domingo, 27 de enero de 2008

El Joven Werther: Trastorno Afectivo Bipolar?

Acaso sea Goethe la figura más sobresaliente de la literatura alemana, y, gracias a lo universal de su obra - que abarca desde estudios de botánica hasta el monumental Fausto-, una de las personalidades más interesantes de la Historia. Huelga decir que se ha escrito mucho, aunque apenas lo suficiente, a propósito de su vasta producción, por lo que este brevísimo análisis, más que un estudio meramente literario o científico, pretende ser, sobretodo, un homenaje al camaleónico genio de Weimar.

Las penas del joven Werther, acaso el primer best-seller del que se tenga noticia en Alemania, significó para Goethe el reconocimiento de toda una generación, confirmando su situación de abanderado del Sturm und Drang. El libro, pese al amaneramiento del que pocos escritores escapan en sus primeras creaciones, es un certero abordaje psicológico del protagonista. Quiero insistir en esto último: dos siglos antes de Kraepelin, del mismísimo Jaspers, esta formidable descripción bien puede causar envidia a cualquier psicopatólogo.

Ya en el siglo I Areato de Capadocia distinguió a los pacientes maníacos, de ánimo expansivo y/o irritable, de los esquizofrénicos. E. Kraepelin, en 1887, confirmó tal división, haciendo énfasis en el no deterioro de la psicosis maniacodepresiva, en contraste con el deterioro de la esquizofrenia (que Morel llamó demencia precoz). Actualmente, la psicosis maniacodepresiva de los clínicos clásicos es equiparable al Trastorno Afectivo Bipolar. Este último se clasifica en I o II según haya habido o no un episodio maníaco (si lo hubo es un TAB I; se incluye también en esta categoría, entonces, al episodio maníaco único). Por ello es crucial definir qué es manía: el grado máximo de ánimo expansivo, la “alegría patológica”…una exaltación exagerada del espíritu (¿desviación patológica del “arrebato” de las huestes de Goethe?) Ahora bien, por lo general los pacientes bipolares llevan una existencia cíclica, que alterna temporadas de manía con cuadros francamente depresivos. Desde las primeras líneas se evidencia el padecimiento de Werther. Después de comentar a su querido Wilhelm una que otra anécdota de su vida en el campo, confiesa: "Con suma frecuencia debo reducir a la calma mi sangre agitada, pues nada habrás visto tan desigual, tan inestable, como este corazón. Amigo mío, ¿necesito decirte esto, a ti, que tantas veces has sobrellevado el lastre de verme pasar de la amargura a la exaltación y de la dulce melancolía a la pasión perniciosa?".

A medida que transcurre el episodio maníaco (primera parte del libro), Werther se convierte en la persona más generosa de la aldea: siempre dispuesto a gastar, aún a riesgo de quedar en la ruina. Por ejemplo, en su carta del 27 de mayo de 1771, cuenta a Wilhelm que, después de intercambiar unas palabras con una desconocida, le ha dado dinero : "Fue difícil separarme de la mujer, di a cada niño una moneda y le entregué a ella otra para que le trajese al menor un panecillo para la sopa cuando fuera a la ciudad, y así nos despedimos". Y un poco más adelante: "Nunca les falta la moneda de los domingos y si no me hallo allí, luego de las oraciones, la señora de la casa tiene orden de pagársela". Justamente este comportamiento “irresponsable”, este derroche de dinero (que no poseía en exceso el joven Werther) es típico de la manía: disparada la autoestima, no tardan en aparecer las ideas de grandeza (en el caso de Werther, “soy muy rico”, “tengo más dinero que cualquier otro hombre en el mundo”, “puedo sacar a los demás de su pobreza”) que llevan, por tanto, a esta conducta de generosidad sin medida. Quiero hacer notar que también se ha descrito la notoria familiaridad que el paciente maníaco ostenta (incluso con desconocidos), que le da su apariencia jovial, de persona sumamente “sociable”.

¿ Cuál es la diferencia entre manía e hipomanía? Básicamente, la duración mínima de la última es de 4 días; la de la manía, 1 semana. Además, en la manía hay síntomas claramente psicóticos y es necesaria la hospitalización. ¿Y qué determina la presencia de psicosis? Tal como se estableciera a finales del siglo XIX, la línea divisoria entre psicosis y neurosis se entiende en el contexto de la relación del sujeto con la realidad, entendida ésta como una categoría filosófica que rebasa el simple concepto del mundo objetivo, puesto que también incluye todo lo que el psiquismo reconoce como propio. Así, la psicosis se entiende como un profundo desajuste del ser con el mundo, y consigo mismo. Tal como explica H. Ey: "Las neurosis son enfermedades de la personalidad, caracterizadas por conflictos intrapsíquicos que inhiben las conductas sociales. Producen una perturbación del equilibrio interno del neurótico más que una alteración de su sistema de realidad. Constituyen formas de enfermedades mentales crónicas menores, vale decir, desestructuran menos que las psicosis el sistema del yo en sus relaciones con la realidad". Sutil diferencia, que, al parecer, no era ajena a Goethe: después de conocer a Lotte, la joven de la que se enamora de modo superlativo, se hace evidente la desvirtuación de la realidad de la que es presa Werther:"…no sé si es de día o es de noche y el mundo entero se pierde a mi alrededor".

A medida que transcurre la historia y Lotte se convierte en el astro alrededor del cual gira la vida de Werther, el insomnio, compañía inseparable del maníaco, hace su aparición: "Sé que eran las dos de la mañana cuando me fui a la cama y que, si pudiese charlar contigo en vez de escribirte, habría podido entretenerte hasta el amanecer". Ahora bien, el paciente maníaco necesita de unas pocas horas de sueño para sentirse “capaz de todo” nuevamente. ¿Qué diré, pues, de Werther, si, en la carta del mismo día, exclama:"¡Fue la salida de sol más hermosa!. ¡El relente del bosque y los campos frescos en torno!".

La sensación de plenitud, de alegría inmensurable, bien se manifiesta en su carta del 21 de junio:"Vivo días tan felices como Dios los reserva a sus santos; y conmigo, puede pasar lo que quiera pero no podré decir que no he disfrutado las alegrías más puras de la vida…¡Con la distancia sucede como con el futuro! Un gigantesco y brumoso horizonte se alza entre nuestra alma, nuestra sensibilidad, a la par que nuestros ojos se hunden en ella y ansiamos entregar todo nuestro ser y colmarlo en toda su plenitud con la dicha de un sentimiento único, grande y sublime…".Y esta exaltación, sumada a la imperiosa necesidad de hacer algo -no importa qué-, resulta en un caótico actuar, descrito con maestría en este fragmento de la carta del 26 de julio: "Nunca fui tan feliz, ni jamás mi sentimiento de la naturaleza me ha impresionado de modo más vivo y profundo, y sin embargo…no sé cómo expresarme, mi fuerza imaginativa es tan débil, todo flota y se agita ante mi alma de tal manera, que me siento incapaz de captar hasta un contorno; a pesar de ello me figuro que si dispusiese de arcilla o cera modelaría cualquier cosa.¡Si esto continúa así por más tiempo, entonces tomaré arcilla, y la amasaré, aunque no resulte más que un pastel!"…una corroboración de que Werther sí estaba maníaco, pues sólo así se explica la inquietud psicomotora y el aumento de vigor que exhibía el joven por esos días.

La llegada de Albert, el prometido de Lotte (segunda parte del libro), coincide con el cuadro depresivo de Werther. Ante la perspectiva del anhelo insaciable, de la incompatibilidad entre el deseo de poseerla y la realidad de su situación, la alegría se torna en duelo: ha perdido a su amada."Sea lo que fuere, para mí se acabó la alegría de estar junto a Lotte…me muerdo los labios y me burlo de mi desgracia".El giro hacia el episodio depresivo es descrito minuciosamente por Goethe: poco a poco, surgen en el protagonista ideas recurrentes de muerte, con las consecuentes fantasías suicidas, tal como se evidencia en esta escena, en la que Albert y Werther se hallan implicados: "…al final dejé de prestarle atención, me puse triste, y con ademán decidido apoyé el caño de la pistola sobre mi frente arriba del ojo derecho.”¿A qué viene todo esto?”, me dijo mientras me arrebataba el arma…".

El mismo estado de consciencia puede alterarse en la depresión, si ésta adquiere rangos de psicosis: es bien frecuente hallar al paciente estuporoso; sólo una pluma como la de Goethe podría dar vida, magistralmente, a esta situación: "Atónita, inmóvil, sin sentido (Werther se está refiriendo a su alma) se encuentra en el borde de un abismo…no ve el inmenso mundo que ante ella se extiende, ni los numerosos amigos que podrían hacerle olvidar lo que ha perdido; se siente sola, desamparada de todos, y ciega, acongojada por la terrible angustia de su corazón…". Y claro, las alteraciones en la percepción también afloran en el inestable espíritu del joven Werther:"Es como si un velo hubiese caído ante mi alma y el escenario de la vida infinita se transformara ante mis ojos en el abismo de la tumba siempre abierta…todo pasa, todo desaparece con la rapidez del relámpago y sin conservar la fuerza de su ser".

Es bien conocida la pseudodemencia del deprimido: precisamente por centrar su atención en su propio fracaso, en el acto masoquista de reprocharse a sí mismo la pérdida que le es tan dolorosa, pareciera que ha perdido sus facultades cognitivas: "¡Es una desgracia, Wilhelm!; mis facultades activas se consumen en una inquieta laxitud; no puedo estar ocioso pero tampoco puedo emprender nada. Ya no tengo imaginación, la naturaleza no me conmueve, y los libros me hastían". Nótese esto último: esta falta de placer ante las cosas que antes eran placenteras (Werther había sido un lector apasionado de Homero y Ossian) para el sujeto deprimido, conocida como anhedonia, es típica del cuadro depresivo.

Freud se cuestionó acerca de la intención homicida latente en todo acto suicida. Según él, el acto suicida es un acto agresivo, en tanto es agresividad dirigida a sí mismo; en su origen, dice el creador del Psicoanálisis, es agresividad hacia un objeto externo; el hecho de que el sujeto haya introyectado al objeto (que fue un objeto amado) hace que la agresividad dirigida a éste (que explica como un reproche por haberse “dejado perder”: no debe olvidarse que detrás de todo duelo hay una pérdida) se torne en contra del sujeto mismo: de ahí el autorreproche, el sentimiento de culpa y el deseo de morir:"Lo que asola mi corazón es esa fuerza devoradora que yace oculta en el universo de la naturaleza, que no ha producido nada que no se autodestruya, y de paso, destruya a su entorno y a su vecino".Comprenderá el lector que, para el suicida, el hecho de aniquilarse a sí mismo es, por lo dicho anteriormente, aniquilar al objeto perdido. Y entenderá también la situación de Werther respecto a Lotte, su amada inaccesible.

Cuando se ha perdido la esperanza, ante la perspectiva de un futuro inmodificable, es lógico que aparezca el hastío existencial. La carta del 20 de enero de 1772, dirigida a Lotte, nos muestra un Werther abatido y sin fuerzas: "Si me vieseis, querida mía, en esta vorágine que me arranca de mí. ¡Cómo se angostan mis sentidos! Ni un solo momento para la abundancia del corazón, , ni una hora de plenitud. ¡Nada!…No sé con certeza por qué me levanto ni por qué me acuesto". Y qué decir de la del 3 de noviembre:"Cuántas veces me tiendo en la cama con el deseo, y a menudo con la esperanza, de no levantarme ya…y en la mañana abro los ojos, veo de nuevo el sol y me siento miserable". Más adelante, en una comunicación a Wilhelm, Werther expresa la queja de todo deprimido: "¡Me queda aún tanto por sufrir! ¡Ay! ¿Ha habido, antes que yo, hombres tan desdichados?".

En la última parte, Goethe resume el estado de Werther con la precisión de un fenomenólogo: "El tiempo despejado influyó poco en su atribulado ánimo, una sorda opresión agobiaba su alma, dolorosas imágenes se afianzaban en él y su espíritu no conocía más movimiento que de una idea triste a otra". Y agrega:"Ya sólo se hundía cada día más en el dolor y la inactividad…cuanta cosa desagradable le había sucedido en su vida activa, el disgusto en la embajada, aquello en lo que alguna vez había fracasado, cuanto lo había ofendido, afloraba su alma y volvía a sumergirse en ella".

