Los bombardeos de ciudades con el objetivo explícito de erradicar a una población étnica y religiosamente definida como islámica, las masacres genocidas perpetradas por organizaciones paramilitares, los campos de concentración, tortura y exterminio indiscriminado de partisanos, ciudadanos inocentes y mujeres clasificados como islámicos, la destrucción intencionada y sistemática de legados culturales de los pueblos, y el soberano desprecio por cualquier norma legal y moral irrumpieron súbitamente, al cerrarse el siglo, en una Europa alegremente confiada en las promesas de un neoliberalismo triunfante tras el desmoronamiento de la Unión Soviética. Cerraba aquella Guerra de los Balcanes la absoluta pasividad de la masa electrónica global.
Un historiador europeo, Jacques Julliard, advirtió entonces en el título de su ensayo: Ce fascisme qui vient... En aquel año de 1994, sin embargo, semejante aviso parecía extravagante. La ya olvidada Guerra de los Balcanes respondía, al fin y al cabo, a un conflicto local, y sus estrategias criminales se percibían más bien como un déjà vu. Esto es lo que entonces se creía o se pretendía. Por lo demás, la aldea global consumía alegremente una posmodernidad multicultural y milagrosos índices de crecimiento. ¿Qué podía significar a comienzos de los años noventa un fascismo del mañana?
La palabra «fascismo» ya había adquirido, por otra parte, un perfil desgastado. La academia anglosajona (R. Griffin, es un caso tan sintomático como las películas de Hollywood sobre el tema) ha venido trivializando el fascismo histórico y global a la categoría de un poder carismático ligado a ideologías salvadoras y a un concepto de totalitarismo conceptualmente recortado desde una estricta visión jurídica. Estas versiones académicas han identificado además fascismo y nacionalismo con apasionada terquedad. A cambio, han ignorado sus raíces históricas en los imperialismos clásicos y modernos, y en la teología política colonial.
Por decirlo más exactamente: la predominante interpretación academicista norteamericana ha convertido el fascismo en un fantoche nacionalista, al mismo tiempo que lo ha deslindado del colonialismo y el imperialismo financiero y militar, que sin embargo han sido sus fuentes modernas. En consecuencia se siguen ignorando los ostensibles vínculos del fascismo de ayer y de hoy con las corporaciones industriales, energéticas y militares. Y, sobre todo, esta definición políticamente correcta del fascismo se ha preocupado por silenciar las dos interpretaciones críticas más importantes del fascismo, formuladas inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial: la de Karl Polany, que ponía de manifiesto el intercambio de signos entre neoliberalismo y fascismo, y la de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno que señalaban su continuidad con la tecnociencia baconiana.
Sin embargo, seguimos aplicando corrientemente la palabra fascista (de manera impropia si considerásemos propia la apropiación académica de las palabras) a un concepto agresivo de poder que no respeta límites nacionales ni morales, utiliza los medios del escarnio mediático y la propaganda total, emplea la tortura, el crimen y el terror como instrumentos de coacción, y aplica con perfecta impunidad estrategias genocidas como medio de extender sus megamáquinas militares y políticas. Llamamos fascistas a las estrategias que buscan la destrucción de comunidades históricas, de ecosistemas y legados culturales, y de normas morales establecidas a lo largo de la historia de los pueblos. En este sentido, nos referimos a Hitler, Franco o Pinochet como fascistas. Y en este sentido decimos que las políticas de aniquilación de Oriente medio apantalladas por Bush o Blair son fascistas. Y que es fascista la estrategia de exterminio terminal que Putin ha desplegado en Chechenia. Y que la aniquilación de las ciudades sagradas de Irak o los barrios chiitas de Beirut es un genocidio fascista, como lo fue el bombardeo de Guernica y del ghetto de Varsovia.
El carisma de un poder personalizado ha sido otro signo distintivo del fascismo histórico. Y qué duda cabe que esta dimensión no se aplica a los líderes de la Guerra global del siglo XXI. De la dislexia a la simple necedad, las escasas dotes intelectuales de los líderes de la guerra global y la Guerra contra el Mal han sido reiterado motivo de chanzas populares. El nuevo fascismo tampoco se sirve de grandes oradores como Mussolini o Perón. En la sociedad del espectáculo, que ha depuesto al arte, la política ya no se define como gran estilo, sino como design. Sus líderes son máscaras mediáticas sin otra función que la de ocultar con su impenetrable y vacía opacidad la irresponsabilidad histórica del nuevo orden militar del mundo.
Este remozado fascismo no se distingue del viejo en su misticismo regresivo de guerras salvadoras contra el mal, ni en su fanfarrie de los valores de Occidente; tampoco en la cultura del odio sin el que esa falsa trascendencia no podría triunfar. Su dimensión fundamental reside en la naturaleza terrorífica de sus armas, y en el desorden y la dominación globales que instauran. Los cientos de toneladas de uranio empobrecido sembrados en Kosovo, Afganistán e Irak, y la guerra biológica en el Amazonas colombiano son paradigmas de este terror que ha inaugurado el siglo XXI.
