnos qué encuentra de bello en el estudio y conocimiento de la física. Por supuesto que él lo hace desde su perspectiva de conocedor consumado de esa ciencia, como quiera que Heisemberg es, como sabemos, el padre de la mecánica cuántica matricial, conocida también por el nombre más simple de física cuántica. Estas dos definiciones, ya lo veremos, se oponen de cierto modo entre sí, y de su antagonismo, nos alertará el gran físico alemán, se derivó notable riqueza conceptual durante el Renacimiento.

La primera definición, de estirpe pitagórico-platónica nos dice que la belleza es "la adecuada conformidad de las partes entre sí y con relación al todo". Las partes serían aquí los diversos elementos tanto del fondo como de la forma en relación armónica con la totalidad de la obra literaria.

Como puede observarse, en el fondo de esta definición de belleza alienta de manera sugestiva el viejo problema filosófico de lo "uno" y lo "múltiple", el cual, en íntima conexión con el "ser" y el "devenir" ocupó de manera fundamental la atención de los antiguos filósofos griegos, sobre todo a partir de Parménides y de Heráclito, quienes junto con Demócrito, representan las dos tendencias antagónicas más importantes hacia la solución de este apasionante y espinoso problema de la filosofía de todos los tiempos. Como pudiera advertirse con facilidad, la tendencia filosófica que nos interesa aquí en relación con el concepto de belleza que traemos entre manos, es la que empieza con Pitágoras, pasa luego por Parménides hasta conducirnos finalmente a Platón.

Ocurre que Pitágoras, filósofo y matemático anterior a Sócrates, hizo un famoso


descubrimiento que pone en relación estrecha a las matemáticas con la música. Descubrió que la vibración de varias cuerdas sometidas a igual tensión --templadas al unísono como diría un músico-- producen entre sí un sonido armonioso sólo si sus respectivas longitudes guardan entre sí una simple y estricta relación matemática.


Nadie medianamente lúcido en estos asuntos estaría hoy dispuesto a poner en duda que la concepción matemática que subyace en este descubrimiento de la armonía musical por parte de Pitágoras es uno de los hallazgos más formidables en la historia del pensamiento humano, como quiera que devela la clave fundamental para entender la relación entre conocimiento, entendido como desentrañamiento de relaciones múltiples entre partes diferentes (relación matemática entre diversas longitudes de las cuerdas) con relación a un todo (sonido armónico) y la percepción gozosa de lo bello.

En otras palabras: la concordancia armoniosa de varias cuerdas, producto de la relación matemática de sus longitudes, produce un sonido que sentimos bello. De esta manera, una simple relación matemática entre diversas longitudes de las cuerdas se convierte en fuente de gozo estético, en manantial inacabable de belleza. Conocer la naturaleza de lo armónico, en este caso, no es otra cosa que develar, que comprender que la naturaleza matemática de las relaciones de diferentes longitudes de cuerdas está en correspondencia íntima con la producción de sonidos armónicos, es decir, con la materialización y percepción de sonidos que nos parecen hermosos.


Esta hazaña intelectual de Pitágoras abrió el camino a nuevas formas de conocimiento y superó el problema de considerar que el último principio unificador de las cosas (lo múltiple frente a lo uno), fuera, a la manera de Tales de Mileto o de Anaxímenes, un elemento de naturaleza material, para situar dicho principio y de manera muy nítida dentro del ámbito de lo puramente formal, de lo ideal.


Por primera vez en la historia del pensamiento humano se iba a comprender que la inacabable multiplicidad de fenómenos sensibles, reconocibles en la unidad de ciertos principios formales, pueden ser entendidos, tienen expresión, a través del lenguaje de las matemáticas. Ello equivale a reconocer nada menos que lo bello es inteligible. En efecto, si por una parte lo bello, como nos dice la vieja definición, “es la conformidad de las partes entre sí con relación a un todo”, y si por la otra, lo que hace posible toda comprensión no es otra cosa que la relación formal, el gozo frente a lo bello es idéntico a la experiencia cognoscitiva de las conexiones que podamos establecer por medio de nuestra razón.


Aunque la definición de belleza que acabamos de analizar puede sernos de gran utilidad a la hora de explicar las relaciones entre la comprensión, esto es, entre la inteligibilidad de la obra literaria y la presencia de lo bello, fuente natural de la emoción estética, existe otra definición, la de Plotino, de indudable estirpe mística en el sentido de tentativa humana por sintonizarse con la trascendental unidad esencial latente en el universo, pero sobre todo cargada de enorme significación a la hora de establecer las relaciones más importantes entre lo que hemos llamado "conocimiento vital de la literatura" y el gozo estético. Dice Plotino que "la belleza es la transparencia del esplendor eterno de lo uno a través del fenómeno material". Y me parece que lo uno aquí, aplicado a la obra literaria en forma un tanto diferente a como lo entendía Plotino, no es otra cosa que el reflejo en ella de la eterna y trascendente unidad esencial latente en la condición humana, y espejo al cual nos es posible asomarnos para reconocernos y mirarnos a través de los incontables personajes que pueblan sus etéreos aunque reales dominios de ficción, con sus luces y con sus sombras, con sus piélagos de lucidez y sus torbellinos de locura, con sus destellos de sabiduría y oscuros abismos de ignorancia, con sus contradicciones del corazón y ambigüedades del alma, con sus dudas y sus certezas, con sus nobles y perversas motivaciones, resortes poderosos aunque poco descifrables de nuestro, en ocasiones, extraño proceder. Fieros anhelos de felicidad, casi todos frustrados, raros momentos de dicha al lado de despeñaderos de desolación, pozos sin fondo de tristeza en medio de los cuales es posible avizorar de tanto en tanto el estallido de alguna bengala multicolor. Amores memorables revueltos con odios mezquinos, huracanes de violencia en medio del céfiro reconfortante de una caricia... Y todo ello flotando en las aguas del río de la vida cuyas corrientes, a veces mansas, en ocasiones turbulentas, conducen al común destino de la muerte. ¿Será que nuestra mirada en el espejo de la literatura nos puede, eventualmente, hacer mejores personas, es decir, más humanos? Me parece que esa posibilidad existe, aunque en estos tiempos parezca débil. Pero mientras esa posibilidad exista, vale la pena que maestros y estudiantes le apostemos al conocimiento de la literatura como uno de entre varios caminos que nos podrían ayudar a redimirnos de nuestro, a menudo, lamentable paso por la tierra.

Antonio Iriarte Cadena (Colombia, 1946)

sábado, 2 de febrero de 2008

El destino humano, desde el Análisis Transaccional

"...Lo que decide el destino de cada ser humano es lo que ocurre dentro de su cerebro cuando se enfrenta con lo que ocurre fuera de su cerebro. Cada persona proyecta su propia vida. La libertad le da el poder de llevar a cabo sus proyectos, y este poder le da la libertad de interferir en los poyectos de los otros. Aun en el caso de que el desenlace sea decdido por hombres a los que no conocía o por gérmenes que nunca verá, sus últimas palabras y las palabras que figuren en su lápida proclamarán su lucha...Cada persona decide cómo vivirá y cómo morirá, y a ese plan, que lleva en la cabeza dondequiera que vaya, lo llamamos su guión. Su conducta trivial puede decidirla la razón, pero sus decisiones importantes ya están tomadas: con qué clase de persona se casará, cuántos hjos tendrá, en qué clase de cama morirá, y quién estará ahí cuando lo haga. Puede que no ocurra lo que él quiere, pero él quiere que ocurra algo muy concreto."

Eric Berne (Estados Unidos, 1910-1970)