Incapaz de resolver su conflicto, el protagonista apenas tiene fuerzas para eliminarse. Ya ha besado a Lotte, desesperadamente y a disgusto de ella, por lo que se siente aún más ruin (no es coincidencia que en los suicidas exista un superyo estricto y castigador). Como era de esperarse, Werther termina con su vida, la medianoche del 25 de diciembre de 1772. Fue enterrado tal como hallaron su cadáver: calzado, impecablemente vestido, con su chaleco amarillo y su frac azul. Resulta inquietante saber que muchos jovencitos de la Europa romántica terminaron como él: no hay que olvidar que Las penas del joven Werther se vendió “como pan caliente” en su primera edición…el mismo Napoleón (al que exasperaba encontrar a sus soldados leyendo el librito a hurtadillas) no tuvo más remedio que invitar al gran Goethe a su corte. "He ahí a un hombre", le dijo, sin duda sufriendo la peor de las envidias al estar frente a alguien que ya en vida era un inmortal, mientras él trataba de hacerse su gloria a costa de la guerra.

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

viernes, 25 de enero de 2008

La dictadura de Chávez, según Vargas Llosa

"...Lo que ocurre en Venezuela es triste, pero no sorprendente. Ha ocurrido muchas veces en la historia de América Latina, y, al paso que van algunos países del nuevo continente, volverá a ocurrir: decepcionados con una democracia incapaz de satisfacer sus expectativas y que a veces empeora sus niveles de vida, amplios sectores de la sociedad vuelven los ojos hacia un demagógico "hombre fuerte", que aprovecha esta popularidad para hacerse con todo el poder e instalar un régimen autoritario. Así pereció la democracia peruana en abril de 1992 con el golpe de Estado fraguado por el presidente Fujimori y las Fuerzas Armadas enfeudadas al general Bari Hermoza y el capitán Montesinos, y así ha comenzado a desaparecer la venezolana bajo la autocracia populista del teniente coronel Hugo Chávez...
El teniente coronel Chávez, como muchos personajes de la especie que representa -el caudillo militar-, tiene la peregrina idea de que la sociedad venezolana anda mal porque no funciona como un cuartel. Éste parece ser el único modelo claro de organización social que se delinea en los deletéreos discursos con que configura la supuesta República Bolivariana de Venezuela. Por eso ha trufado los entes públicos de militares, militarizado la educación pública y decidido que las Fuerzas Armadas participen desde ahora, de manera orgánica, en la vida social y económica del país...Venezuela es, gracias a su mar de petróleo, demasiado importante como para que la comunidad internacional se cruce de brazos mientras este país se va al abismo al que la demagogia y la ignorancia del teniente coronel Hugo Chávez lo conducirá... Es probable, pues, que, en este caso, los organismos financieros internacionales, y los países occidentales, empezando por Estados Unidos -que importa buena parte del petróleo venezolano y es consciente de la desestabilización que a toda la región trae esta dictadura sumida en el caos económico en Venezuela- multipliquen esfuerzos para moderar los excesos voluntaristas, verticalistas y planificadores del estentóreo caudillo, y exijan de él, en política económica, un mínimo de sensatez. De manera que en este dominio acaso no todo esté perdido para el sufrido pueblo venezolano...Pero que haya o no democracia en Venezuela le importa una higa a la comunidad internacional, de manera que ésta no moverá un dedo para frenar esa sistemática disolución de la sociedad civil y los usos elementales de la vida democrática que lleva a cabo el ex golpista, con la entusiasta y ciega colaboración de incautos venezolanos. Una siniestra nube negra ha caído sobre la tierra de donde salieron los ejércitos boliviarianos a luchar por 1a libertad de América, y mucho me temo que tarde en disiparse."

Mario Vargas Llosa (Perú, 1936)

miércoles, 23 de enero de 2008

Yezid Morales - Pretextos para una Sonata

Prosiguiendo con la obra poética del huilense Yezid Morales, añadimos otros poemas de su libro "Pretextos para una sonata" (1992):

EL VIENTO Y EL CAMPO

No es improbable
pensar en el amor
si uno está solo en la cabaña
y oye al viento
cuando es ya de noche.

Lo natural está allí
y sólo el inquieto corazón
intensifica su sorpresa
formula cuestionables dudas
sin lograr responderlas.

Es más cómodo pensar
en los halagos del amor
y conciliar sus desatinos
si uno está solo
y oye al viento hablar
en un lenguaje
que sólo comprenden
las hojas de los árboles
y el silencio austero del campo.

EN LOS PARQUES

En los parques urbanos
parejas unidas
ocultan la discordia cotidiana
en la paz relativa
de cada domingo.

Desavenidos
por secretas diferencias
hemos llegado a este lugar
donde la luz se manifiesta
con matices imprevistos.

Ausentes las palabras
hallamos más tolerable,
menos compleja y ardua
la noción de los deseos.

Concluída la tarde
y silenciada la distancia
la razón nos conduce
a través de calles inseguras
hacia lugares contagiados
por la felicidad efímera
con la certeza de intuírnos
otra vez menos dispersos.

LOS MARGINADOS CITADINOS

Convocados en la inseguridad de las esquinas
o en el espacio deslustrado
de los restaurantes
los hombres hablan y miran al extraño
con ojos sombreados
de confusa incertidumbre.
En las tabernas anónimas
heridos por la oscuridad de otros análisis
extrovierten el desorden de sus temas
y lanzan miradas cómplices
a la muchacha desolada
que vende la cerveza.
Se llaman a gritos por los sobrenombres
y escuchan a medias una música
saturada a veces de infortunio.

Desde el orden menos precario
de quien observa prudente
la exactitud de los contrastes
en voz clara dirá
sin pretender aciertos:
"Ha sido así su circunstancia"

NO HAY ALARMA NI DESORDEN

No hay alarma ni desorden.
Sólo una línea estable
oxidando cada límite.
No existe abuso ni coraje
para invocar excesos:
una extensa disciplina
condiciona el extravío.
No hay dimensión posible
para asumir el vértigo:
otro cuerpo generoso
fomenta el desalojo.
No hay censura ni lamento
por la carencia del suceso.
Sólo el vacío inmenso
consolida cada búsqueda.
Saciado el espejismo
hallaremos silenciosos
el encuentro cierto
de otra noche más densa.

HA LLEGADO EL MOMENTO

Ha llegado el momento
de contarle a la paciente muchacha
que todavía nos ama
la inutilidad de su desvelo.
Lo demasiado indemnes
que hemos sido a veces
ante la astucia de su aroma.
La lucidez inoportuna
tomada como excusa
afligió las horas instintivas.
Sólo su audaz concurso
nos devuelve al paraíso.

Yezid Morales Ramírez (Colombia, 1946)

martes, 22 de enero de 2008

Mounier y la Vocación

"Recogiéndose para encontrarse, luego exponiéndose para enriquecerse y volverse a encontrar, recogiéndose de nuevo en la desposesión, la vida personal, sístole, diástole, es la búsqueda, proseguida, hasta la muerte, de una unidad presentida, deseada y jamás realizada. Soy un ser singular, tengo un nombre propio. Esta unidad no es la identidad muerta de la roca que ni nace ni cambia ni envejece...No se me presenta ni como algo dado, ni como pura adquisición. No es evidente: pero tampoco lo es a primera vista la unidad de un cuadro, de una sinfonía, de una nación, de una historia. Es necesario descubrir en sí, bajo el fárrago de las distracciones, el deseo mismo de buscar esta unidad viviente, escuchar largamente las sugestiones que nos susurra, experimentarla en el esfuerzo y la oscuridad. Se asemeja, más que a ninguna otra cosa, a un llamado silencioso, en una lengua cuya traducción exigirá toda nuestra vida...La unidad de un mundo de personas sólo puede obtenerse en la diversidad de las vocaciones y la autenticidad de las adhesiones. Es una vía más difícil y más larga que las brutalidades del poder...La persona es un 'adentro' que tiene necesidad del 'afuera'. La palabra existir indica por su prefijo que ser es abrirse, expresarse. Esta tendencia muy primitiva es la que, en su forma activa, nos impulsa a exteriorizar nuestros sentimientos en la mímica o la palabra, a dejar la impronta de nuestra acción en obras visibles, a intervenir en los asuntos del mundo y de los otros. Todas las dimensiones de la persona se sostienen y se conciertan. La presión que sobre nosotros ejerce la naturaleza y el trabajo que le responde, no sólo son factores de producción; son también una fuerza de ruptura del egocentrismo y, por lo mismo, factores de cultura y de espiritualidad, tanto y más, sin duda, que de poder y de riqueza. No hay que despreciar la vida exterior:sin ella la vida interior enloquece, así como también, sin vida interior, la primera desvaría".

Emmanuel Mounier (Francia, 1905-1950)

domingo, 20 de enero de 2008

Sobre la Poesía

"La poesía es el sentimiento; pero el sentimiento no es más que un efecto, y todos los efectos proceden de una causa más o menos conocida. ¿Cuál lo será? ¿Cuál podrá serlo de este divino arranque de entusiasmo, de esta vaga y melancólica inspiración del alma, que se traduce al lenguaje de los hombres por medio de sus más suaves armonías, sino el amor?...Todo el mundo siente. Sólo a algunos seres les es dado el guardar, como un tesoro, la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que éstos son los poetas. Es más, creo que únicamente por esto lo son...Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que se engalana con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura. Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye..."

Gustavo Adolfo Bécquer (España, 1836-1870)

sábado, 19 de enero de 2008

SENSIBILIDAD AGUERRIDA EN FIGURA DE MUJER

A LA MEMORIA DE LA MAESTRA OLGA TONNY VIDALES.

Sorprende la manera como despedimos a los muertos. Los vamos dejando que se vayan poco a poco, hasta que al final terminan por írsenos del todo. Si hasta acabamos por echarlos de los aposentos inciertos de nuestra memoria.

Recién fallecidos, nos negamos con terquedad a la inexorabilidad de su viaje. Es el momento del dolor punzante, del luto riguroso, de las manifestaciones de incredulidad, del llanto vivo y clamoroso, de las frases laudatorias --en ocasiones excesivas e hiperbólicas--, de los homenajes intensos, de la ilusoria como inútil reafirmación de su presencia en los sitios familiares. Aún creemos verlos por todas partes, sentimos sus pisadas, escuchamos el murmullo de su voz. Cuando el estremecimiento de su partida definitiva todavía nos impide aceptarlos bajo tierra, cuando aún sentimos sobre el rostro el lapo brutal de ese olor con el que nos ponen sobre aviso las flores mustias del funeral, nuestro afecto, herido por la certeza de lo inevitable, contribuye a nuestra ilusión en figura de tenue hálito que se eleva desde fondo de la fosa, evocado por el ruido de los terrones polvorientos que cayeron sobre el cajón. Escuchamos a manera de aleteo el eco vaporoso de ropas y percibimos esa rara sensación de presencia vacía que nos induce a adivinarlos sentados en la silla de siempre, o deambulando sigilosos por estancias y corredores, como si anduvieran en el plan de recoger sus pasos.

Luego, casi sin que nos demos cuenta, dejamos de sentirlos. Es cuando ya, a punto de marcharse para siempre, se nos convierten en recuerdo. Aflora en nosotros, entonces, un suave dejo de melancolía, de añoranza tierna a la evocación de su nombre. El aguijonazo súbito que se resolvió en el llanto de los primeros días, cede paso a cierta suerte de dulce nostalgia contemplativa que nos invita de vez en cuando a recapitular su vida, a exaltar sus obras, a perpetuar su recuerdo, como si tratáramos de conjurar así esa otra especie de muerte que algunos señalan, no sin razón, como la definitiva: la del olvido.