Pero la Guerra de los Balcanes puso de manifiesto un subsiguiente aspecto perturbador. No sólo brindaban horribles masacres y cuadros de putrefacción política en sus pantallas. Al mismo tiempo reducían al ciudadano a la condición de consumidor de sus imágenes degradadas y lo evaporaban como conciencia. Este doble proceso de aniquilación, que por un lado comprende la reducción de ciudades y vidas humanas a la condición de ruinas; y por otro la rendición de nuestra existencia a la condición de consumidores, ha adquirido en la producción mediática de nuestra guerra global el carácter de un sistema de escarnio y deshumanización permanentes.
Eso explica la paradójica diferencia entre el fascismo nacionalsocialista y el fascismo global de hoy. La transformación de la democracia en espectáculo permite la implantación masiva de controles totalitarios, desde la vigilancia electrónica de internet hasta la tortura, sin necesidad de modificar sustancialmente su supraestructura jurídica y su apariencia cosmética liberal, feminista y multicultural.
La volatilización digital de las últimas elecciones mexicanas o la escenificación paródica de la democracia bajo los términos constituyentes de la sangrienta ocupación militar en Irak son dos extremos complementarios de este mismo sistema democrático que hoy ampara un efectivo pero intangible sistema de dominación totalitaria global. Que las megamáquinas del poder financiero y militar contemporáneo no necesitan organizar movilizaciones de masas físicas es precisamente un argumento a favor del nuevo fascismo que acompaña las guerras imperialistas de nuestros días y amenazan nuestro mañana con una regresión política y cultural radical. No tenemos movimientos de masas fascistas como los que teníamos en los años treinta del siglo pasado, porque los highways electrónicos concentran hoy mucho más expeditivamente a la masa humana global en los containers mediáticos, la moviliza más eficazmente a través de sus estímulos virtuales y evaporan terminalmente su existencia a través de su conversión digital y estadística. La guerra contemporánea, con sus consecuencias genocidas cada día más patentes, es la expresión culminante de esta lógica aniquiladora del espectáculo.
Eduardo Subirats (España, 1947)
viernes, 27 de junio de 2008
miércoles, 25 de junio de 2008
Declaración de Amor por el Rock
Hace falta estar en un concierto de rock, o al menos en una taberna de buen sonido y excelente repertorio, para enamorarse del rock.
Aquí sí, como dijo Santo Tomas: viendo creo, o mejor: escuchando me convenzo. Y ojo, el que escucha rock de primera mano, jamás dejará de hacerlo. Porque el rock de inmediato se convierte en su religión. Es una experiencia que entra por los oídos, pero como si entrara por la sangre. Es como un virus sin vacuna que se instala en uno, y se queda para siempre.
La música rock es impresionante: te llena de energías, de ganas de vivir, te infla el corazón y te invade una sensación de libertad sin nombre. No en vano los verdaderos rockeros son los mejores exponentes de la sencillez y la inteligencia humana.
Un rockero ama los sonidos, las voces y el movimiento, y sabe que no hay límites entre el cielo, sus esperanzas y su música.
Yo no he sentido la mano de Dios sobre mi corazón, ni su voz, ni sus mensajes, a pesar de mis ruegos, pero si he sentido el milagro de su música hecha carne, atravesar mi espíritu, lacerar mi corazón y transformar todos mis paradigmas. Y si la música es la voz de Dios. Los ángeles son cantantes de rock; y si la felicidad se da mejor bailando, entonces a Dios se alaba danzando rock. A través de la música he conocido los milagros de Dios y su amor. Y no es una blasfemia.
Uno no puede pasar indiferente por la vida después de escuchar un buen concierto de rock. La vida te cambia, la perspectiva de mundo es otra, la música te llama, y el espíritu del rock te ilumina. Es una experiencia única y sin precedentes.
Una buena canción de rock te abre la imaginación, te vuelve creativo, te arranca lágrimas, gritos, sudor, escalofríos; y por supuesto, todos los males que habitan el cuerpo se van. El rock sana: sana el cuerpo y sana el alma.
Hay quienes prefieren usar drogas y alcohol para escuchar rock: mala cosa, no hace falta. Los verdaderos rockeros no necesitan de adictivos, de drogas alucinógenas, de alcohol o tabaco, su adicción es la música. El rock abre tanto la mente, el espíritu, y la inteligencia, que a partir de la primera comunión con él, los gustos, el pensamiento, el estilo y las ideas de una persona pueden comenzar a transformarse. Ya la vanidad se extingue, la soberbia se va, la violencia lo abandona…
El rock es increíble. Y su poder curativo energizante y catártico no tiene explicación. El rock, es un llamado individual, una comunión personal, una religión para elegidos porque no todas las personas tienen el modo, el oído, el gusto, el valor y la sensibilidad necesaria para escucharlo.
Alimentarse con rock es otra cosa, es como alimentarse con supervitaminas y convertirse en superhéroe. Las alegrías de un rockero en un concierto no tienen nombre, no se pueden describir; igual sus tristezas, que pueden ser infinitas, inexplicables.
Los sonidos del rock no rompen los oídos, te ponen la carne de gallina y te estremecen hasta el alma, te arrastran la vida y te acorralan el corazón. El que escucha rock no puede ser, y no es mala gente. El que escucha rock debe y necesita ser un ángel bueno, porque es un elegido. Los rockeros no aman cualquier cosa, viven el amor y se desgarran por un sentimiento profundo: la música; y por supuesto, la poesía.
Marco Antonio Valencia Calle (Colombia, 1967)
Aquí sí, como dijo Santo Tomas: viendo creo, o mejor: escuchando me convenzo. Y ojo, el que escucha rock de primera mano, jamás dejará de hacerlo. Porque el rock de inmediato se convierte en su religión. Es una experiencia que entra por los oídos, pero como si entrara por la sangre. Es como un virus sin vacuna que se instala en uno, y se queda para siempre.
La música rock es impresionante: te llena de energías, de ganas de vivir, te infla el corazón y te invade una sensación de libertad sin nombre. No en vano los verdaderos rockeros son los mejores exponentes de la sencillez y la inteligencia humana.
Un rockero ama los sonidos, las voces y el movimiento, y sabe que no hay límites entre el cielo, sus esperanzas y su música.
Yo no he sentido la mano de Dios sobre mi corazón, ni su voz, ni sus mensajes, a pesar de mis ruegos, pero si he sentido el milagro de su música hecha carne, atravesar mi espíritu, lacerar mi corazón y transformar todos mis paradigmas. Y si la música es la voz de Dios. Los ángeles son cantantes de rock; y si la felicidad se da mejor bailando, entonces a Dios se alaba danzando rock. A través de la música he conocido los milagros de Dios y su amor. Y no es una blasfemia.
Uno no puede pasar indiferente por la vida después de escuchar un buen concierto de rock. La vida te cambia, la perspectiva de mundo es otra, la música te llama, y el espíritu del rock te ilumina. Es una experiencia única y sin precedentes.
Una buena canción de rock te abre la imaginación, te vuelve creativo, te arranca lágrimas, gritos, sudor, escalofríos; y por supuesto, todos los males que habitan el cuerpo se van. El rock sana: sana el cuerpo y sana el alma.
Hay quienes prefieren usar drogas y alcohol para escuchar rock: mala cosa, no hace falta. Los verdaderos rockeros no necesitan de adictivos, de drogas alucinógenas, de alcohol o tabaco, su adicción es la música. El rock abre tanto la mente, el espíritu, y la inteligencia, que a partir de la primera comunión con él, los gustos, el pensamiento, el estilo y las ideas de una persona pueden comenzar a transformarse. Ya la vanidad se extingue, la soberbia se va, la violencia lo abandona…
El rock es increíble. Y su poder curativo energizante y catártico no tiene explicación. El rock, es un llamado individual, una comunión personal, una religión para elegidos porque no todas las personas tienen el modo, el oído, el gusto, el valor y la sensibilidad necesaria para escucharlo.
Alimentarse con rock es otra cosa, es como alimentarse con supervitaminas y convertirse en superhéroe. Las alegrías de un rockero en un concierto no tienen nombre, no se pueden describir; igual sus tristezas, que pueden ser infinitas, inexplicables.
Los sonidos del rock no rompen los oídos, te ponen la carne de gallina y te estremecen hasta el alma, te arrastran la vida y te acorralan el corazón. El que escucha rock no puede ser, y no es mala gente. El que escucha rock debe y necesita ser un ángel bueno, porque es un elegido. Los rockeros no aman cualquier cosa, viven el amor y se desgarran por un sentimiento profundo: la música; y por supuesto, la poesía.
Marco Antonio Valencia Calle (Colombia, 1967)
Declaración de Amor por el Rock
Hace falta estar en un concierto de rock, o al menos en una taberna de buen sonido y excelente repertorio, para enamorarse del rock.
Aquí sí, como dijo Santo Tomas: viendo creo, o mejor: escuchando me convenzo. Y ojo, el que escucha rock de primera mano, jamás dejará de hacerlo. Porque el rock de inmediato se convierte en su religión. Es una experiencia que entra por los oídos, pero como si entrara por la sangre. Es como un virus sin vacuna que se instala en uno, y se queda para siempre.
La música rock es impresionante: te llena de energías, de ganas de vivir, te infla el corazón y te invade una sensación de libertad sin nombre. No en vano los verdaderos rockeros son los mejores exponentes de la sencillez y la inteligencia humana.
Un rockero ama los sonidos, las voces y el movimiento, y sabe que no hay límites entre el cielo, sus esperanzas y su música.
Yo no he sentido la mano de Dios sobre mi corazón, ni su voz, ni sus mensajes, a pesar de mis ruegos, pero si he sentido el milagro de su música hecha carne, atravesar mi espíritu, lacerar mi corazón y transformar todos mis paradigmas. Y si la música es la voz de Dios. Los ángeles son cantantes de rock; y si la felicidad se da mejor bailando, entonces a Dios se alaba danzando rock. A través de la música he conocido los milagros de Dios y su amor. Y no es una blasfemia.