Pocos, sin embargo, sobreviven a la saña devastadora del tiempo que todo lo arrasa, que nada perdona, que borra sin contemplaciones ni atenuantes hasta las heridas más crueles, hasta los suplicios más fieros. Al cabo de los años terminamos por abandonar a nuestros muertos a su suerte de errantes melancólicos de ese territorio lúgubre e inabarcable donde no existe la memoria. A lo sumo reducimos su presencia a la piedra yerta de alguna placa recordatoria, a la frase lapidaria de algún epitafio altisonante, a la apariencia melancólica --patética por lejana-- de su figura en algún bronce dudoso, o a la designación con su nombre de cierto conspicuo u oscuro lugar, todo lo cual, casi sin que lo notemos, poco o casi nada acaba por significar a quienes ya los olvidamos o a quienes, por ser más jóvenes, nunca los conocieron.

Me temo que para buena parte de nuestros profesores, estudiantes y trabajadores de la Universidad Surcolombiana, para no escaso número de activistas políticos de izquierda, para sectores significativos de nuestra cultura regional..., de nuestra hermosa y entrañable OLGA TONNY VIDALES sólo vaya quedando el nombre con el que bautizamos el auditorio de nuestra casa de estudios.

La sospecha de su paulatino --y aspiro a que no-- ineluctable olvido, el deseo de que la querida maestra no se nos acabe de marchar para siempre, es lo que nos mueve a recordarla por estos días, en el vigésimo aniversario de su muerte absurda, inútil y prematura.

Pero --tratándose de OLGA TONNY-- qué difícil y dolorosa resulta la tarea de escribir su semblanza: ella, como diría Borges recordando al viejo Plotino, resulta apenas sombra de su sombra, apariencia de otra apariencia; rumor que pretende ser la voz de la que ya se apagó; desteñido y vacilante pincel que, si bien tiene a su arbitrio la policroma, aunque esquiva, paleta de las palabras, en el más afortunado de los casos, sólo alcanzaría el remedo tosco de la magnificencia que bien merece su retrato.
Arduo y complicado, pues, el empeño de tratar de decir aquí todo lo que la Maestra VIDALES significó y todavía significa para quienes tuvimos la fortuna de conocerla, de trabajar en su compañía, de admirar su pensamiento, de ser testigos de sus obras, de leer sus escritos, pero, por sobre todo, el privilegio de gozar la exquisitez de su trato y el tesoro de su amistad.

Más elocuente y provechosa nos resultaría, tal vez, la serena contemplación de su vida meritoria, de su actuar admirable. De esa manera, pienso, nuestra evocación no sólo se podría convertir, eventualmente, en acicate para la acción eficaz a favor de las causas que ella defendió, sino en homenaje digno de su memoria. Reflexión profunda sobre su vida, sobre su pensamiento y enseñanzas es, pues, lo que nos conviene, más que frases elocuentes alrededor de su sepulcro.

Me parece que una de las claves para descifrar la rica, compleja, subyugante y excepcional personalidad de OLGA TONNY como mujer, amiga, maestra de literatura, escritora de escasas aunque sorprendentes páginas y activista política, sea la palabra sensibilidad. Ese término, pienso, arroja luz para entenderla como ser humano integral, con muchas más luces que sombras y, sobre todo, para valorarla a través de sus múltiples facetas, las cuales, miradas en su conjunto, nos dan la imagen de una mujer de notable originalidad, dueña de una personalidad inolvidable, signada por un don que, aunque noble y apreciable en alto grado, resulta bien escaso en estos tiempos lamentables y trágicos en los que nos lacera el dolor de la patria: el de la solidaridad.

Era OLGA TONNY un ejemplar humano de extraordinaria belleza interior. Fue, ante todo y por sobre todo, una mujer formidable. Su activismo político, en ocasiones beligerante, jamás descompuso su feminidad. Dinámica y lúcida defensora de los derechos humanos, en especial de los de la mujer, evitó por todos los medios posibles aprestarse en las filas de ese feminismo hirsuto, agresivo y de corto vuelo que tanto daño ha hecho a la mujer actual en su justo empeño por alcanzar el pleno ejercicio de sus derechos. Estas son sus palabras en alguna celebración del Día Internacional de la Mujer:
“Nosotras, profesoras, trabajadoras, alumnas, exalumnas de la Universidad, nos hacemos presentes en este homenaje enalteciendo el silencio doloroso de millares de mujeres que, en nuestro país, consumen sus días en los menesteres domésticos, en la humillación del trabajo y el salario desiguales, en la angustia del pan para sus hijos, en la incomprensión del hombre que aman, en las ilusiones rotas de tantas jovencitas que venden su cuerpo al mejor postor, en los sueños que siguen siendo sueños de nuestras niñas”.
...
“A nuestro fervoroso saludo, se une la angustia de los momentos difíciles que vivimos y que hoy más que nunca nos estrechan. Y es que, precisamente porque somos mujeres, entendemos el lenguaje de las lágrimas. Nos duelen las que lloran en las tumbas, en las puertas hediondas de las cárceles, en el eterno esperar de los que jamás vuelven. Nos duele el llanto de los millones de niños sin pan y sin afecto. Y porque hemos nacido para amar, exigimos en este Día Internacional de la Mujer, se respete el derecho a la vida de los hijos del pueblo engendrados en las entrañas amorosas de sus mujeres”.


Pero, tal vez, algunas de sus páginas más memorables por su lucidez, valor civil y sentido de la solidaridad social y humana sean aquellas que leyó en el marco de un acto inolvidable y multitudinario al que fueron invitados de honor la ASOCIACIÓN DE MADRES Y FAMILIARES DE DETENIDOS Y DESAPARECIDOS y el COMITÉ DE MADRES DE PRESOS POLÍTICOS, el 30 de mayo de 1983:
“Con banderas y canciones, con besos y con flores rendimos hoy homenaje a las mujeres que nos trajeron a la vida.

Nuestros sindicatos y organizaciones se hacen presentes en este día del amor sin fronteras para enaltecer un sentimiento que delata la esencia misma del hombre: el amor materno. Y pese a que el mundo que vivimos nos escinde definitivamente en partes irreconciliables, nos aferramos a seguir creyendo que todas las madres, precisamente por serlo, merecen nuestro afecto y consideración. Y porque no aceptamos divisiones de clase en su corazón que es bondad, proclamamos un mundo que no discrimine a las madres, que se enfrente a sus hijos.

Porque son precisamente esas mujeres buenas las que, en la violencia infernal que vivimos, cargan a cuestas con el mayor dolor del mundo: los hijos de sus entrañas destrozados por la guerra. De ahí que ahora que el cielo vuelve a nublarse, si es que en nuestro país algún día ha estado claro, son ellas las que siempre estuvieron ocultas en los oscuros oficios domésticos, las que venciendo la timidez de siglos salen a las calles a reclamar para sus hijos y esposos, el sagrado e inalienable derecho a la vida que el sistema imperante se obstina en desconocerles”.
...
“No pretendemos con este acto, óigase bien, ponernos de lado de la oposición armada, sino abrazar solidariamente a estas madres valerosas que por el amor a sus hijos recorren los caminos de la patria buscándolos esperanzadamente o aguardándolos en las puertas de las cárceles o viviendo el vacío de la parte de su ser que asesinaron o esperando cada día la noticia de su muerte.

Y así no compartamos las opciones políticas de sus hijos y esposos, no podemos negar que ellos son gentes nuestras, empeñadas en hacer de Colombia una patria soberana donde todos los hombres podamos tendernos la mano y hacer realidad la vida que soñamos”.

La aparente fragilidad de su figura escondía un carácter de reciedumbre poco común, inexpugnable en la consistencia y vigor de sus ideas filosóficas, políticas, sociales y estéticas. Jamás existió en ella divorcio alguno entre pensamiento y acción, entre discurso y vida. Mujer de una e inequívoca faz, nunca conoció la doblez ni sucumbió a la tentación de aparentar lo que no era, ni al equívoco despreciable de vestir los ropajes engañosos que hacen parte de la indumentaria habitual del hipócrita.

Quienes gozamos del privilegio de su trato, supimos del alto concepto que ella tuvo siempre de la amistad. De condición alegre y dicharachera, pronta para el chiste y la carcajada, sólo se le descompuso el semblante ante la abominación de la injusticia o ante el rictus desgarrador del dolor ajeno. Era entonces cuando su risa fluida y contagiosa se trasmutaba en gesto enérgico y la dulzura de sus facciones y de su voz daba paso a la severidad demoledora de su verbo. Jamás capituló ante los horrores de la desigualdad ni ante la execración de la explotación humana. Elocuentes resultan sus palabras pronunciadas en la nominación del “PASILLO CESAR CHARRY RIVAS”, en homenaje a un profesor de la Universidad Surcolombiana asesinado por la brutalidad e intolerancia de quienes siempre se han creído los dueños de este país:
“Bien significativo es, el que este pasillo que conoció su sencillez y cordialidad, que supo de sus alegrías e inquietudes y que también es el lugar donde se agolpa el entusiasmo de la gente nueva que debate ideas libertarias y justicieras, lleve su nombre: ”PASILLO CESAR CHARRY RIVAS”, en recordación de quien fuera voz de la más elemental aspiración humana: el derecho a vivir y a vivir como hombres”.

Amiga y compañera por antonomasia, supo compartir con todos el gozo, la felicidad y la alegría, pero también los momentos más difíciles y dramáticos de nuestra siempre agitada circunstancia vital. Su nombre, como ya lo dije, fue sinónimo de solidaridad. Quien a ella se acercó en busca de consejo o ayuda jamás salió defraudado. Este rasgo conmovedor de su carácter le costó la vida en circunstancias oscuras que hoy todavía lamentamos. Murió como vivió, ayudando a quien se lo solicitó, sin reparar en dificultades de última hora y sin tomar precaución alguna en favor de su seguridad personal.
Era una maestra que amaba y respetaba, como pocos, su profesión. Preparaba sus clases con sentido casi obsesivo de la responsabilidad y con un concepto tan alto del decoro, que en más de una oportunidad la vi negarse a dictar una clase a causa del terror que le producía la simple idea de improvisar. Varias promociones de jóvenes fueron los afortunados alumnos de sus cátedras de literatura colombiana o hispanoamericana, en las que ejercía su magisterio de elevados quilates intelectuales y pedagógicos, pero también en las que todos ellos fueron beneficiarios gozosos de su singular entusiasmo para enseñar. Le imprimió a su docencia la autoridad de sus conocimientos, pero sobre todo esa capacidad que tienen sólo algunos contados maestros de hacer de cada acto pedagógico una experiencia inolvidable. Por si alguien pudiera creer que invento o estoy exagerando, ahí está el testimonio vivo de sus alumnos en una carta que, recién fallecida, le escribieron quienes firman como “sus amigos”:
“...Me contó el loquito Losada que usted está tratando de descubrir quién le roba los cigarrillos todas las noches mientras está en clase de literatura colombiana. Tranquila, hermana, no se ponga de mal genio. Soy yo que siempre vivo tan jodido con la fumadera. Pero bueno, Tonny, lo que quiero decirle es que ayer, cuando estaba en pleno robo, descubrí accidentalmente un poema suyo que me impresionó hondamente, al punto que me arrepentí de fumar porque allí dice que siempre debemos pensar en sentirnos vivos y defender las causas bellas de la vida y, precisamente, fumar no contribuye a eso. Pero, Tonny, usted también fuma mucho y eso le puede ocasionar problemas de salud. Claro, yo entiendo, es imposible leer a Alfonsina Storni o disfrutar un poema de Gioconda Belli sin tener un cigarrillo en la boca. Oiga, y a propósito de bocas, ¿se acuerda de esos versos de Miguel Hernández que a usted le gustan tanto? Esos versos que dicen: “Boca que arrastra mi boca/ boca que me has arrastrado/ el labio de arriba el cielo/ y la tierra el otro labio”. Sí, son realmente bellos, como todo lo que a usted le gusta”.

Gozó y sufrió, amó e, incluso, detestó, como escasos profesores suelen hacerlo hoy en día, la creación de los grandes escritores universales, pero sobre todo, la de algunos novelistas y poetas colombianos e hispanoamericanos. Para ella la literatura era cuestión de vida o muerte. No era OLGA TONNY mujer de medias tintas ni de ambigüedades posibles: las concepciones estéticas y literarias que profesó, nítidas, aunque con frecuencia discutibles, jamás fueron para ella materia de negociación. En asunto de determinados autores y de ciertas obras fue mujer de filias y de fobias. En estos terrenos, por lo demás espinosos y arduos, solíamos tener nuestras diferencias, las cuales debatíamos por aquellos tiempos de antaño --como diría don Quijote--, menos desventurados que los de hogaño, con la ardentía propia de los ímpetus de la juventud. En cierta oportunidad en la que la discusión iba pasando de castaño a oscuro, ella, mirándome a los ojos, y, más en broma que en serio, me espetó: “Con esas ideas que tienes, Antonio, en materia de literatura, eres un tipo perfectamente fusilable”.

Pese a que, si bien el magisterio de su palabra, de su pluma y de su ejemplo siempre estuvo orientado por una visión nítida y consecuente de la historia, de la sociedad y del hombre hispanoamericanos, tal posición no le impidió, sin embargo, saborear y compartir con sus alumnos o con algunos de sus amigos más cercanos, la inefabilidad del goce estético en ciertos poemas de Rubén Darío, de Guillermo Valencia o en alguna ficción deslumbrante del clarividente ciego Borges. Incontables veces leímos en mutua compañía la obra poética de don Antonio Machado, cuyo texto –el mismo que usábamos en nuestras lecturas-- me obsequió o me vendió en algún momento, y ahora guardo como un tesoro.

Pero su admiración por nuestro taumaturgo mayor, Gabriel García Márquez, no tenía límites. Estas fueron las hermosas palabras que escribió con motivo de la asignación del Premio Nobel de Literatura al cataqueño, en 1982, discurso que por la lucidez de sus ideas, por la belleza literaria de su texto y porque, a mi juicio, la retrata de cuerpo entero, me permito transcribir en su totalidad.
“Nuestra América mestiza abraza solidaria a la América que guerrea en el Caribe y en los Andes, a la altiva entre rejas, a la exiliada, a la América creadora, a la que trabaja y estudia, sufre y canta, y puesta en pie y con los puños en alto ratifica su inquebrantable vocación libertaria, al saludar entre canciones y banderas a Gabriel García Márquez, porque su obra significa los anhelos de justicia y dignidad humana que se abren paso arrolladoramente desde el Río Grande hasta el Estrecho de Magallanes.

Y es que la esencia de nuestra América está trascendida estéticamente en la producción literaria del cataquero. La cosmovisión de sus gentes, su idiosincrasia, sus dichas y frustraciones están allí, dolorosamente presentes en un mundo de soledad y desamparo donde nadie es libre y todos, pese a sus aptitudes, nacen y mueren sin realizarse plenamente, sin esa ilusión elemental del hombre: la felicidad.

Por eso canta hoy nuestro mundo. Se ha hecho universal reconocimiento al escritor que tan certeramente penetró en la circunstancia vital del hombre latinoamericano. La vieja Europa se inclina hoy reverente ante los pueblos que ayer avasalló y nos incluye, por la fuerza de los hechos, en la galería de los grandes. No nos obnubila el Nobel por el Nobel –aparte de que su criterio suele ser tan controvertido--, porque no es el esteticismo lo que se galardona en García Márquez, es su sensibilidad poética en otra manera de ver la vida, en la exaltación de los pueblos de Bolívar, San Martín, Martí, Mariátegui, Sandino, Farabundo, Che, Camilo, Fidel. De ahí que posiciones suyas controvertidas e injustificables a nuestro juicio, no demeritan, ni su obra, ni su carácter de intelectual de Nuestra América, porque éstos son más valederos que aquellas. Su voz se ha hecho presente por toda su geografía al lado de los hombres que luchan por ideales humanos. Aquí nomás, en casa, lo hemos sentido junto a los nuestros, denunciando y señalando a los buitres que matan a mansalva.

Desde luego que los colombianos estamos regocijados, desde dimensiones diferentes pero siempre cálidas. Aracataca no para de rumbear, los costeños eufóricos se apropiaron ya del Nobel y los cachacos no cejan en sus desmedidos elogios. Es la calidad humana, es la calidad de afecto con que respondemos a la vida. Hay también millares de compatriotas al margen de la historia a quienes nada dice nuestro escritor. Y si lo han oído mencionar alguna vez lo asocian –según la lógica popular—a Cochise o Pambelé. Pero hay otros a quien les pesa el Nobel: los apátridas, los mismos que meses atrás lo obligaron a huir del país, y ahora, con la manida actitud de los cobardes, alardean de un entusiasmo que les duele.

La distinción de Estocolmo nos revive, y pese a todo, hoy como ayer con Neruda, nos agarramos tozudos a la vida en espera de mejores días con la misma fe inquebrantable del viejo Coronel”.

Y ya para terminar, digamos algo acerca de la faceta poética de OLGA TONNY. Lejos de ser la maestra VIDALES simple versificadora, fabricante artesanal de versos a la manera de esos diletantes que se empeñan en un estéril como intrascendente ejercicio académico de escritura, era ella una verdadera poeta que, además de conocer a conciencia los secretos del oficio, escribía poemas bajo el poderoso estro de su fina sensibilidad. Su mérito no hay que buscarlo en la abundancia prolija de sus páginas sino en la calidad de su escasa creación. Me parece que quien mejor ha estudiado este rasgo notable de su personalidad es el doctor Jorge Elías Guebelly Ortega. Trascribo, a continuación, algunos de sus conceptos:
“La noche en que Olga Tonny Vidales fue sorprendida abruptamente por las garras del silencio, la vimos volar, como una avecita ligera, hacia las honduras heladas del misterio. Su ausencia se nos tornó gigante y su vacío nos taladró hasta lo más profundo de los huesos. Tuvimos, de pronto, la revelación sagrada de la grandeza humana de su pensamiento.

Había escogido dos maravillosos y tortuosos caminos para llegar a la morada convulsionada del hombre moderno: la política y la poesía. Y las fusionó con sangre en un solo dolor, una actitud que resulta insólita en nuestros días en que los hombre de la política se han negado sistemáticamente a mirar el mundo poéticamente. La poesía y la política que veíamos en las palabras silenciosamente desgarradas de Olga Tonny, venían desde lo más profundo de la gran tragedia del hombre del siglo XX. Ella había descubierto un mundo lleno de tierras baldías, de sequedad de muertos, en donde no había ni siquiera un arbolito para el amor”
...

“Por eso escribió pocos poemas a pesar de que hacía poesía en cada uno de los actos de su vida. Y para penetrar el dolor humano se agarró a las alas inefables e inasibles del tiempo. El tiempo, que fue tan mezquino con ella, fue su obsesión tanto en su poesía como en sus clases. Sabía que la soledad es la lepra que nos está descarnando el alma. De allí su profunda afinidad con García Márquez. El célebre aracateño fue su silencioso hermano de tragedia. Pero también sabía que el hombre está hecho de tiempo, que el tiempo es la sustancia gaseosa que mueve la metamorfosis de la vida. “LA CARACOLA ES DE TIEMPO”, y, a mi modo de ver, es el poema de mayor sugerencia poética, porque penetra el movimiento de la existencia” .


Bajo la concha agreste de surcos espirales
Se recogen los siglos en una sinfonía
Que dice del ayer y del hoy huracanes
Y preludia sonatas allá en la lejanía.

Ella guardó acuciosa los ecos eternales
De pasos y de sueños que nunca fueron día
Y tornó sinsabores en notas musicales
Y a luchas sin laureles calor de melodía.

El tiempo sin premura taladra sus canales
Las voces se acompasan por volverse una sola
Y hacer ritmo la vida contra los vendavales

Que en empeño siniestro traspasan los umbrales
Con su tono in crescendo canta la caracola
El augurio del alba y sus musas corales.

Y nada mejor para poner punto final a esta amorosa semblanza de OLGA TONNY VIDALES que silenciar nuestra pluma para que sea su propia voz la que desde los límites insondables del misterio de la muerte, nos repita una y otra vez que,
“NO HA MUERTO LA ESPERANZA”
Cigarros y licor
El humo desgarrado
Jugar con el lenguaje haciendo versos
(escupir arriba
para mentir abajo)
Lo lejos se viene
Y la casa es la distancia
--Muy queda está la nota estilizada—
Pregonar las cuatro escaramuzas
Que se volvieron gestas en la mente
Auscultar las Banderas Coloradas
---En el fondo grita Guernica—.
Afuera
Los morteros masacran la noche
Y unos chicos estudian
A la luz de un lucero
Otros hombres caminan
Su paso es ligero
Seguro.



Antonio Iriarte Cadena (Colombia, 1946)

jueves, 17 de enero de 2008

Una mirada a Yezid Morales, a través de Pretextos para una Sonata

La obra del maestro huilense Yezid Morales Ramírez supone para mí un objeto de culto. Tal vez sea por la perfección formal de sus creaciones, por la profunda reflexión presente en todas ellas. Incluso el más árido de los críticos podría coincidir conmigo en que la elegancia estilística y el sentido filosófico de sus poemas lo hacen un manjar apetecible a todo tipo de lectores; en especial, al público sensible y pensante.

¿Qué puedo decir del maestro Morales? Primero, que me ha honrado con su amistad desde hace ya una década: lejos de asumir ese aire académico y "saturniano" que he podido oler en otros escritores (a quienes pareciera molestarles la presencia de autores jóvenes en su círculo, y quienes se esfuerzan en devorar a los nuevos creadores), me trató como un igual desde el principio. Aún cuando su obra era ya aplaudida a nivel nacional, siempre supo ser humilde y generoso. Nunca trató de intimidar ni se ufanó vanamente; es más, me sugirió unas lecturas provechosísimas, y me enseñó algunos "trucos" del oficio. Segundo, que es uno de los huilenses que más ha trabajado por el Departamento; honesta, responsablemente, ha ejercido sus cargos con un decoro encomiable.

Yezid Morales también es un acuarelista consumado. Combinación admirable (que también he observado en otros coterráneos, como Miguel de León), que nos recuerda aquellos buenos tiempos en los que los filósofos eran también pintores, hombres públicos y poetas. Hasta el lector desprevenido notará ese aire "plástico" en su obra, esa sofisticación pictórica. De él sí que se puede decir, con toda seguridad, que "pinta con la palabra".

Quiero dar a conocer algunos poemas de su libro "Pretextos para una Sonata" (publicado en 1992), como punto de partida de un recorrido que irá dándose en posteriores publicaciones del blog, a propósito de su transformación estética, humana y artística, que continúa hoy, y espero siga dando tan notables frutos:

A VECES ESCRIBIMOS

A veces escribimos
para ahogar la soledad
o el asedio de tanta línea curva.
El sonido del viento
distrae la mirada
pero el aroma
de alguna flor extraña
restituye la voz
de aquella muchacha lejana
que de nuevo se desviste
en el rincón oscuro
de la pobre memoria.


AHORA QUE LA NOCHE

Ahora que la noche húmeda
trae sobre nosotros
un camino de murciélagos
y la ribera del techo
derrumba transparencias
como gotas
en la comarca del recuerdo,
el deseo oscuro se desliza
como mis ojos
hacia el abismo de tu cuerpo.


TODOS NUESTROS GESTOS

Todos nuestros gestos
son ambiguos signos
de un idioma extranjero.
Hasta el mismo sueño
es pesadilla que nos visita
en cuartos separados
por los ruidos de oscuros vigilantes.
Ahora viene hasta nosotros
la blanca voz del alba
e intuímos otra vez
haber escapado ilesos
a la batalla de la noche.


RECORRÍAMOS EL PUEBLO

Recorríamos el pueblo
dormido siempre
en una siesta interminable.
Repartíamos el cansancio
en partes iguales:
visitábamos los mismos sitios.
De vez en cuando
el cigarrillo nos sabía distinto.
La noche resultaba cómplice
para escaparnos de tanta rutina,
de tanta mirada impertinente.
Y el deseo de reunirnos
con pequeños pretextos
hacía llevadera la prisión
de nuestros sueños.