Uno no puede pasar indiferente por la vida después de escuchar un buen concierto de rock. La vida te cambia, la perspectiva de mundo es otra, la música te llama, y el espíritu del rock te ilumina. Es una experiencia única y sin precedentes.
Una buena canción de rock te abre la imaginación, te vuelve creativo, te arranca lágrimas, gritos, sudor, escalofríos; y por supuesto, todos los males que habitan el cuerpo se van. El rock sana: sana el cuerpo y sana el alma.
Hay quienes prefieren usar drogas y alcohol para escuchar rock: mala cosa, no hace falta. Los verdaderos rockeros no necesitan de adictivos, de drogas alucinógenas, de alcohol o tabaco, su adicción es la música. El rock abre tanto la mente, el espíritu, y la inteligencia, que a partir de la primera comunión con él, los gustos, el pensamiento, el estilo y las ideas de una persona pueden comenzar a transformarse. Ya la vanidad se extingue, la soberbia se va, la violencia lo abandona…
El rock es increíble. Y su poder curativo energizante y catártico no tiene explicación. El rock, es un llamado individual, una comunión personal, una religión para elegidos porque no todas las personas tienen el modo, el oído, el gusto, el valor y la sensibilidad necesaria para escucharlo.
Alimentarse con rock es otra cosa, es como alimentarse con supervitaminas y convertirse en superhéroe. Las alegrías de un rockero en un concierto no tienen nombre, no se pueden describir; igual sus tristezas, que pueden ser infinitas, inexplicables.
Los sonidos del rock no rompen los oídos, te ponen la carne de gallina y te estremecen hasta el alma, te arrastran la vida y te acorralan el corazón. El que escucha rock no puede ser, y no es mala gente. El que escucha rock debe y necesita ser un ángel bueno, porque es un elegido. Los rockeros no aman cualquier cosa, viven el amor y se desgarran por un sentimiento profundo: la música; y por supuesto, la poesía.
Marco Antonio Valencia Calle (Colombia, 1967)
Aquí sí, como dijo Santo Tomas: viendo creo, o mejor: escuchando me convenzo. Y ojo, el que escucha rock de primera mano, jamás dejará de hacerlo. Porque el rock de inmediato se convierte en su religión. Es una experiencia que entra por los oídos, pero como si entrara por la sangre. Es como un virus sin vacuna que se instala en uno, y se queda para siempre.
La música rock es impresionante: te llena de energías, de ganas de vivir, te infla el corazón y te invade una sensación de libertad sin nombre. No en vano los verdaderos rockeros son los mejores exponentes de la sencillez y la inteligencia humana.
Un rockero ama los sonidos, las voces y el movimiento, y sabe que no hay límites entre el cielo, sus esperanzas y su música.
Yo no he sentido la mano de Dios sobre mi corazón, ni su voz, ni sus mensajes, a pesar de mis ruegos, pero si he sentido el milagro de su música hecha carne, atravesar mi espíritu, lacerar mi corazón y transformar todos mis paradigmas. Y si la música es la voz de Dios. Los ángeles son cantantes de rock; y si la felicidad se da mejor bailando, entonces a Dios se alaba danzando rock. A través de la música he conocido los milagros de Dios y su amor. Y no es una blasfemia.
Uno no puede pasar indiferente por la vida después de escuchar un buen concierto de rock. La vida te cambia, la perspectiva de mundo es otra, la música te llama, y el espíritu del rock te ilumina. Es una experiencia única y sin precedentes.
Una buena canción de rock te abre la imaginación, te vuelve creativo, te arranca lágrimas, gritos, sudor, escalofríos; y por supuesto, todos los males que habitan el cuerpo se van. El rock sana: sana el cuerpo y sana el alma.
Hay quienes prefieren usar drogas y alcohol para escuchar rock: mala cosa, no hace falta. Los verdaderos rockeros no necesitan de adictivos, de drogas alucinógenas, de alcohol o tabaco, su adicción es la música. El rock abre tanto la mente, el espíritu, y la inteligencia, que a partir de la primera comunión con él, los gustos, el pensamiento, el estilo y las ideas de una persona pueden comenzar a transformarse. Ya la vanidad se extingue, la soberbia se va, la violencia lo abandona…
El rock es increíble. Y su poder curativo energizante y catártico no tiene explicación. El rock, es un llamado individual, una comunión personal, una religión para elegidos porque no todas las personas tienen el modo, el oído, el gusto, el valor y la sensibilidad necesaria para escucharlo.
Alimentarse con rock es otra cosa, es como alimentarse con supervitaminas y convertirse en superhéroe. Las alegrías de un rockero en un concierto no tienen nombre, no se pueden describir; igual sus tristezas, que pueden ser infinitas, inexplicables.
Los sonidos del rock no rompen los oídos, te ponen la carne de gallina y te estremecen hasta el alma, te arrastran la vida y te acorralan el corazón. El que escucha rock no puede ser, y no es mala gente. El que escucha rock debe y necesita ser un ángel bueno, porque es un elegido. Los rockeros no aman cualquier cosa, viven el amor y se desgarran por un sentimiento profundo: la música; y por supuesto, la poesía.