ESTAMOS AQUÍ POR ESTE DÍA

Estamos aquí por este día
donde la luz es apenas el regalo
que menos nos preocupa.
Todo es silencio en torno nuestro.
Ni una sola palabra de protesta
por el abuso del tiempo en nuestra cara.
Con el crecimiento de los días
interrogamos la afanosa condición
de buscar lo verdadero.
Mas al final cada retorno
nos conduce a decir lo que no somos.

TREGUA

Volver a ver a quien amamos
nos libra transitoriamente
del infierno,
de la ansiedad
del crimen no cometido.
Solos de nuevo
la vida es otra vez
la pesadilla que soñamos.


AÚN EXISTE EL ESTUPOR

Aún existe el estupor
la plegaria oblicua
que fomenta la lluvia
a través de la ventana.
Los relojes esquivan las horas
no aceptan ser testigos
de sueños disecados.
El invierno espejo fingido
de otra noche más honda
donde el placer no lastima.

Más del autor en: Morales, Yezid. "Pretextos para una Sonata", Fondo de Autores Huilenses, Neiva, 1992.

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

miércoles, 16 de enero de 2008

El caso Lieberman

Había soñado viajando por una carretera ancha que se prolongaba al infinito en forma de serpiente. Por casualidad, tal vez superstición, relacionó esa imagen con la de la del demonio tentando a Eva. Ahí, supuso, estaba la clave: lo encontraría en aquélla calle que nunca dormía, en la que el pecado original, el derroche de un don destinado a preservar la especie, la lujuria misma, se perpetuaba todas las noches en medio de conversaciones obscenas y risotadas de borrachos. Ruth Könzel, su compañero, consideró que no era más que una suposición carente de sentido común, y continuó empeñado en su castillo de naipes: era la primera vez que lograba imitar el frágil equilibrio de los caprichos geométricos fabricados al azar por la naturaleza. Stern prefirió no seguirle hablando, pero tomó una Biblia y se sumergió en la lectura sobre aquella mujer que había logrado atenuar el miedo de Adán al Todopoderoso.

Se fumó despacio el cigarrillo, gozándolo, saboreando la victoria sobre la incertidumbre, sobre el desgano de unos días antes, sobre la misma indiferencia de Könzel. Intentó hacer el esbozo de un plan, pero estaba tan excitado que aplazó esa tarea y se dedicó a garabatear en un bloc de notas un desnudo femenino, obsesión de toda una vida, reforzada ahora con la lectura del origen mítico del hombre. Ya era mediodía. Salió a un restaurante italiano que quedaba en la acera de enfrente, donde continuó su labor interpretativa del Génesis. "La perdición del exégeta radica en que el Ser que pretende descubrir tras la Palabra es maleable, invisible, indefinible en esencia. Su mismo raciocinio no es más que un artificio, puesto que puede acomodar la realidad a una pretensión subjetiva, a una lógica que no está excenta de parcialidad, que no es más que la suya propia", alcanzó a reflexionar a media voz. Un mesero que estaba cerca apenas pudo responder con una sonrisa. "Siempre se encuentra lo que se pretende encontrar, porque un texto impreciso, no sujeto a lo empírico, permite una considerable cantidad de conclusiones diversas", pensó.

La figura de Otto Lieberman ejercía sobre él una gran atracción, desde cuando leyó, incluso con simpatía, una nota suya, dejada junto a la primera víctima. Esta era una latina de treinta años, que vivía como acuarelista en un pequeño apartamento sobre la Frankfurterstrasse. Fue encontrada en su cama, ya bastante descompuesta, atada de pies y manos; no tenía heridas. En la puerta del baño estaban pegados algunos poemas, que le parecieron a Stern plagados de erotismo vacuo. La nota, de caligrafía impecable, recordaba la inutilidad de un amor idealizado “si ese objeto de amor es tan lejano”. En los siguientes seis o siete renglones, se evocaba “el candor, la ilusión de aquellos días”. Terminaba con un saludo, muy cortés, “al primero que entienda mi tristeza”.

La segunda víctima no se relacionaba, en apariencia, con la anterior. Era un hombre anciano, católico, que daba clases de música y era contertulio infalible del Café de la Schlosstrasse. Se había divorciado hacía diez años y vivía a la deriva, haciendo una vida de bohemio incompleto, trasnochador pero moderado en el beber, con una fama difusa de artista, de intelectual, de hombre de letras encerrado en su soledad. Según testimonios de la gente, poca en realidad, que tenía algún trato con él, el día de su muerte estaba en compañía de sujetos con los que no se le había visto nunca, totalmente alcoholizado. Había llegado a su casa a eso de las diez, tambaleándose, junto a dos jóvenes muy bien vestidos, tarareando una canción extraña. No lo vieron nunca más.

"Este hombre no es un asesino de verdad. Es sólo un loco que construye para sí un mundo de ensueño", le había dicho a Könzel, mientras éste se esforzaba en no delatarse con un gesto de burla. Llegada la noche, Stern partió decidido a darle caza a Lieberman. Recordó su noviazgo con María al pasar por el parque de castaños taciturnos que parecían contarle las mismas historias que le hubieran escuchado, reconoció las casas de algunos de sus amigos. Recorrer aquellos senderos de nuevo fue acercarse a un pasado que ya parecía distante. Recordó las caminatas nocturnas de adolescente, cuando no se decidía aún entre el ímpetu irracional de la fiera y la serena estabilidad del metafísico. Entonces, como ahora, pretendía hallar la solución a sus problemas en el deambular, la reflexión y la penumbra. Uno a uno se le iban presentando los mil rostros de la ciudad. Al fin, el bullicio le indicó que terminaba su camino. Las pelucas, los senos descubiertos, la orgía generosa en sexo y puñal, los coqueteos de las prostitutas, todo se le aparecía tal como lo había calculado, y esto lo hizo estremecerse. Apresaría al infeliz y Könzel quedaría boquiabierto.

Estacionó su auto en un callejón que no le inspiraba mucha confianza, pero era el único lugar que había. Tuvo que enfrentar el asedio de esos seres travestidos que le inspiraban más pavor que compasión, de manera casi estoica, sin haber cenado, sin un cigarrillo, atento a las miradas, con el revólver listo bajo la gabardina, sentado en un banquillo que tuvo que compartir una hora más tarde con un muchacho idiotizado por efecto de la droga. Si no estuviera a punto de dar el gran paso, si no estuviera tan seguro de encontrar a Lieberman, se habría llevado al jovenzuelo y habría asustado a los travestis con unos tiros al aire. Pero debía esperar. Decidió entrar al local más concurrido. "En la muchedumbre se incrementa la probabilidad de hallar a quien buscamos", pensó. Incluso suponiendo que Lieberman fuera un pobre diablo inmaduro jugando al asesino, se ocultaría en un sitio lleno de gente. Pidió una cerveza. El barman, un rubio atlético de entradas profundas y voz gutural, pareció extrañarse de su presencia. Stern echó un vistazo alrededor: la música ensordecedora, el juego de luces, la atmósfera pesada, le provocaron una jaqueca, de esas de sudor frío y dolor en los ojos que anteceden al vómito. Se sintió desfallecer. Desde hacía algún tiempo le venían dando esos mareos, intensos pero de poca duración, que él asociaba a una diabetes incipiente. Preguntó por el baño. Caminó lentamente, sobreponiéndose a la debilidad de sus piernas, hasta que se encontró a pocos pasos del cuartucho que le habían indicado.

Una chica se le acercó, cuando apenas salía del sopor y trataba de enjugar las lágrimas que se habían encharcado en sus párpados. Era hermosa. Aunque tenía el torso y las piernas cubiertas, su figura se insinuaba en la apretada vestimenta. Sus ojos eran de un azul marino que siempre le había fascinado, y su rostro no mostraba aún las huellas de la vida disipada y expuesta al peligro. Ante una insinuación suya, Stern contestó secamente y ella se alejó disgustada. Parecía que le habían subido el volumen a la música, las parejas ya no bailaban, ahora saltaban, gritaban, se hacían una masa compacta que rugía emocionada, algunos fornicaban en medio de la confusión. Alguien despedazó una silla en la espalda de uno de los presentes y su acto fue seguido de una exclamación de júbilo. Stern sintió miedo: él, hombre tímido, ya con algunas canas, sólo se había tomado una cerveza, y sería blanco fácil de la furia de esa muchedumbre a la que no pertenecía. "No basta un arma para esta partida de locos", pensó. La chica lo encubriría. La buscó con la mirada, se mezcló con aquéllas criaturas que parecían títeres de la libido, hasta que llegó a un sitio donde había menos ruido y algunos eran robados mientras dormitaban. Una morena lo acarició desvergonzadamente: él estuvo a punto de hacer fuego, pero entonces vio a la chica. Se despidió con un guiño y fue tras ella, que entendió todo, o al menos eso creyó Stern, porque lo recibió amigablemente. Se sentaron en una mesa algo apartada. Stern empezó la conversación, revelando una torpeza que le pareció inadmisible. Ella tuvo que salvar la situación, endulzando el diálogo, matizando las palabras con el encanto de la voluptuosidad, intercalando gestos y suspiros, de una manera tan sutil que no parecía sino una colegiala. Por algo que no entendió muy bien, Stern relajó los músculos de su frente, se acomodó en su asiento, empezó a respirar pausadamente. Se olvidó de Lieberman, del hambre, del cansancio, del sueño de la serpiente y el pecado original.

Nadie llegaría. Habría gastado una noche, pero no en vano. Inventaría alguna excusa, le diría a Könzel que había recogido evidencias importantes en el bar, que había leído psicoanálisis para dar con el origen de la agresividad de Lieberman, algo así. Ahora sólo le importaba esa sensual compañera que por poco había dejado escapar. Superadas las barreras, se sucedieron las sonrisas, los secretos, las opiniones, las confesiones. Ya serían las tres de la mañana. Los ánimos se habían calmado, ahora se oía un rock alegre, melódico. La invitó a bailar. En pocos minutos se habían habituado al ritmo, predecían mutuamente sus movimientos, charlaban abiertamente. Ella abrazó a Stern y lo besó en la mejilla. Él la acercó a su cuerpo, instintivamente, hasta que pudo sentir los huesos de su cadera en sus muslos. Stern rejuveneció, volvió a vivir la primavera en la que todo era pródigo, abundante: hasta la felicidad; evocó esa imagen de Afrodita moderna que había formado en su mente tras una diligente tarea de observación y descarte, la comparó con la chica y comprobó satisfecho que no diferían en nada.

Un grito interrumpió la escena. Stern volvió en sí: esa era la señal. Salió rápidamente. Se había formado un corrillo alrededor de un cadáver. En aquél cuerpo exangüe reconoció a la segunda víctima. Antes de que pudiera articular palabra, un Mercedes negro emergió de la oscuridad, atropellando. Stern corrió hacia su auto: tenía los neumáticos pinchados. Dio un puntapié, vociferó colérico, lanzó imprecaciones. Con el cabello desordenado, maldiciendo, recogió un papel del suelo. Era una carta firmada por “su más sincero admirador, Otto Lieberman”.

Regresó a su casa, disgustado. Su esposa aún dormía. Se recostó en una mecedora. El zumbido en la cabeza, la falta de sueño, el vacío gástrico, eran la misma cosa: una sensación de aborrecimiento a todos, una derrota. Puso un viejo disco. "Para estos momentos fue que Dios creó a Händel", pensó. La mañana se anunciaba a través de la persiana.

El día transcurrió, por decirlo así, en calma. La ex esposa de Samuel Schulz, el anciano asesinado, había rendido indagatoria. Su declaración indicaba que no había un motivo claro de su muerte. Tampoco en la de Carmen Vergara, pintora de profesión, acaecida poco antes. Nadie dijo siquiera conocer a Lieberman. La lectura de las notas, único rastro digno de confianza, constituyó para Stern un laberinto de difícil solución. Könzel se dedicó a interrogatorios que tampoco dieron fruto. Una semana después, mientras conversaban, el teléfono sonó. Stern contestó apresurado. Al otro lado de la línea, una joven lloraba y le pedía ayuda. Estaba secuestrada en una vieja casona, a unos diez minutos de Allner, vía Gartenstrasse.

Partieron en el auto de Könzel, un Audi plateado que había sido la envidia de Stern durante algún tiempo. Serían las cinco de la tarde cuando se detuvieron ante una casa enorme, sombría. Bajaron del auto con cautela. Las flores del amplio jardín contrastaban con la arquitectura lúgubre y el triste chirriar de las rejas mecidas por el viento. El silencio, la duda, hacían la atmósfera sobrecogedora. De repente, un disparo los sobresaltó. "¡Al suelo!", gritó Stern. Otros dos disparos, venidos de distintos ángulos, le indicaron que había varias personas en la casa. Apuntó hacia un sitio donde creyó ver una silueta: casi de inmediato, dos fogonazos lo saludaron desde ahí. Stern respondió fríamente: una pelirroja sucumbió al instante. Entonces fue lanzada una granada, y en segundos el auto se consumió en un remolino de fuego. En semejantes condiciones, lo mejor que podían hacer era dirigirse a una fuente que estaba a unos pasos, y esperar los refuerzos que habían solicitado. Mientras corrían, Könzel hizo fuego y un sujeto de barba cayó al suelo tomándose la garganta. Una nueva descarga llamó la atención de Stern: Könzel había sido herido. Una mancha roja se extendía por su camisa a una velocidad vertiginosa. Stern lanzó un insulto a Lieberman y disparó hacia una ventana que se acababa de cerrar. El ruido de los cristales fue seguido de una sonora carcajada. Una ametralladora, que Stern pudo localizar en el tejado, destruyó el ángel de donde manaba el agua de la fuente. La manejaba un sujeto joven, de patillas rubias, cuyos rasgos coincidían con los de uno de los acompañantes de Schulz el día de su desaparición. La puerta se abrió. Atravesar el umbral implicaba un alto riesgo; quedarse afuera era esperar resignado el final. Stern recordó su habilidad para jugar al escondite: siempre corría más que sus amigos y llegaba primero a la meta. Eludiendo velozmente la ráfaga, lo logró.

Un amplio corredor conducía hacia unas escalinatas. De las paredes, de un azul intenso, colgaban los retratos de Byron, Verlaine, Rimbaud. En el techo, en letras doradas, estaban escritos algunos poemas de Schelley. Una especie de suite empezó a sonar. "Escuche la música, mi querido Stern. Escúchela antes de morir". La voz se dispersó por toda la casa, resultando un primer gran eco que se deshizo en ecos secundarios, en eco de esos ecos, imitando a la perfección la estructura contrapuntística de los grandes maestros del siglo XVIII. Esto constituía a la vez una ventaja en medio de su desventaja: podían ubicarlo fácilmente si realizaba algún movimiento brusco, pero él también podía localizar al primero que se le acercara. "Puede empezar a buscarme, Stern. ¿O quiere que sea yo el que lo haga?". "Si voy tras Lieberman, tendré que enfrentarme a dos. Si espero, uno de ellos llegará primero y el duelo será igualitario", reflexionó Stern.

Una hilera de puertas se extendía ante sus ojos. Abrió la que tenía más cerca: en aquel cuarto anaranjado, la impasible George Sand parecía examinarlo atentamente. La voz se volvió a escuchar. "Ella y yo compartimos más de lo que imagina. No lo olvide". Stern se estremeció. ¿ Cómo sabía que había abierto esa puerta?. Se sintió al umbral del pánico cuando la voz exclamó: "Ustedes son muy predecibles, ¡siempre creen que lo encuentran a uno en la primera puerta!". Al notar que había una ventana grande, a través de la cual podrían verlo y dispararle, salió de nuevo al corredor. Sudaba profusamente. El segundo cuarto era lila, y todo en él evocaba a Wilde. Tampoco se sintió seguro y buscó la tercera puerta. El tercer cuarto, verde, estaba plagado de referencias a Beethoven. Stern supuso que Lieberman esperaba que llegara al final para atacarlo. Se quedó ahí. Descubrió entonces que tras la imponente figura del genio había un paisaje idéntico al de uno de los cuadros que había visto en la casa de la pintora asesinada. Contempló el cuarto, en detalle: el relieve de las paredes recordaba la partitura de Para Elisa. No pudo evitar un sentimiento de admiración estupefacta. Unos pasos se escucharon en el corredor. Stern se puso en guardia. Un cuerpo felino, elástico, se abalanzó sobre él. Rodaron por el suelo, entrelazados. Stern desvió de su cuello la hoja de metal que lo buscaba nerviosamente. En medio del forcejeo pudo ver una sombra que se acercaba. Luego sintió un aguijonazo en la base del cráneo, que se tornó en un completo desconocimiento...

Despertó al cabo de media hora, según creyó. Unos ojos negros, brillantes, lo escrutaban. A su lado, inerte, el joven que lo había atacado parecía sonreírle.

- Sabía que terminaría así, querido Stern.

Quien le hablaba era alto, esbelto, y le apuntaba ansioso. En su rostro se dibujaba un gesto de fiereza y desprecio fusionados.

- ¿ Quién es usted, Lieberman?, preguntó Stern, incorporándose.
- Ese siempre fue mi gran interrogante. La tragedia del existir no es el estar, sino el ser. Bien, la respuesta es tan larga como ambigua la pregunta. Querido Stern, yo heredé el don de los privilegiados, pero nunca pretendí esconderlo. No quise ser mi único dueño. Dilapidé sin reparos las bondades con que la naturaleza me dotó. ¿Y sabe por qué? El ser bello no fue para mi un triunfo egoísta. No privé de mi belleza a los otros, y también disfruté de su armonía. Esos encuentros me permitieron desarrollar la habilidad de detectar lo estético, de saber dónde había arte, arte puro, que empecé a imitar, buscando plasmar su conexión con lo divino en la palabra.
- ¿Cómo pretende abarcar la esencia infinita de lo bello si sólo dispone de un código limitado, como lo es el lenguaje?, objetó Stern, que lo había escuchado en silencio, casi dócilmente.
- Esa angustiosa paradoja me hizo pasar muchas noches en vela. Ciertamente, era imposible expresar lo inexpresable. Tomé esa situación como un desafío literario. Ningún otro creador había logrado el encanto de hacer real, concreta, esa realidad etérea de lo sublime. Pero luego me di cuenta que de nada serviría explotar al máximo los recursos del vocabulario, ni crear otra técnica, ni esforzarse siquiera. El resultado jamás se daría. A lo más le pondrían el rótulo de “obra maestra” a mi intento. Igualmente el Arte de la fuga, Claro de luna, o Aída, no son más que espejismos de la perfección. Descubrí que mi destino era otro: el vivir hedonista, diluirme en la magia inextinguible de lo sensorial, en vez de perder el tiempo. Entonces me dediqué de lleno a gozar ese ideal esquivo pero a la vez encarnado, accesible en los cuerpos de otros de mi especie.
- Cuerpos masculinos y femeninos, supongo.
- Así es. Y tal vez esto ayude a que su mecánica mente logre establecer mi identidad: ese deseo de compartir el ideal de lo bello estuvo en mí desde la más temprana infancia. Usted, siempre tan racional, nunca lo notó, nunca supo qué era ese fuego interno que me consumía, esa necesidad de tenerlo cerca, que me llevó a dibujarlo varias veces en el cuaderno, a escribirle sonetos, a desear encontrármelo dondequiera que estuviera.

Stern recordó los ojos brillantes que lo seguían en la cafetería, en el gimnasio, en el salón de clases. Aquellos ojos, ahora frente a él, conservaban ese aire de espera impaciente y pueril, de deseo latente, pero, sobre todo, reflejaban una profunda desilusión.

- ¡Herbert!
- Es demasiado tarde, querido Stern. Una vez se empieza a escuchar una melodía, no se puede volver atrás. Cada nota, cada idea, anuncia la siguiente, y esa otra trae consigo las demás, encadenadas, espiritualmente ligadas a la primera. El pasado anuncia al futuro, que inicia paralelo al presente. Ahora estoy muriendo. Ahora usted está muriendo.

Stern lo miró extrañado.

- Ahora, querido Stern, cargará usted con el peso de la culpa. Su vida será maldita. Ya sabrá lo que es eso. Estamos condenados, pero al fin unidos.

Stern pensó en Könzel. Intentó gritar, pedir auxilio. Trató de llorar, pero no pudo. Tuvo la vaga esperanza de estar en otro sueño, de poder cambiar la historia. Lieberman le entregó el arma.

- Prefiero aquí. Odio las cárceles. Dispáreme. Quedará como un héroe. Los diarios dirán que acabó con una banda de asesinos. Será ascendido. Será amado. Ganará lo suficiente para vivir cómodamente. Dispare. No tenemos opción.

Stern bajó la mirada. Sintió cansancio. Apenas notó la entrada de los policías, los disparos, el grito furibundo de Lieberman.

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

martes, 15 de enero de 2008

El Signo, la Significación y la Intención Significativa

"...La concepción positivista de fines del siglo XIX sostenía que la palabra es simplemente el signo de la cosa significada y el signo es, a su vez, un caso particular del fenómeno de asociación de ideas. Mediante una asociación natural o arbitraria se establece un enlace entre dos objetos, de tal manera que, en presencia del primero, nos sentimos proyectados hacia el segundo.

De este modo, la explicación positivista supone que a cada palabra corresponde una cosa. Ante tal concepción Husserl plantéase el siguiente interrogante: ¿Qué explicación tiene, entonces, que una misma palabra signifique varias cosas o que varias palabras signifiquen la misma cosa?...

Señala Husserl que todo signo es un signo de algo; pero no todo signo tiene una significación. Y esta diferencia radica en el hecho de que el término signo suele usarse unas veces como sinónimo de señal y otras como sinónimo de expresión.

El signo, como señal, cumple sólo una función indicativa (por ejemplo, la bandera de una nación). En cambio, el signo como expresión -aunque sea en mayor o menor grado una señal- cumple una función significativa, expresa una significación.

Todo discurso o parte de discurso; toda palabra hablada o escrita es una expresión o, lo que es lo mismo, un signo con función significativa. En toda expresión pueden distinguirse: una parte física (oral o gráfica)sensorialmente perceptible y una parte espiritual que hace que la expresión sea expresión de algo y que se denomina significación.

Ahora bien: la expresión no tiene significación por sí misma; es preciso conferírsela. Los actos de dar sentido o intenciones significativas cumplen precisamente esa función: determinan la significación de las expresiones convirtiendo a éstas en funciones dinámicas de la vida espiritual.

Pero la intención significativa es, sin embargo, una simple aspiración. Aspira constantemente a ser verificada mediante un acto intuitivo complementario. A estos actos, que constituyen una unidad con las intenciones significativas, los llama Husserl 'actos de cumplimiento significativo'. La intención significativa fija así un contenido unitario e idéntico de la expresión; el cumplimiento significativo comprueba intuitivamente aquel contenido".

Juan Carlos Smith (Argentina, 1966)

lunes, 14 de enero de 2008

¿POESÍA EN LA NOVELA? LA VORÁGINE, UN CASO EJEMPLAR.

Toda obra que aspire a pervivir en el tiempo debe haber sido capaz, entre otras cosas, de articular la totalidad de sus elementos constitutivos en la unidad insoslayable del fondo y de la forma.

Esa unidad esencial general y la que se deriva particularmente de aquellos elementos estéticos que configuran lo que pudiéramos llamar en La Vorágine la concepción y ejecución literarias de la naturaleza (cosmovisión) y del lenguaje (estilo), es y son posibles en ella gracias a una circunstancia nada común en un novelista: José Eustasio Rivera era poeta.

Pudiera sonar aquí tal afirmación, para mi fundamental en relación con la obra del novelista huilense, como la repetición de un simple lugar común ya consagrado: sí, todos sabemos que Rivera era poeta. Lo que algunos, al parecer, no han entendido, entre ellos varios de sus más acervos críticos, es lo que significa este evento como hecho de primordial importancia en la valoración de la escritura de su novela (género narrativo), particularmente en relación con su lenguaje y con su estilo.