Marco Antonio Valencia Calle (Colombia, 1967)
jueves, 19 de junio de 2008
La Biblioteca Total
El capricho o imaginación o utopía de la Biblioteca Total incluye ciertos rasgos, que no es difícil confundir con virtudes. Maravilla, en primer lugar, el mucho tiempo que tardaron los hombres en pensar esa idea. Ciertos ejemplos que Aristóteles atribuye a Demócrito y a Leucipo la prefiguran con claridad, pero su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer expositor es Kurd Lasswitz. (Entre Demócrito de Abdera y Fechner de Leipzig fluyen -cargadamente- casi veinticuatro siglos de Europa.) Sus conexiones son ilustres y múltiples: está relacionada con el atomismo y con el análisis combinatorio, con la tipografía y con el azar. En la obra El certamen con la tortuga (Berlín, 1929), el doctor Theodore Wolff juzga que es una derivación, o parodia, de la máquina mental de Raimundo Lulio; yo agregaría que es un avatar tipográfico de esa doctrina del Eterno Regreso que prohijada por los estoicos o por Blanqui, por los pitagóricos o por Nietzsche, regresa eternamente.
El más antiguo de los textos que la vislumbran está en el primer libro de la Metafísica de Aristóteles. Hablo de aquel pasaje que expone la cosmogonía de Leucipo: la formación del mundo por la fortuita conjunción de los átomos. El escritor observa que lo átomos que esa conjetura requiere son homogéneos y que sus diferencias proceden de la posición, del orden o de la forma. Para ilustrar esas distinciones añade: "A difiere de N por la forma, AN de NA por el orden, Z de N por la posición". En el tratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de iguales elementos que una comedia -es decir, de las veinticuatro letras del alfabeto.
Pasan trescientos años y Marco Tulio Cicerón compone un indeciso diálogo escéptico y lo titula irónicamente De la naturaleza de los dioses. En el segundo libro, uno de los interlocutores arguye: "No me admiro que haya alguien que se persuada de que ciertos cuerpos sólidos e individuales son arrastrados por la fuerza de la gravedad, resultando del concurso fortuito de estos cuerpos el mundo hermosísimo que vemos. El que juzga posible esto, también podrá creer que si arrojan a bulto innumerables caracteres de oro, con las veintiuna letras del alfabeto, pueden resultar estampados los Anales de Ennio. Ignoro si la casualidad podrá hacer que se lea un solo verso."1
La imagen tipográfica de Cicerón logra una larga vida. A mediados del siglo XVII, figura en un discurso académico de Pascal; Swift, a principios del siglo XVIII, la destaca en el preámbulo de su indignado Ensayo trivial sobre las facultades del alma, que es un museo de lugares comunes -como el futuro Dictionnaire des idées reçues, de Flaubert.
Siglo y medio más tarde, tres hombres justifican a Demócrito y refutan a Cicerón. En tan desaforado espacio de tiempo, el vocabulario y las metáforas de la polémica son distintos. Huxley (que es uno de esos hombres) no dice que los "caracteres de oro" acabarán por componer un verso latino, si los arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum2. Lewis Carroll (que es otro de los refutadores) observa en la segunda parte de la extraordinaria novela onírica Sylvie and Bruno -año 1893- que siendo limitado el número de palabras que comprende un idioma, lo es asimismo el de sus combinaciones posibles o sea el de sus libros. "Muy pronto -dice- los literatos no se preguntarán, '¿qué libro escribiré?', sino '¿cuál libro?'
"Lasswitz, animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.
La idea básica de Lasswitz es la de Carroll, pero los elementos de su juego son los universales símbolos ortográficos, no las palabras de un idioma. El número de tales elementos -letras, espacios, llaves, puntos suspensivos, guarismos- es reducido y puede reducirse algo más. El alfabeto puede renunciar a la cu (que es del todo superflua), a la equis (que es una abreviatura) y a todas las letras mayúsculas. Pueden eliminarse los algoritmos del sistema decimal de numeración o reducirse a dos, como en la notación binaria de Leibniz. Puede limitarse la puntuación a la coma y al punto. Puede no haber acentos, como en latín. A fuerza de simplificaciones análogas, llega Kurd Lasswitz a veinticinco símbolos suficientes (veintidós letras, el espacio, el punto, la coma) cuyas variaciones con repetición abarcan todo lo que es dable expresar en todas las lenguas. El conjunto de tales variaciones integraría una Biblioteca Total, de tamaño astronómico. Lasswitz insta a los hombres a producir mecánicamente esa Biblioteca inhumana, que organizaría el azar y que eliminaría a la inteligencia. (El certamen con la tortuga de Theodore Wolff expone la ejecución y las dimensiones de esa obra imposible.)
Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa del porvenir, Los egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que las aguas de Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero nombre de Roma, la enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y entresueños en el alba del catorce de agosto de 1934, la demostración del teorema de Pierre Fermat, los no escritos capítulos de Edwin Drood, esos mismos capítulos traducidos al idioma que hablaron los garamantas, las paradojas que ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó, los libros de hierro de Urizen, las prematuras epifanías de Stephen Dedalus que antes de un ciclo de mil años nada querrán decir, el evangelio gnóstico de Basílides, el cantar que cantaron las sirenas, el catálogo fiel de la Biblioteca, la demostración de la falacia de ese catálogo. Todo, pero por una línea razonable o una justa noticia habrá millones de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. Todo, pero las generaciones de los hombres pueden pasar sin que los anaqueles vertiginosos -los anaqueles que obliteran el día y en los que habita el caos- les hayan otorgado una página tolerable.
Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles.
Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados en un solo organismo... Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira.
Jorge Luis Borges (Argentina, 1899 - 1986)
El más antiguo de los textos que la vislumbran está en el primer libro de la Metafísica de Aristóteles. Hablo de aquel pasaje que expone la cosmogonía de Leucipo: la formación del mundo por la fortuita conjunción de los átomos. El escritor observa que lo átomos que esa conjetura requiere son homogéneos y que sus diferencias proceden de la posición, del orden o de la forma. Para ilustrar esas distinciones añade: "A difiere de N por la forma, AN de NA por el orden, Z de N por la posición". En el tratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de iguales elementos que una comedia -es decir, de las veinticuatro letras del alfabeto.
Pasan trescientos años y Marco Tulio Cicerón compone un indeciso diálogo escéptico y lo titula irónicamente De la naturaleza de los dioses. En el segundo libro, uno de los interlocutores arguye: "No me admiro que haya alguien que se persuada de que ciertos cuerpos sólidos e individuales son arrastrados por la fuerza de la gravedad, resultando del concurso fortuito de estos cuerpos el mundo hermosísimo que vemos. El que juzga posible esto, también podrá creer que si arrojan a bulto innumerables caracteres de oro, con las veintiuna letras del alfabeto, pueden resultar estampados los Anales de Ennio. Ignoro si la casualidad podrá hacer que se lea un solo verso."1
La imagen tipográfica de Cicerón logra una larga vida. A mediados del siglo XVII, figura en un discurso académico de Pascal; Swift, a principios del siglo XVIII, la destaca en el preámbulo de su indignado Ensayo trivial sobre las facultades del alma, que es un museo de lugares comunes -como el futuro Dictionnaire des idées reçues, de Flaubert.
Siglo y medio más tarde, tres hombres justifican a Demócrito y refutan a Cicerón. En tan desaforado espacio de tiempo, el vocabulario y las metáforas de la polémica son distintos. Huxley (que es uno de esos hombres) no dice que los "caracteres de oro" acabarán por componer un verso latino, si los arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum2. Lewis Carroll (que es otro de los refutadores) observa en la segunda parte de la extraordinaria novela onírica Sylvie and Bruno -año 1893- que siendo limitado el número de palabras que comprende un idioma, lo es asimismo el de sus combinaciones posibles o sea el de sus libros. "Muy pronto -dice- los literatos no se preguntarán, '¿qué libro escribiré?', sino '¿cuál libro?'
"Lasswitz, animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.
La idea básica de Lasswitz es la de Carroll, pero los elementos de su juego son los universales símbolos ortográficos, no las palabras de un idioma. El número de tales elementos -letras, espacios, llaves, puntos suspensivos, guarismos- es reducido y puede reducirse algo más. El alfabeto puede renunciar a la cu (que es del todo superflua), a la equis (que es una abreviatura) y a todas las letras mayúsculas. Pueden eliminarse los algoritmos del sistema decimal de numeración o reducirse a dos, como en la notación binaria de Leibniz. Puede limitarse la puntuación a la coma y al punto. Puede no haber acentos, como en latín. A fuerza de simplificaciones análogas, llega Kurd Lasswitz a veinticinco símbolos suficientes (veintidós letras, el espacio, el punto, la coma) cuyas variaciones con repetición abarcan todo lo que es dable expresar en todas las lenguas. El conjunto de tales variaciones integraría una Biblioteca Total, de tamaño astronómico. Lasswitz insta a los hombres a producir mecánicamente esa Biblioteca inhumana, que organizaría el azar y que eliminaría a la inteligencia. (El certamen con la tortuga de Theodore Wolff expone la ejecución y las dimensiones de esa obra imposible.)
Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa del porvenir, Los egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que las aguas de Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero nombre de Roma, la enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y entresueños en el alba del catorce de agosto de 1934, la demostración del teorema de Pierre Fermat, los no escritos capítulos de Edwin Drood, esos mismos capítulos traducidos al idioma que hablaron los garamantas, las paradojas que ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó, los libros de hierro de Urizen, las prematuras epifanías de Stephen Dedalus que antes de un ciclo de mil años nada querrán decir, el evangelio gnóstico de Basílides, el cantar que cantaron las sirenas, el catálogo fiel de la Biblioteca, la demostración de la falacia de ese catálogo. Todo, pero por una línea razonable o una justa noticia habrá millones de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. Todo, pero las generaciones de los hombres pueden pasar sin que los anaqueles vertiginosos -los anaqueles que obliteran el día y en los que habita el caos- les hayan otorgado una página tolerable.
Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles.
Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados en un solo organismo... Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira.