En José Eustasio Rivera, como en todo poeta de verdad, la poesía es algo más que simple manipulación y artesanía de formas verbales: es vía de conocimiento, y como tal, se constituye en alternativa válida frente a las posibilidades epistemológicas del nous

Desde que Parménides de Elea, por allá en el siglo IV. a. c.,identificó el ser con el pensar, echó a andar el conocimiento, desde ese mismo momento y hasta nuestros días, por los caminos de la razón, de la lógica, del verbo discursivo. No es sino seguir la trayectoria que va de Parménides a Platón, de Platón a Aristóteles, del estagirita a la Escolástica, y de ésta a Descartes, al Empirismo de los ingleses, a Leibniz, a Kant, a Marx, hasta llegar a la Fenomenología de Husserl, sin olvidar la violenta crisis del cientifismo positivista que sacudió a Europa a finales del siglo XIX, para darnos cuenta hasta qué punto ha marcado a occidente el imperio de la razón, que si bien a él debemos atribuir en gran parte el asombroso progreso científico y tecnológico de nuestro tiempo, ha logrado también limitar y atrofiar en gran medida la riquísima gama de posibilidades gnoseológicas del hombre occidental, para reducirla casi que solamente al ejercicio de lo racional como presupuesto único y exclusivo criterio de verdad en el intrincado, vastísimo y siempre complejo universo del conocimiento humano.

Esa es una de las razones más determinantes por las que nos cuesta trabajo asumir que José Eustasio Rivera, al escribir una obra esencialmente narrativa, se meta a ver el mundo de lo llanos y de la selva tropical y lo que al ser humano allí le ocurre, a través de sus ojos no siempre racionales de poeta, y que al hacerlo, nombre, en consecuencia, lo que “ve” y lo que intuye a través de un lenguaje necesariamente poético, original –al menos en la forma como allí se presenta-- en nuestra narrativa colombiana anterior al gran escritor huilense. Quiero afirmar con toda claridad, de la manera más nítida posible, que este nuevo manejo estético de la materia novelable en La Vorágine constituye, por fortuna, una verdadera transgresión del orden literario hasta entonces vigente en Colombia. En efecto: no se contenta nuestro escritor con reflejar el mundo de los llanos y de la selva tropicales a través de su lente especialmente sensible de poeta, sino que, al hacerlo, lo nombra de manera poética en el más radical y alto de los sentidos, con lo cual inventa, a mi manera de ver y en no pocas oportunidades, un lenguaje hasta entonces inédito.

La percepción de este hecho, en mi concepto definitivo, es lo que me anima en el intento de ayudar a dilucidar de qué manera la visión que de la naturaleza americana tiene Rivera en su novela --su cosmovisión de nuestra peculiar realidad tropical-- revierte en virtud de la dinámica propia de la poesía, en la invención de un lenguaje que, lejos de disonar con la naturaleza de lo narrativo, no sólo le permite recobrar la visión primordial de nuestro mundo americano, perdida desde el avasallamiento cultural que la conquista española nos impuso, sino que da a su obra, desde el punto de vista del lenguaje y del estilo, coherencia y armonía de alto valor estético .

No en vano escribe José Eustasio hacia el final de la primera parte de su novela:
“¿Para qué las ciudades? Quizá mi fuente de poesía estaba en el secreto de los bosques intactos, en la caricia de las auras, en el idioma desconocido de las cosas; en cantar lo que dice el peñón a la onda que se despide, el arrebol a la ciénaga, la estrella a las inmensidades que guardan el silencio de Dios” (El subrayado es mío).


Nada tiene de malo el que como occidentales seamos hijos de Grecia y del racionalismo. Nada hay de reprochable en el hecho de que confiemos en las luces de la razón y en las posibilidades de la palabra humana, hija de su pensamiento. Por el contrario, estos de la razón y de la palabra han sido, tal vez, los dos logros más formidables de la especie humana a lo largo de toda su evolución. Lo que ocurre es que si bien al ejercicio de la razón debemos, en buena parte, el asombroso progreso científico y tecnológico de nuestro tiempo, por desgracia, hemos descuidado en nombre del monopolio de la razón otras formas de percepción, de conocimiento y de expresión que nos ofrece, de entre una riquísima gama de posibilidades, el intricado, vastísimo y misterioso universo de la conciencia de sí, y del darse cuenta de, propios del ser humano, y por lo que todo parece indicar, del conjunto de los vivientes que pueblan la tierra.

Por extravagante y pintoresca que haya sido la catadura individual de algunos sabios, afirma el connotado físico Gonzalo Echeverry Uruburu, pese a la fama de excéntricos que más de uno de ellos carga sobre sí, nadie puede tacharlos de lunáticos, de poco informados. Desde que, con la modernidad, nació la venerable física como disciplina autónoma de la filosofía, desde que adquirió sus pergaminos de ciencia exacta con pretensiones inequívocas de describir y de medir los fenómenos físicos con una precisión de tal naturaleza que, a la postre, tuvo que renunciar al ambiguo y muy limitado lenguaje convencional de la cotidianidad para hacerse cargo del exacto y unívoco del de las matemáticas, sus afirmaciones y teorías siempre se han ceñido a la más estricta racionalidad. Nuestro científico mundo moderno y la tecnología, su hija predilecta, son producto de esa obsesión, a la vez que sus logros más señalados.

En la física austera, pues, no han tenido ni tendrán cabida afirmaciones que no hayan sido rigurosamente probadas, especulaciones que contengan algún olor a mito, aseveraciones sospechosas de estar avaladas por livianas creencias populares, proclividad a algún género de metafísica, argumentos que procedan de oscura superstición religiosa o profana, o demostraciones que, a fuerza de "truculentas", puedan emparentarse con lo que comúnmente entendemos por magia. Al margen de esas que el físico ha considerado desde hace mucho tiempo frivolidades indignas de su alto coturno científico, la física jamás ha renunciado a la objetividad, al método, al sentido de la lógica y al más escrupuloso rigor.

Hacia finales del siglo XIX –afirma Gonzalo Echeverry Uruburu--, el mundo de la razón y el desarrollo de la ciencia alcanzaba su plenitud. Existía el convencimiento casi universal de que pocas eran las cosas que quedaban por aclararse. Se habían descubierto las leyes fundamentales que explicaban la estructura del universo físico, biológico y humano. "La física --la reina de las ciencias y paradigma de todo saber-- presentaba el mundo como una realidad material regida por leyes mecánicas inexorables. Era un mundo ordenado, continuo, sin sobresaltos, racional, perfectamente acorde con nuestro sentido común y también algo aburrido

Sólo que --continúa el profesor Echeverry--, a finales del siglo antepasado, este clima de tranquilidad empieza a inquietarse. Hay nuevos descubrimientos físicos que se resisten a ser guardados dentro de los cajones de este mecánico, objetivo y muy organizado concepto de la realidad: los rayos X, la radiactividad y el mundo del electrón anuncian hechos perturbadores, drásticos cambios de dirección en la concepción de la materia, días turbulentos en la discusión y puesta en tela de juicio de conceptos, hasta entonces, definitivos. Planck, en abierta contradicción con la inamovible ciencia física finisecular, afirma que la naturaleza sí da saltos, al demostrar que la energía es emitida en forma no continua por los quantum. Einstein con su archimencionada y no siempre bien estudiada ni comprendida teoría de la relatividad, volvió pedazos los conceptos absolutos de tiempo y de espacio a la manera de Newton, --con cuyos parámetros aún a estas horas, bueno es recordarlo, seguimos manejando nuestro ya desueto concepto de realidad material y nuestras relaciones cognoscitivas con ella-- pues, en su opinión, tiempo y espacio sólo existen para cada observador, trascendental asunto que, por lo demás, ya estaba claro en filosofía desde Emmanuel Kant en su muy famosa y poco conocida Crítica de la Razón Pura. Rutherford exorciza uno de los dogmas físicos más venerables al demostrar la falacia de la indivisibilidad del átomo, y en 1919 alcanza el sueño de los alquimistas medievales de transmutar la materia a partir de la conversión del nitrógeno en oxigeno. Años después, Dempster fabricará oro a partir del mercurio, utilizando el mismo elemento que manipularon los viejos alquimistas con idéntico propósito.

Todos estos descubrimientos inquietantes fueron dando al traste con la sacra creencia científica según la cual las leyes de la naturaleza, expresión del funcionamiento perfecto de esa gigantesca maquinaria que se creía era el universo y descubiertas por la razón humana, eran inexorables, hasta colocarlas en el terreno de algo tan escurridizo como el de las simples probabilidades, de tal manera y a tal extremo, que el cómo y el por qué últimos de estas leyes venerables se vuelve tan problemático e incompresible, que el matemático Von Newmann no duda en llamarlas "magia negra".

Como si fuera poco, como si algo faltara en semejante desorden, las matemáticas, lenguaje por antonomasia de la física, entran también en rebelión. Aparecen extrañas geometrías que se apartan de los tradicionales principios de Euclides. A partir de puro razonamiento matemático, por ejemplo, se descubren fenómenos físicos insospechados. Por esta vía, Dirac descubrirá el positrón y la antimateria para pasmo y escándalo de no pocos científicos de su tiempo.

Hacia 1937 --continúa el profesor Echeverry-- la materia había desaparecido de los laboratorios: se había "evaporado", en la medida en que ya no se la concibe como ese algo sólido --esa cosa-- que perciben nuestros sentidos. La materia dejó de ser objeto dotado de masa y pasó a considerársela como "inaudita concentración de energía", de tal manera que los átomos ya no son partículas diminutas, sino, "curvaturas del espacio". Los constituyentes primeros de la materia --los ladrillos del mundo como los llama Hawking--, a saber, los electrones, protones y neutrones son, en últimas, un vibrar de ondas inmateriales. Los átomos, en concepto de Heisenberg, uno de los sumos pontífices de la física contemporánea, dejaron, pues, de ser cosas.

Pero el encargado de dar el golpe de gracia al concepto tradicional de materia es Schrondinger, el celebrado descubridor de la mecánica ondulatoria: "El átomo moderno --dice--, no consiste en materia alguna, sino que es forma pura".

Si hasta pensadores reconocidamente inmunes a toda tentación metafísica deben apelar a un lenguaje metafórico -vecino, por cierto, del de la poesía-- cuando enfrentan el difícil reto de hablar de la naturaleza última de la materia. Estas son palabras de Bertrand Russell: "El hombre corriente piensa que la materia es sólida, pero el físico que es una onda de probabilidad ondulando en la nada. Para decirlo brevemente, la materia en un lugar determinado se define como la probabilidad de ver allí un fantasma".

En opinión del autor que reseñamos, parece que los sabios, en lo que atañe a la naturaleza de la materia y a la concepción del universo, se orientan cada vez con mayor decisión hacia una especie de "pansiquismo" --panenergetismo cósmico, diría yo-- pues como dice Jeans, "el mundo ya no se parece a una gran maquinaria sino a un gran pensamiento".

Así las cosas, a nadie debería escandalizar ya el que Dirac hable del "libre albedrío de los electrones", o que Eddington se exprese en términos de "materia mental" para explicar que la esencia última de toda realidad es de estirpe mental, esto es, de naturaleza psíquica. Schrondinger, incluso es mucho más atrevido al plantear en el universo la existencia de una sola mente .

Estas audacias de los físicos más actualizados --las que para algunos recalcitrantes no pasan de simples extravagancias-- han hecho que filósofos conservadores y científicos de los que todavía siguen creyendo que la incógnita del universo se resuelve de la mano del método científico, tal como nos lo enseñaron en las trasnochadas clases de Técnicas de la Investigación, pongan el grito en el cielo, sean víctimas de ira santa y acusen a esos físicos de delirantes y poco rigurosos. A pesar de sus lamentos escandalizados, pensadores tan serios y bien formados como J. Hessen afirman cosas del siguiente calibre: "Es posible que la materia sea voluntad o espíritu creador... Si intentamos determinar la 'materia desmaterializada' en su más íntima esencia, en su ser en sí, apenas nos queda otra salida que recurrir al ser no material –aunque de estirpe absolutamente natural-- para interpretar el estrato más bajo del cosmos por uno más alto.