Jorge Luis Borges (Argentina, 1899 - 1986)
martes, 17 de junio de 2008
Poesía de Pablo Neruda
EN TI LA TIERRA
Pequeña
rosa,
rosa pequeña,
a veces,
diminuta y desnuda,
parece
que en una mano mía
cabes,
que así voy a cerrarte
y llevarte a mi boca,
pero
de pronto
mis pies tocan tus pies y mi boca tus labios, has crecido,
suben tus hombros como dos colinas,
tus pechos se pasean por mi pecho,
mi brazo alcanza apenas a rodear la delgada
línea de luna nueva que tiene tu cintura:
en el amor como agua de mar te has desatado:
mido apenas los ojos más extensos del cielo
y me inclino a tu boca para besar la tierra.
LA REINA
Yo te he nombrado reina.
Hay más altas que tú, más altas.
Hay más puras que tú, más puras.
Hay más bellas que tú, hay más bellas.
Pero tú eres la reina.
Cuando vas por las calles
nadie te reconoce.
Nadie ve tu corona de cristal, nadie mira
la alfombra de oro rojo
que pisas donde pasas,
la alfombra que no existe.
Y cuando asomas
suenan todos los ríos
en mi cuerpo, sacuden
el cielo las campanas,
y un himno llena el mundo.
Sólo tú y Yo,
sólo tú y yo, amor mío,
lo escuchamos.
EL ALFARERO
Todo tu cuerpo tiene
copa o dulzura destinada a mí.
Cuando subo la mano
encuentro en cada sitio una paloma
que me buscaba, como si te hubieran, amor, hecho de arcilla
para mis propias manos de alfarero.
Tus rodillas, tus senos,
tu cintura faltan en mí como en el hueco
de una tierra sedienta
de la que desprendieron
una forma,
y juntos
somos completos como un solo río,
como una sola arena.
Pablo Neruda (Chile, 1904 - 1973)
Pequeña
rosa,
rosa pequeña,
a veces,
diminuta y desnuda,
parece
que en una mano mía
cabes,
que así voy a cerrarte
y llevarte a mi boca,
pero
de pronto
mis pies tocan tus pies y mi boca tus labios, has crecido,
suben tus hombros como dos colinas,
tus pechos se pasean por mi pecho,
mi brazo alcanza apenas a rodear la delgada
línea de luna nueva que tiene tu cintura:
en el amor como agua de mar te has desatado:
mido apenas los ojos más extensos del cielo
y me inclino a tu boca para besar la tierra.
LA REINA
Yo te he nombrado reina.
Hay más altas que tú, más altas.
Hay más puras que tú, más puras.
Hay más bellas que tú, hay más bellas.
Pero tú eres la reina.
Cuando vas por las calles
nadie te reconoce.
Nadie ve tu corona de cristal, nadie mira
la alfombra de oro rojo
que pisas donde pasas,
la alfombra que no existe.
Y cuando asomas
suenan todos los ríos
en mi cuerpo, sacuden
el cielo las campanas,
y un himno llena el mundo.
Sólo tú y Yo,
sólo tú y yo, amor mío,
lo escuchamos.
EL ALFARERO
Todo tu cuerpo tiene
copa o dulzura destinada a mí.
Cuando subo la mano
encuentro en cada sitio una paloma
que me buscaba, como si te hubieran, amor, hecho de arcilla
para mis propias manos de alfarero.
Tus rodillas, tus senos,
tu cintura faltan en mí como en el hueco
de una tierra sedienta
de la que desprendieron
una forma,
y juntos
somos completos como un solo río,
como una sola arena.
Pablo Neruda (Chile, 1904 - 1973)
jueves, 12 de junio de 2008
Poesía de Charles Baudelaire
LA METAMORFOSIS DEL VAMPIRO
La mujer, entre tanto, de su boca de fresa
Retorciéndose como una sierpe entre brasas
Y amasando sus senos sobre el duro corsé,
Decía estas palabras impregnadas de almizcle:
«Son húmedos mis labios y la ciencia conozco
De perder en el fondo de un lecho la conciencia,
Seco todas las lágrimas en mis senos triunfales.
Y hago reír a los viejos con infantiles risas.
Para quien me contempla desvelada y desnuda
Reemplazo al sol, la luna, al cielo y las estrellas.
Yo soy, mi caro sabio, tan docta en los deleites,
Cuando sofoco a un hombre en mis brazos temidos
O cuando a los mordiscos abandono mi busto,
Tímida y libertina y frágil y robusta,
Que en esos cobertores que de emoción se rinden,
Impotentes los ángeles se perdieran por mí.»
Cuando hubo succionado de mis huesos la médula
y muy lánguidamente me volvía hacia ella
A fin de devolverle un beso, sólo vi
Rebosante de pus, un odre pegajoso.
Yo cerré los dos ojos con helado terror
y cuando quise abrirlos a aquella claridad,
A mi lado, en lugar del fuerte maniquí
Que parecía haber hecho provisión de mi sangre,
En confusión chocaban pedazos de esqueleto
De los cuales se alzaban chirridos de veleta
O de cartel, al cabo de un vástago de hierro,
Que balancea el viento en las noches de invierno.
ELEVACIÓN
Por encima de estanques, por encima de valles,
De montañas y bosques, de mares y de nubes,
Más allá de los soles, más allá de los éteres,
Más allá del confín de estrelladas esferas,
Te desplazas, mi espíritu, con toda agilidad
Y como un nadador que se extasía en las olas,
Alegremente surcas la inmensidad profunda
Con voluptuosidad indecible y viril.
Escápate muy lejos de estos mórbidos miasmas,
Sube a purificarte al aire superior
Y apura, como un noble y divino licor,
La luz clara que inunda los límpidos espacios.
Detrás de los hastíos y los hondos pesares
Que abruman con su peso la neblinosa vida,
¡Feliz aquel que puede con brioso aleteo
Lanzarse hacia los campos luminosos y calmos!
Aquel cuyas ideas, cual si fueran alondras,
Levantan hacia el cielo matutino su vuelo
-¡Que planea sobre todo, y sabe sin esfuerzo,
La lengua de las flores y de las cosas mudas!
EL ENEMIGO
Mi juventud no fue sino un gran temporal
Atravesado, a rachas, por soles cegadores;
Hicieron tal destrozo los vientos y aguaceros
Que apenas, en mi huerto, queda un fruto en sazón.
He alcanzado el otoño total del pensamiento,
y es necesario ahora usar pala y rastrillo
Para poner a flote las anegadas tierras
Donde se abrieron huecos, inmensos como tumbas.
¿Quién sabe si los nuevos brotes en los que sueño,
Hallarán en mi suelo, yermo como una playa,
El místico alimento que les daría vigor?
-¡Oh dolor! ¡Oh dolor! Devora vida el Tiempo,
Y el oscuro enemigo que nos roe el corazón,
Crece y se fortifica con nuestra propia sangre
Charles Baudelaire (1821-1867)
La mujer, entre tanto, de su boca de fresa
Retorciéndose como una sierpe entre brasas
Y amasando sus senos sobre el duro corsé,
Decía estas palabras impregnadas de almizcle:
«Son húmedos mis labios y la ciencia conozco
De perder en el fondo de un lecho la conciencia,
Seco todas las lágrimas en mis senos triunfales.
Y hago reír a los viejos con infantiles risas.
Para quien me contempla desvelada y desnuda
Reemplazo al sol, la luna, al cielo y las estrellas.
Yo soy, mi caro sabio, tan docta en los deleites,
Cuando sofoco a un hombre en mis brazos temidos
O cuando a los mordiscos abandono mi busto,
Tímida y libertina y frágil y robusta,
Que en esos cobertores que de emoción se rinden,
Impotentes los ángeles se perdieran por mí.»
Cuando hubo succionado de mis huesos la médula
y muy lánguidamente me volvía hacia ella
A fin de devolverle un beso, sólo vi
Rebosante de pus, un odre pegajoso.
Yo cerré los dos ojos con helado terror
y cuando quise abrirlos a aquella claridad,
A mi lado, en lugar del fuerte maniquí
Que parecía haber hecho provisión de mi sangre,
En confusión chocaban pedazos de esqueleto
De los cuales se alzaban chirridos de veleta
O de cartel, al cabo de un vástago de hierro,
Que balancea el viento en las noches de invierno.
ELEVACIÓN
Por encima de estanques, por encima de valles,
De montañas y bosques, de mares y de nubes,
Más allá de los soles, más allá de los éteres,
Más allá del confín de estrelladas esferas,
Te desplazas, mi espíritu, con toda agilidad
Y como un nadador que se extasía en las olas,
Alegremente surcas la inmensidad profunda
Con voluptuosidad indecible y viril.
Escápate muy lejos de estos mórbidos miasmas,
Sube a purificarte al aire superior
Y apura, como un noble y divino licor,
La luz clara que inunda los límpidos espacios.
Detrás de los hastíos y los hondos pesares
Que abruman con su peso la neblinosa vida,
¡Feliz aquel que puede con brioso aleteo
Lanzarse hacia los campos luminosos y calmos!
Aquel cuyas ideas, cual si fueran alondras,
Levantan hacia el cielo matutino su vuelo
-¡Que planea sobre todo, y sabe sin esfuerzo,
La lengua de las flores y de las cosas mudas!
EL ENEMIGO
Mi juventud no fue sino un gran temporal
Atravesado, a rachas, por soles cegadores;
Hicieron tal destrozo los vientos y aguaceros
Que apenas, en mi huerto, queda un fruto en sazón.
He alcanzado el otoño total del pensamiento,
y es necesario ahora usar pala y rastrillo
Para poner a flote las anegadas tierras
Donde se abrieron huecos, inmensos como tumbas.
¿Quién sabe si los nuevos brotes en los que sueño,
Hallarán en mi suelo, yermo como una playa,
El místico alimento que les daría vigor?
-¡Oh dolor! ¡Oh dolor! Devora vida el Tiempo,
Y el oscuro enemigo que nos roe el corazón,
Crece y se fortifica con nuestra propia sangre
Charles Baudelaire (1821-1867)
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