Ya por estas fechas los físicos más avisados parecen estar de acuerdo en cosas tan estremecedoras como que el universo inabarcable, en el estadio en el que hoy lo conocemos, tuvo origen en un punto mucho menor que un átomo y que allí estaba contendida toda la información necesaria (especie de código genético universal) para dar origen a los miles de millones de galaxias que conforman el universo (algo así –y para hablar en números redondos-- como unos trescientas cincuenta mil millones de ellas, cada una con unos trescientps cincuenta mil millones de cuerpos celestes) y que va, en concepto de Stephen Hawking, del big bang a los agujeros negros.

Pero todavía hay más: "J. A. Wheeler, gran gurú de física ultramoderna, habla de fluctuaciones del espacio, y de un superespacio dotado de un número infinito de dimensiones, y el destacado astrónomo Fred Hoyle denuncia la falta de imaginación de los autores de ciencia ficción y sugiere la posibilidad de que los cuerpos estelares tengan consciencia" .

No en vano se habla ya de que el conocimiento científico de este principio de siglo es cada vez más esotérico, no sólo en la medida en que, a base de abstracta sofisticación, va siendo cada vez más reducto de unos pocos iniciados, sino en cuanto comporta una asombrosa coincidencia con las antiquísimas sabidurías del hinduismo, del budismo, del taoísmo, con las concepciones de los yoguis y con la cosmovisión chamánica de nuestros aborígenes americanos (de manera especial la de nuestros mayas y aztecas), arrasada sin misericordia por las malas artes de una conquista que, en su estrecho racionalismo, nunca las comprendió, y por el mañoso fundamentalismo de unos misioneros que siempre se creyeron --y se siguen creyendo- dueños únicos de la verdad.

Por ventura, otros vientos más lúcidos y tolerantes parecen soplar en este amanecer del siglo XXI, herencia, sin duda, de milenarias sabidurías que ante todo fueron un canto al conocimiento más allá de las apariencias, exaltación de la vida, que no ministerio al servicio oscuro de la muerte. Tal vez por eso suenen actuales aquellas palabras atribuidas a Hermes Trimigesto: "La mente del Todo es la matriz del cosmos"; o estas otras del Yogui Ramacharaca, un escritor hindú moderno, singularmente lúcido: "...La materia es una densa modalidad de la energía que, a su vez, es una densa modalidad de la mente, de modo que la materia ultérrimamente sutilizada es energía, y la energía ultérrimamente sutilizada es mente, y la mente en máximo grado de sutilización se acerca tanto al Espíritu, que no es posible señalar límite entre ambos” .

Mención especial merece aquí el trabajo del físico atómico Fritjof Capra, profesor de la Universidad de Berkeley, en su libro EL TAO DE LA FÍSICA. En esta voluminosa y documentada obra, publicada por primera vez en 1975 (va para la cuarta edición en lengua inglesa y ha sido traducida a varios idiomas, entre ellos el español), el autor se dedica a mostrar y a estudiar a fondo los asombrosos paralelismos que existen entre la visión que tienen hoy de la llamada realidad material los físicos más actualizados y la de los pensadores orientales del hinduismo, del budismo, del taoísmo.

A partir de los últimos avances de la física cuántica, que por lo demás él conoce a fondo, Fritjof Capra revisa, por ejemplo, la concepción clásica, es decir newtoniana, de materia –la cual, por lo demás, es la única que seguimos utilizando por la razón simple de que fue la única que nos enseñaron en el bachillerato o en la universidad--, para llegar a la conclusión de que las ideas de masa y de solidez, tal como las concebimos a través de la física decimonónica, carecen ya validez en tanto han sido puestas en entredicho por los novísimos y sorprendentes fenómenos descubiertos por la física subatómica en los últimos años.

Pero el profesor Capra va más allá: Dice estar convencido de que esta revisión de fondo de los conceptos fundamentales de la física, de la naturaleza e implicaciones de los fenómenos físicos a la luz de las nuevas teorías, impone también la revaluación de la concepción del universo en términos mecanicistas, propia de la física newtoniana, para plantear otra esencialmente dinámica, de naturaleza energética y cósmicamente interdependiente (guardemos esta idea para cuando lleguemos al canto con el cual Rivera empieza la segunda parte de su novela), la cual, a su vez, obligará a un "cambio de paradigma" en relación con lo que los seres humanos percibimos en la actualidad por ciencia, por tecnología, por economía, por filosofía, por ecología, etc., todo lo cual será --al menos él así lo espera-- el soporte de una nueva actitud del hombre en sus relaciones con la naturaleza y con sus semejantes durante el presente milenio.

Gracias a esos vientos frescos que algunos creen avizorar en el horizonte, tal vez el siglo que estamos inaugurando sea el tiempo del reencuentro de los hombres en algún punto donde converjan sus muy diversos caminos con el conocimiento hecho ciencia, hecho filosofía, hecho saber chamánico, hecho poesía, hecho sentido cósmico de trascendencia, de ninguna manera religión institucional.

De unos años acá me ha acompañado la idea de que quienes durante siglos nos hemos enemistado y hasta asesinado con ferocidad por defender con intransigencia indigna de nuestra condición humana posiciones aparente y --lo que es más triste-- mortalmente irreconciliables como las de la ciencia frente a la religión, o la de ésta frente a la brujería indígena, en el fondo y desde siempre hemos estado en busca de igual propósito, de idéntico punto de llegada, sólo que por caminos diferentes. Todos, cada uno a nuestra manera, hemos ido detrás de lo mismo. Sólo que la lente particular y un tanto oscura con la que cada cultura nos apareja para mirar el mundo, en lugar de ayudarnos a ver, casi siempre nos convierte en ciegos de remate. Y lo que es más peligroso: en ciegos agresivos con un garrote en la mano. Si aquellos invidentes de la fábula, en algún momento de su discordia hubieran recuperado su vista, se hubieran asombrado no sólo de que la naturaleza última del elefante que cada uno parcialmente palpaba con sus manos ávidas de conocimiento, no era ni cilíndrica, o en forma de pata, como creía quien con terquedad se aferraba a esa parte del animal, ni plana o en forma de pared, como suponía otro que la espalda del paquidermo tocaba, ni redonda o en forma de cabeza, como opinaba un tercero, ni blanda o en forma de inmensa oreja, como sospechaba el último y más recalcitrante de los ciegos. El elefante era mucho más que eso: una totalidad compleja de la que, por culpa de su ceguera y de su intransigente agresividad, ninguno de ellos se dio por enterado. Pero si por algún venturoso suceso de la fortuna a esos ciegos les hubieran devuelto su capacidad de ver, tal vez se hubieran asombrado de la insignificancia por la que estaban a punto de matarse a garrotazos.

Si la materia es energía y la energía es mente y si, como piensa Schorondinger, sólo hay una mente cósmica, no estará muy lejano el día en el que el filósofo, el científico, el religioso y el brujo puedan darse un abrazo de hermanos, "en una gran síntesis --la afirmación es de Echeverri Uruburu-- que constituye la tarea más formidable de la cultura humana durante el presente milenio".

O si lo preferimos, utilizando las clarividentes palabras del maestro Luis López de Mesa: "Después de este período de análisis, el ciclo humano podrá cerrarse con prodigiosos recursos donde lo abrieron hace más de cuarenta siglos los sabios de Egipto y de Caldea. Volveremos a interrogar a la naturaleza en busca de su arcano" .

No nos hagamos, sin embargo, tempranas ilusiones. Muy a pesar de este bello proyecto futurista, existe, por ahora, una brecha infranqueable entre la lúcida visión de estos novísimos hombres de ciencia y la de casi el resto de los que aun pertenecemos, a veces tan sin matices, a la cultura racionalista de occidente. Mientras sigamos pensando el mundo con las categorías mentales del siglo XIX, afirma Echeverri, "no podremos menos que juzgar como delirantes las concepciones de los científicos más avanzados, y si tipificamos la locura como la ruptura con la realidad, ciertamente estos sabios nos parecen locos de remate. Pero, ¿cuál es la realidad: la de nosotros o la ellos?" . .

Me parece que lo que hizo José Eustasio Rivera en La Vorágine, en lo que a su cosmovisión terrígena se refiere, fue precisamente eso: interrogar a la naturaleza en busca de su arcano, penetrar sus secretos con sus ojos claros de poeta.

Desde esta perspectiva cultural de occidente que hemos descrito a grandes rasgos, pero a la vez con algún detenimiento, no parece tan increíble, aunque sí lamentable, que algunos de los más acerbos críticos del novelista huilense no hubieran sabido entender esta característica de la cosmovisión riveriana, pero así fue. Ahí están las acusaciones que algunos le endilgan de ser víctima de una hiperestesia medio enfermiza, o de ser hombre de temperamento caótico o exagerado.

Podríamos empezar por la opinión de Trigueros:

“Sobrepasa en el letrado huilense el musageta al novelista? En mi concepto, sí. Las fabulaciones de Rivera –hay que reconocerlo- carecen de método, de orden, de ilación. La Vorágine, pongo por caso, es un caos de sucesos aterrantes, una maraña de escenas inconexas, un confuso laberinto en que los personajes entran y salen, surgen y desaparecen sin motivos precisos ni causas justificativas. Faltan en ellos, por otra parte, el sentido de la lógica (el subrayado es mío) y la trabazón espiritual.”

Y Arturo Torres Rioseco, pese a los abundantes elogios que La Vorágine le merece en muchos otros aspectos, piensa lo siguiente sobre la objetividad de lo que cuenta Rivera y sobre las posibles causas de lo que percibe en él como exagerado:
“En las Descripciones de Rivera hay mucho de realidad, pero es indudable que dos factores diversos contribuyen a engrandecer el escenario trágico: por un lado tenemos el temperamento hiperestésico del autor y su estado de anormal apasionamiento, y por otro, la crueldad inaudita de los hombres de la selva que exaltan las apariencias trágicas de esta. Todo lo que dice Rivera es o puede ser verdad visto con sus ojos, sentido con su cerebro de hombre impulsivo. Mas no todos los viajeros que por esos territorios han pasado los han descrito con tan sombríos tonos. En 1893 el escritor colombiano Santiago Pérez Triana hizo el viaje de Bogotá a Ciudad Bolívar, siguiendo los ríos Meta, Vichada y Orinoco. En ninguna parte de su recorrido vemos las apocalípticas descripciones de Rivera.”

Y Edmundo de Chasca, refiriéndose a procesos de subjetivación de la naturaleza por parte del novelista, particularmente al de consustanciación de éste con el paisaje dice:

“En un medio primitivo (el llano) algunas de estas manifestaciones resultan inverosímiles. Por fortuna no predominan”

Menos mal que Horacio Quiroga reconoce como esencial –aunque no a la manera como aquí intentamos tratarla-- la condición poética de La Vorágine:

“Anoto ex profeso la expresión poeta, tratándose de un novelista, pues La Vorágine es eso, por encima de sus grandes calidades: un inmenso poema épico, donde la selva tropical con su ambiente, su clima, sus tinieblas, sus ríos, sus industrias y sus miserias, vibra con un pulso épico no alcanzado jamás en la literatura americana”

Varios críticos, entre otros Nieto caballero, Torres Rioseco, Curcio Altamar han comparado La Vorágine con autores y obras que tratan temas parecidos a fin de establecer similitudes y diferencias, logros, defecciones e influencias. La han comparado con De Bogotá al Atlántico, de Santiago Pérez Triana; Le Pot au Feu, de Luis Chadourne; Free Mansions, de W. H. Hudson; El Infierno Verde, de Alberto Rangel; The Sea and the Jungle, de H.M. Tomlinson. Pese a todas las comparaciones buenas y malas, favorables o desfavorables, que servirían más bien para establecer los nexos de Rivera con otras literaturas tanto de Europa como de América y, consiguientemente, el problema de las posibles influencias, tema que aquí no es del caso estudiar, me parece que lo que define La Vorágine como libro único frente a todos sus epígonos, en lo que respecta al tratamiento de la naturaleza y del lenguaje, es la condición, en este caso, excepcional y privilegiada de ser su autor un inmenso poeta.

Antonio Iriarte Cadena (Colombia, 1945)